[3] Cultura y comunicaciones. (Baran y Sweezy, 1966)

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(Monthly Review. Selecciones en castellano, 3ª época, nº 1, septiembre de 2015. Edición online. https://www.monthlyreview.org.es/1-el-trabajo . Monthly Review — Selecciones en castellano is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0 International License.)

Estados Unidos, historia, libros y literatura, artes y humanidades, industria cultural, cultura de masas, condiciones sociales y económicas.


[sección 3] La calidad de la sociedad capitalista monopolista: cultura y comunicaciones. Paul A. Baran y Paul M. Sweezy.


(Artículo publicado en Monthly Review, vol. 65, nº 3, julio-agosto de 2013, pp. 43-64. Traducción de Víctor Ginesta. Este es un capítulo hasta ahora inédito del libro de Paul A. Baran y Paul M. Sweezy El capital monopolista (Monopoly Capital, Nueva York: Monthly Review Press, 1966; traducción española en Siglo XXI Editores, México D.F., 1968). El texto tal y como aparece aquí ha sido revisado e incluye notas de John Bellamy Foster. El estilo se ajusta al contenido del libro. Parte del borrador original del capítulo sobre la salud mental estaba aún incompleto en el momento de la muerte de Baran, en 1964, y por eso no se ha incluido en la versión publicada. Para el contexto intelectual más general del artículo, se puede consultar, en inglés, la introducción al número de julio-agosto de 2013 de Monthly Review.)


versión original: IV.


Para la industria editorial, la organización económica de la televisión en los Estados Unidos bien podría ser un espejo de su futuro. A finales de la década de 1950, había unas 540 emisoras que emitían programas de televisión, pero la industria en su conjunto era ya un oligopolio estrechamente controlado. Los poderes económicos, la manipulación política y los condicionantes técnicos, han contribuido todos ellos a la concentración del control del medio televisivo en manos de tres grandes corporaciones.

Salvo treinta y cinco emisoras de televisión, todas las demás están ahora afiliadas a una o más de las tres cadenas nacionales que las abastecen de programas y que venden sus servicios a los anunciantes de la cadena. Cada cadena nacional posee una radio, además de la cadena de emisoras de televisión; dirige y opera de ocho a diez emisoras de radiotelevisión; ejerce de representante en el plano nacional para la venta de tiempo publicitario en dichas emisoras y también en algunas afiliadas; produce programas en directo y grabados, y tiene amplios vínculos con industrias relacionadas como la exhibición de películas de cine o la fabricación de equipos de radiotelevisión, tubos de imagen, equipos de emisión, antenas, equipamientos para estudios, etc.38

Las cadenas de televisión ocupan una posición dominante en la radio y tienen una poderosa influencia en Hollywood; además, están fuertemente conectadas con los diarios del país. Leo Bogart denunciaba en 1958 que «164 de las 502 emisoras de televisión del país, o el 33% de ellas, son propiedad de diarios, o forman sociedad con ellos», y «el área de cobertura de las emisoras de televisión vinculadas a diarios incluye a más del 90% de los aparatos receptores del país».39

¿Cuánto tiempo dedica la gente a ver la televisión y escuchar la radio? Aunque las estimaciones varían, suele rondar lo que un experto atento al tema aceptaría como fiable: el aparato de televisión medio está encendido más de 5 horas al día (menos tiempo los días laborables, más los fines de semana), y los hombres pasan, en promedio, 2,5 horas al día mirando la pantalla; las mujeres, 3,5 horas, y los menores, 4 horas.40 Además, los hombres pasan diariamente de 1 a 1,5 horas escuchando la radio, y las mujeres entre 1 y 2 horas.41

Las tres grandes cadenas no son, en esencia, más que procesadoras y agentes de los anunciantes. Como explica el presidente de la cadena 20th Century Fox, Peter Levathes: «Hay ser realistas a la hora de entender la televisión tal y como es hoy. Los patrocinadores compran programas para vender sus productos. Ese es el objetivo básico de la televisión. Vender el producto de alguien».42 Hay aproximadamente 4.000 empresas en total a las que la televisión ayuda a vender sus productos, pero diez grandes empresas aportan más del 35% de los ingresos publicitarios de la televisión, mientras que diez agencias publicitarias son responsables de la mitad del dinero que se gasta en publicidad televisiva nacional, tanto en las grandes cadenas como en las emisoras locales.43

Inevitablemente, la programación televisiva —y la situación es similar en la radio— está esencialmente bajo el control de los departamentos de venta de unas pocas grandes empresas con gran poder, a las que no les preocupa promocionar la cultura, sino que lo que pretenden es maximizar las ventas y las ganancias llegando a la máxima audiencia posible. El resultado son unos programas «ultraconservadores» y que «atraen al mínimo común denominador del público».44-iv

iv La crítica de la publicidad de Baran y Sweezy se desarrolla más plenamente en sus «Tesis sobre la publicidad» (incluido en este mismo número) y en el capítulo «The Absortion of the Surplus: The Sales Effort» de Monopoly Capital, pp. 112-141. [Traducción castellana: «La absorción de excedentes: las campañas de ventas» de El Capital Monopolista, Siglo XXI Editores, México D.F., 1968, pp. 93-115.]


Igual que sucede con los cómics, hay diferencias sustanciales de opinión entre los especialistas en radiotelevisión acerca de los efectos de esos programas en las audiencias adultas e infantiles. No obstante, todos los observadores informados —excepto los pertenecientes a la propia industria, por supuesto— son muy críticos con el nivel general de la oferta de programación. Esa condena generalizada de la televisión y de la radio parte, desde luego, de quienes creen que la industria debería intentar hacer algo más que proporcionar mero entretenimiento, pero también de personas cuyo único interés es evaluar la calidad del entretenimiento que se proporciona.45

En 1961, cuando llevaba cuatro meses en el cargo, el presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones, Newton Minow, declaraba: «Os invitó a que os sentéis frente al televisor cuando la emisora local empieza la emisión, os quedéis allí sentados sin un libro, una revista, un diario, un balance contable o un informe financiero para distraeros y mantengáis la vista fija en el aparato hasta que la emisora finalice la emisión. Os puedo garantizar que lo que veréis es un enorme páramo».46 Hay también otros comentarios que van en la misma línea. Walter Lippmann acusa a las compañías de radiotelevisión de «menospreciar y degradar la más potente de todas las instituciones de educación y entretenimiento populares».47 Un conciso veredicto fue el pronunciado, irónicamente, por Albert Freedman, productor del fraudulento programa concurso que cobró notoriedad en 1959: «En el contexto de una programación de televisión saturada de asesinatos y violencia, creo que, como entretenimiento, los programas concurso son un soplo de aire fresco».48


El exhaustivo informe británico elaborado por la Comisión sobre la Radiotelevisión en 1960 —el denominado informe Pilkington— recoge quejas concretas sobre la inclusión en la programación británica de materiales producidos en los Estados Unidos. «Las críticas no eran una expresión de xenofobia», señalaban los autores del informe, «sino una condena de la baja calidad del producto y de los valores que representa». Y la BBC (o British Broadcasting Corporation) explicó a la Comisión que había tenido que rechazar muchas películas estadounidenses del oeste, un tipo de programa que ocupa una gran proporción de nuestra propia parrilla televisiva, «debido a que contenían excesiva violencia y sadismo».49

Sadismo y crimen, el escaso gusto, la imbecilidad son solo un aspecto de los problemas del entretenimiento de la radio y la televisión. Aún más grave es la persistente mentira de lo que se emite. Se ha dicho que, en el caso de los programas concurso que comenten engaños, una vez que se los descubra, no se permitirá que vuelva a ocurrir. No es de eso de lo que se trata. Lo importante no es la forma particular que toman la estafa y el fraude, sino el hecho fundamental de que son la estafa y el fraude los que continuamente ocupan las ondas.

El predominio de la mentira no se limita a los anuncios explícitos. La mentira también impregna la mayor parte del tiempo televisivo diario. El mundo que nos presenta la televisión no es el mundo real, con sus intereses opuestos, sus componentes irracionales, sus tensiones, pero también sus luchas incesantes y su tremendo potencial de mejora. Es un artificio que evoca una imagen tendenciosa y absolutamente engañosa de la realidad. Como sostenía un estudio:

El análisis de contenido de las series diurnas, los dramas televisivos, las historias breves de las revistas populares y otras creaciones para el entretenimiento ha revelado sistemáticamente que las historias discurrían habitualmente en mundos en los que las mejores personas eran los nativos americanos, en los que los conflictos derivaban fundamentalmente de la inadaptación individual y muy raramente de fuerzas sociales y en los que cualquier desviación de la conducta culturalmente incuestionable conducía a la catástrofe. Se halló que, por lo común, las películas basadas en libros omitían o atenuaban cualquier crítica social que pudiera haber en el original y acentuaban el rol de la justicia poética.50

Y uno de los especialistas más conservadores en medios de comunicación añade:

Hay pocas dudas de que la oferta de contenidos dramáticos de la televisión (uno de los tipos de programa más populares en el medio y que representa casi la mitad de la totalidad de la programación) evita muchos temas, personajes, tramas argumentales, situaciones y finales dramáticos legítimos. En la categoría de los programas de debate, hay ciertamente muchas ideas sobre política, religión, economía, raza y otros temas sensibles que jamás reciben una representación adecuada en el servicio de radiotelevisión.51


Sería un error suponer que esta «fábrica de sueños» se limita a transportar al espectador a un país irreal de hadas y ofrecerle una buena oportunidad para el descanso y el recreo tras un duro día de trabajo y preocupaciones. Más bien propaga actitudes, emociones y concepciones que, por su gran incongruencia con la vida real, acentúan la sensación de soledad, desconcierto, y futilidad de los individuos. Al enturbiar la naturaleza y la causa de su sufrimiento, el proceso de lavado de cerebro que llevan a cabo la televisión y otros medios de comunicación de masas contribuye a la mutilación de las capacidades mentales y emocionales del individuo. Al ayudar a inculcar en él una imagen fantasmagórica de su existencia, lo desarma tanto en el plano social como en el individual. «De este modo, la gente no solamente puede llegar a perder la verdadera visión de la realidad, sino que, en última instancia, su capacidad misma de experimentar la vida puede quedar ofuscada por el hecho de observarla permanentemente a través de una lente azul y rosa».52-v

v Baran era un ávido lector del trabajo de Adorno y consideraba que su deconstrucción dialéctica de Un Mundo Feliz de Huxley (y las implicaciones de su análisis con respecto a otros intelectuales como Orwell o Koestler) era «magistral». Véase Paul A. Baran, The Political Economy of Growth, Monthly Review Press, Nueva York, 1957, pp. 297-298; Theodor Adorno, Prisms, MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 1967, pp. 95-117.

vi Las palabras «un astuto crítico» han sido insertadas para reemplazar un error nominal en el borrador del texto.


Y como esta farsa que domina el mundo de las comunicaciones de masas se vuelve cada vez más transparente a través de la confrontación diaria con la realidad, el individuo criado bajo su incesante impacto no puede más que perder la fe en lo que lee, mira y escucha. Al aprender desde la niñez que lo que proporcionan los medios de comunicación de masas es en gran medida una estafa, «madura» volviéndose cada vez más cínico con respecto a todos los supuestos valores y verdades que se le insta a aceptar. El conocimiento de que el fraude es la forma normal de vida se mezcla con la impotente sensación de «¿quién soy yo para decir lo que está bien y lo que está mal. La gente acaba adoptando la actitud que describe [un astuto crítico]: vi«En la sociedad moderna estadounidense existe la secreta convicción, compartida por casi todos y oblicuamente expresada por los medios de comunicación solo en los tabloides y las revistas de denuncia, de que toda la vida pública y todas las instituciones públicas son un fraude. Está ampliamente asumido que la propia sociedad contemporánea es un amaño».53

Y ese pensamiento secreto afecta también a la existencia privada y a las relaciones personales. Descarta por cursi toda referencia a la familia como fuente de armonía y felicidad; desprecia por sentimental todos los cuentos sobre el amor; bosteza a la mera mención del honor, el deber, la solidaridad y la devoción a las ideas. Al reducir el amor a la mera atracción sexual y otras relaciones humanas, a la mera ventaja personal, erosiona el significado de ambas cosas y ayuda a destruir la capacidad misma para el afecto, la gratificación sexual, la amistad y la solidaridad, que han sido siempre las fuentes tanto del sufrimiento humano como de la realización humana.

La conciencia cada vez mayor de la falsedad de lo que comunica el aparato cultural de la sociedad no intensifica la búsqueda de la verdad, la razón y el conocimiento, sino que hace que se extiendan la desilusión y el cinismo. Al resumir los resultados de una encuesta nacional realizada por doce reporteros de la revista Look después de los escándalos de los programas concurso en 1959, uno de los editores de la revista, William Attwood, comentaba que «la indignación moral está pasada de moda; no es inteligente enojarse […] Los estadounidenses no parecen sentir ninguna responsabilidad personal por mejorar la condición moral de la nación».54


En la era del capital monopolista, de la infinita manipulación de los individuos por el interés de los beneficios empresariales, las nociones de dignidad individual y responsabilidad, los conceptos de libertad, justicia y honor, son a menudo poco más que residuos obsoletos de anticuadas ideologías generadas por órdenes sociales anteriores. Sin embargo, el desmoronamiento de tales ideas ante las nuevas realidades no significa, como algunos han dicho, el final de todas las ideologías ni el inicio de una era de sobrio pensamiento científico. Marca más bien la evolución de una estructura ideológica hacia otra; la dura, cruda y realista desconfianza de cualquier cosa parecida a un ideal, el desprecio por todo lo que trascienda la realidad inmediatamente tangible, la cínica exposición de la hipocresía de los valores oficialmente profesados: esa es la ideología de nuestra sociedad, la ideología del capital monopolista.

Está en la naturaleza de la «falsa conciencia», que era la definición de ideología de Engels, el no ser meramente un revoltijo de pensamientos desvinculados de la realidad, sino abarcar también una visión de la realidad parcial, sesgada, de medias verdades, que refleja algunos aspectos importantes de esta pero sin abarcar su totalidad. vii Y, bajo el capitalismo monopolista, la convicción cada vez más extendida de que la cultura dispensada por los medios de comunicación de masas es esencialmente una mentira constituye en sí misma la principal verdad que entiende la conciencia de la sociedad. La verdad cada vez más difundida de que nadie puede poner fin individualmente a esa corriente sistematizada de falsedades es la principal idea que parece comprender una audiencia cautiva de la falsedad.

vii Hace referencia a la carta de Engels a Franz Mehring en 1893, donde introduce el término «falsa conciencia» al definir la ideología. Baran y Sweezy le dan aquí una interpretación sofisticada, conectándola al tratamiento general de la ideología de Marx y Engels en La ideología alemana. Véase Frederick Engels a Franz Mehring, 14 de julio de 1893, en Karl Marx y Frederick Engels, Selected Correspondence, Progress Publishers, Moscú, 1975, pp. 433-437; Karl Marx y Frederick Engels, Collected Works, vol. 5, International Publishers, Nueva York, 1975, especialmente pp. 59 y 62.


La percepción de la mentira y la consiguiente proliferación del cinismo solo revelan la mitad de la verdad. La otra mitad continúa sin percibirse. Esa otra mitad tiene que ver con las cada vez mayores posibilidades existentes de forjar una existencia diferente, más racional, más humana. Aunque las únicas tareas merecedoras del esfuerzo cultural de la sociedad —sea como persuasión intelectual, expresión estética o llamamiento moral— son mejorar la comprensión que las personas tienen de la realidad y ampliar la visión que tienen de sus propias potencialidades, el aparato cultural del capitalismo monopolista sirve a fines totalmente opuestos. El propósito de este es hacer que la gente acepte lo que hay, se ajuste a la sórdida realidad existente y abandone toda esperanza, toda aspiración a una sociedad mejor. A no ser que haya unas potentes fuerzas políticas y sociales que detengan esta deriva, es posible que la conjetura de Norman Mailer se vea corroborada por el proceso histórico: «El capitalismo del siglo XIX consumió la vida de millones de trabajadores; el capitalismo del siglo XX bien puede acabar por destruir la mente de la humanidad civilizada».55


Notas [sección 3: 38-55]

      1. Harvey J. Levin, «Economic Structure and the Regulation of Television», Quarterly Journal of Economics, agosto de 1958, p. 427.
      2. Leo Bogart, The Age of Television, 2ª ed., Nueva York, 1958, p. 187. [Nota del editor: Para un análisis del papel de la Comisión Federal de Comunicaciones en la promoción del oligopolio en la industria de la comunicación, véase Leo Huberman y Paul M. Sweezy, «Behind the FCC Scandal», Monthly Review, abril de 1958, pp. 401-411.]
      3. Leo Bogart, «American Television: A Brief Survey of Research Findings», en Journal of Social Issues, nº 2, 1962. Se cree que los niños pasan de 2 a casi 3 horas al día viendo la televisión entresemana, y hasta 10 horas los sábados y los domingos, y son los niños de entre 11 y 13 años los que más horas pasan frente al televisor. Véase Bogart, The Age of Television, especialmente el cap. 4.
      4. Sebastian de Grazia, Of Time, Work, and Leisure, Nueva York, 1962, p. 125.
      5. Variety, 21 de octubre de 1959, citado en Meyer Weinberg, TV in America: The Morality of Hard Cash, Nueva York, 1962, p. 142.
      6. Bogart, The Age of Television, p. 193.
      7. Sydney W. Head, Broadcasting in America: A Survey of Television and Radio, Boston, 1956, p. 262.
      8. «El drama, la comedia y las variedades, la música y los concursos son los productos básicos de la dieta diaria de programación televisiva […] Casi todos ellos pertenecen al ámbito del entretenimiento. Si exceptuamos los noticiarios, a ninguno de ellos le interesan en absoluto las ideas o la información», Bogart, The Age of Television, p. 51.
      9. New York Times, 10 de mayo de 1961.
      10. Citado en Weinberg, TV in America, p. 259.
      11. New York Times, 9 de noviembre de 1959. Un excelente estudio de los programas concurso es el que aparece en Weinberg, TV in America. [Nota del editor: Véase también Leo Huberman y Paul M. Sweezy, «The TV Scandals», Monthly Review, diciembre de 1959, pp. 273-281.]
      12. Report of the Committee on Broadcasting (o Informe de la Comisión Pilkington), HMSO, Londres, 1962, Cmd. 1753, párrafos 109 y 120. [Nota del editor: Sobre el Informe de la Comisión Pilkington, véase Raymond Williams, Communications, 2ª ed., Chatto and Windus Ltd., Lon-dres, 1966, pp. 156-159.]
      13. Joseph T. Clapper, The Effects of Mass Communication, Glencoe (Illinois), 1960, p. 39.
      14. Head, Broadcasting in America, p. 441.
      15. T. W. Adorno, «Television and the Patterns of Mass Culture», en Rosenberg y White (eds.), Mass Culture, p. 484.
      16. Murray Hausknecht, «The Rigged Society», Dissent, invierno de 1960, citado en Weinberg, TV in America, p. 268.
      17. Citado en Weinberg, TV in America, p. 245.
      18. Norman Mailer, Advertisements for Myself, Nueva York, 1969, p. 436.

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