Timothy Kuhner
Capitalismo y Democracia
Traducción: viento sur. 24 octubre 2020. Viento Sur: “Los contenidos de texto, audio e imagen de esta web están bajo una licencia de Creative Commons”.
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Toda sociedad tiene sus reglas sobre la toma de decisiones colectiva y el régimen de propiedad; y en la mayor parte de la historia, esas reglas han estado entrelazadas. La aristocracia, el esclavismo, el feudalismo y la servidumbre asalariada han mostrado cómo la posición de las personas en el régimen político puede verse afectada, si no determinada, por su posición en el régimen de propiedad. Lamentablemente, la política ha seguido a la propiedad.
Si esta opresión suena a historia antigua, pensémoslo. En EE UU, Inglaterra y algunos países de la Commonwealth, la participación política estuvo condicionada por la propiedad (o la capacidad para pagar un impuesto electoral) hasta bien entrado el siglo XX. Y a pesar del logro del sufragio universal, los traumas políticos, económicos y medioambientales del siglo XXI demuestran que los gobiernos siguen estando al servicio del capital. ¿Cómo se ha transformado la democracia electoral en otro régimen de desigualdad, en el que la propiedad privada vuelve a estar en alza?
Nadie estaría más perplejo ante este resultado que aquellos que agitaron a favor y en contra del sufragio universal masculino en Inglaterra hace casi 200 años. La inexactitud de sus afirmaciones sobre la democracia ayuda a responder a algunas de las cuestiones más acuciantes de nuestro momento histórico: ¿Qué promueve el bien público, el reparto igual o desigual de la influencia política? ¿Qué condiciones constitucionales es preciso establecer para empoderar a la ciudadanía independientemente de su posición socioeconómica? Y si la democracia no ha logrado separar el poder político de la condición socioeconómica, ¿significa que la democracia ha fracasado o que está incompleta?
“No tienes patrimonio porque no estás representado”
En los tiempos en que los hombres blancos carentes de patrimonio no podían votar ni ser candidatos en las elecciones, James O’Brien batalló por corregir este contrasentido: “Los granujas te dirán que no estás representado porque no tienes patrimonio. Yo te digo, por el contrario, que no tienes patrimonio porque no estás representado”. A diferencia de movimientos como los levellers (niveladores) ingleses y los jacobinos franceses, que propugnaban directamente cambios económicos, O’Brien –y el movimiento cartista que dirigía– priorizaban la representación política de la gente corriente. Sostenían que una democracia real podía implementar políticas económicas acordes con el bien común, y que podía hacerlo sin necesidad de una revolución violenta.
La Carta del Pueblo de 1838 reivindicaba:
- Circunscripciones electorales iguales.
- Sufragio universal masculino.
- Elección anual del parlamento.
- Abolición del requisito de tener propiedades para ser diputado.
- Voto secreto.
- Salarios para los diputados.
Mientras que estas demandas requerirían sin duda cambios constitucionales de diversa índole jurídica, el ministro de Interior, Lord John Russell, quien se oponía a los cartistas, las calificó de “quejas contra la constitución de la sociedad”. Russell tenía razón. Imperaba un orden social más amplio. La participación y representación política se limitaba desde hacía tiempo no solo a las aristocracias de raza y género, sino incluso a un subconjunto todavía más selecto: la aristocracia de riqueza.
¿Cómo votaron estos aristócratas políticos –o sea, un parlamento compuesto exclusivamente por personas de clase alta– sobre la Carta del Pueblo? En el momento en que la petición cartista llegó a la Cámara de los Comunes, en julio de 1839, vino respaldada por 1.280.959 firmas de ciudadanos. Sin embargo, la votación dio un resultado desastroso: 235 en contra y 46 a favor. El discurso de Russell en la Cámara explicó el peligro que se había evitado ese día. Una sociedad en que estuvieran representados hombres del común y estos pudieran adquirir propiedades destruiría “las propiedades y los medios de los ricos… [y] tendría consecuencias todavía más fatales para los recursos y el bienestar de la población”.
La desigualdad es política
Así que dieron carpetazo a las demandas cartistas. De hecho, el parlamento británico se negó a conceder el sufragio universal masculino por otros 79 años. Si los cartistas hubieran vivido hasta ese momento, en 1918, y sobrevivido luego otro siglo, habrían visto algo sorprendente. No me refiero a la implementación de la mayoría de sus demandas en toda Gran Bretaña y Estados Unidos, cosa que había ocurrido efectivamente.
Tampoco me refiero a la generalización de esta receta democrática a la mayoría de países de todo el mundo, cosa que también había ocurrido. No, el aspecto realmente sorprendente es incluso más reciente, dado que hay estudios que demuestran que Lord Russell y sus colegas de la aristocracia habían sido, de todos modos, los últimos en reír.
De acuerdo con el análisis de Guy Shrubsole, de 2019, menos del 1 % de la población de Inglaterra posee aún más de la mitad del territorio del país. ¿Qué cambios habían producido 100 años de sufragio universal? Los datos de Shrubsole indican que “empresas, oligarcas y banqueros” poseen actualmente tantas tierras como “la aristocracia y la nobleza”. Más allá de Inglaterra y la propiedad de tierras, el informe de 2018 del World Inequality Lab revela que entre 1980 y 2016 el 1 % más rico del mundo vio crecer su economía el doble que la del 50 % más pobre. El informe constata la transferencia masiva de bienes públicos a manos privadas, dando lugar de forma generalizada al endeudamiento de los Estados y la inoperancia de los gobiernos. Las variaciones nacionales de la creciente desigualdad de rentas demuestran la función causal de las decisiones políticas.
El libro El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, llega a la misma conclusión con respecto a la desigualdad económica. Comentando la extrema concentración del capital que se produjo entre 1970 y 2010, ve un abandono intencionado del igualitarismo de posguerra. Las variaciones entre países llevan a Piketty a concluir que “las diferencias institucionales y políticas desempeñaron un papel crucial”. Después, en Capital e ideología, Piketty descubre una verdad todavía más categórica: “La desigualdad no es económica ni tecnológica; es ideológica y política.”
En suma, el retorno a unos niveles de desigualdad inconcebibles no es un fenómeno inevitable. Es fruto de ideologías y decisiones políticas; más concretamente, de las decisiones de legisladores que no están sujetos a requisitos patrimoniales, cobran del Estado y son elegidos por sufragio universal en elecciones regulares.
El renacer de la aristocracia
¿Cómo es posible que tanto O’Brien como Russell se equivocaran hasta tal punto con respecto al poder del voto? Aunque ambos sabían de política económica, se centraron en el potencial del reparto del poder político para afectar al reparto del poder económico. No contemplaron el vector contrario, que ya se había constatado con anterioridad. Sirva de ejemplo el libro de Adam Smith, de 1776, La riqueza de las naciones: “Nuestros comerciantes e industriales se quejan amargamente de los efectos nefastos de los salarios altos”, señaló Smith, “pero no dicen nada de los efectos perniciosos de sus propias ganancias.” Acusó a quienes “emplean los capitales más cuantiosos” y los “tratantes de cualquier sector particular del comercio o la industria” de formar “una orden de hombres cuyo interés nunca coincide exactamente con el del público, que suelen estar interesados en engañar e incluso oprimir al público, y que por consiguiente lo han engañado y oprimido en muchas ocasiones”. Teniendo en cuenta que estas clases utilizan su riqueza para “[atraer] la mayor parte de la atención pública” y que aspiran a restringir la competencia e incrementar sus beneficios a expensas del público, Smith recomendó que las proposiciones de ley se “examinen detenida y minuciosamente, no solo con la atención más escrupulosa, sino también con la máxima suspicacia”.
También podemos citar el temor de Thomas Jefferson a que el capital concentrado influyera indebidamente en la composición del Estado. “Espero”, escribió Jefferson, “que nunca se trasladen todos los organismos a Washington, alejándolos todavía más de lo ojos de la gente, donde pueden ser comprados y vendidos en secreto como si fuera en el mercado”. También señaló la existencia de una “aristocracia de nuestras empresas adineradas que ya se atreven a retar a nuestro Estado a una prueba de fuerza y a desafiar las leyes de su país”.
A pesar de estas advertencias, los cartistas y sus contrincantes todavía parecían creer que el sufragio universal otorgaría “el poder supremo del Estado a una clase”. Así es como lo calificó en 1842 Lord Thomas Macaulay, aliado de Russell en el parlamento, cuando se volvió a someter a votación (y a tumbar) la Carta del Pueblo. Macauley predijo que, dotada del poder supremo del Estado, la clase socioeconómica baja destruiría la institución de la propiedad privada: “adiós al comercio; adiós a la industria; adiós al crédito”. Al final, sin embargo, la realización de las demandas de los cartistas en todo el mundo coincidió con la concentración del capital y el resurgimiento de la aristocracia. Tal como sostuvieron Smith y Jefferson, las élites económicas nunca se desprenderían tan fácilmente del poder supremo.
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