Para una teoría crítica de la sociedad en Erich Fromm1
Yolanda Ruano de la Fuente.

Logos. Anales del Seminario de Metafisica, XXII. 1987-88. Ed. Universidad Complutense. Madrid.

Licencia: Reconocimiento 4.0 Internacional (CC BY 4.0)

 

«La sociedad moderna se inició sobre la idea de crear una cultura que satisficiera las necesidades del hombre, y tiene por ideal suyo la armonía entre las necesidades individuales y las necesidades sociales, poniendo término al conflicto entre la naturaleza humana y el orden social. Se creía que podía llegarse a esa meta de dos maneras: mediante una técnica productiva avanzada, que permitiese alimentar satisfactoriamente a todo el mundo, y mediante un concepto racional, objetivo, del hombre y sus necesidades (…). Hasta ahora, hemos fracasado. No hemos salvado el abismo existente entre una minoría que comprende esas metas y se esfuerza por vivir de acuerdo con ellas, y la mayoría cuya mentalidad se ha quedado muy atrás, en la Edad de Piedra, en el totemismo, en el culto de los ídolos, en el feudalismo. ¿Volverá la mayoría a la salud, o empleará los descubrimientos más grandes de la razón humana para sus propósitos de irracionalidad y locura? ¿Seremos capaces de crear una concepción de la vida buena y sana que estimule las fuerzas vitales de los que tienen miedo a seguir adelante? En esta ocasión, la humanidad está en una encrucijada donde un paso equivocado podría ser el último paso.» 2

 

1 Las siglas y títulos abreviados citados corresponden a las siguientes obras y ediciones:

L.: El miedo a la libertad. Trad. Gino Germani. Paidós, Barcelona, 1984.

P.: Ética y Psicoanálisis. Trad. H. F. Morck, F. C. E., México/Buenos Aires/Madrid, 1983.

S.: Psicoanálisis de la sociedad contemporánea. Hacia una sociedad sana. Trad. de E. M. Torner, F.C. E. Madrid, 1983.

E.: La revolución de la esperanza. Hacia una tecnología humanizada. Trad. D. J. Castillejo, E. C. E., Madrid, 1984.

Método y Función: Método y función de una psicología social analítica, en «La crisis del Psicoanálisis». Trad. E. Maza. Paidós, Barcelona, 1984.

Dioses; Y seréis como dioses. Trad. R. Alcalde. Paidós, Barcelona, 1985.

Corazón: El corazón del hombre. Su potencia para el bien y para el mal. Trad. F. M. Torner. E U E, Madrid, 1984.

La aplicación del Psicoanálisis: La aplicación del psicoanálisis a la teoría de Marx, en «Sobre la desobedencia y otros ensayos». Trad. E. Prieto. Paidós, Buenos Aires/Barcelona, 1984.

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El problema de la disarmonía entre las necesidades individuales y las sociales se evidencia tras una descripción fenomenológica del desconcertante y paradójico modo de vida del hombre actual, en relación con sus  posibilidades: junto al enorme progreso científico-técnico y a una mayor conquista de la libertad en los terrenos más variados, el hombre se convierte en un ser cada vez más alienado (improductivo), dependiente, incapacitado para dar el paso desde la, ya conseguida, liberación «negativa» a la «positiva» 3, e incluso, hoy, metamorfoseado en inminente objeto de autodestrucción. Ante esta irracional y alarmante situación, Fromm se cuestiona si no habrá algo fundamentalmente equivocado en nuestra forma de vivir, y si quizá los objetivos por cuya consecución luchamos no serán negadores del desarrollo pleno de la individualidad humana. ¿No será que la sociedad contemporánea, con sus estructuras básicas, no satisface algunas de las necesidades más profundas del individuo, y es, por ello, la responsable de los males que asolan a la humanidad? O de otra  manera, ¿es lícito sospechar de la inadaptación de la cultura misma a las necesidades inherentes al hombre?

La respuesta a estos interrogantes introduce el tema de la Patología de la normalidad, que tiene su más claro precedente en la figura de Freud, quien abrió la posibilidad de aplicación del Psicoanálisis (los resultados de la praxis clínica) a los fenómenos sociales, y con el que nuestro autor mantendrá un diálogo constante. Aunque desde el revisionismo frommiano este diálogo, la mayor de las veces, se torne polémico, se gesta en una comunión hermenéutica. Ambos interlocutores elaboran una teoría de la Sociedad a partir de un discurso antropológico: de un examen de la constitución psíquica universal del individuo, de sus necesidades, pulsiones, leyes y conflictos.

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2 PS., pág. 295. El subrayado es mío.

3 En el análisis de este truncado paso de la «libertad negativa» (liberación formal) a la «positiva» (libertad material, real), se centra su obra M. L. En ella se aborda el examen del carácter dialéctico del proceso de liberación, que acaece tanto en el desarrollo individual (ontogénesis) como en la historia de la Humanidad (fiIogénesis). En ambos casos, tiene lugar la utilización de mecanismos evasivos de la libertad negativa, que dan razón de la vuelta (regresión) al estado de dependencia preindividualista, mutándose así el proceso de liberación en un proceso de opresión. A propósito de esta «decepción trágica» de la consumación histórica de las expectativas racionalistas e ilustradas, en su relación con la génesis de la teoria critica y su polémica con la Sociología burguesa, Cfr. Muñoz Veiga, J., La Escuela de Frankfurt y los usos de la utopía, en «Lecturas de filosofía contemporánea». Ed. Materiales, Barcelona, 1979, págs. 221-313, especialmente págs. 225-236.

 

Comencemos, pues, por trazar esquemáticamente la dimensión antropológica del pensamiento de Fromm. Mantenemos que su teoría de la Sociedad está basada en una reflexión sobre el hombre que le permitirá fundamentar la posibilidad y necesidad emancipatoria. Resumidamente diremos: 1. Fromm busca una definición esencial de lo humano. 2. Tal definición sólo se adquiere al analizar la peculiar situación existencial del hombre. 3. Esta situación existencial es una situación dicotómica. Por un lado, es parte de la Naturaleza (sobrevive): posee una dimensión biológica; por otro, la trasciende (transobrevive): posee una dimensión espiritual. 4. La razón de esta situación viene dada por la debilidad biológica (hombre como «extravagancia» del universo). 5. La vida del hombre se caracteriza por estar dirigida a dar una solución a su problema existencial (vida como proyecto liberador, que consiste en sustituirlos vínculos naturales perdidos por vínculos humanos, esto es, en satisfacer las llamadas necesidades existenciales (distintas de las biológicas y las históricas). 6. Contra el biologicismo y mecanicismo freudiano, y apoyándose en un esquema marxista (síntesis freudomarxista), afirma la presencia de una estructura psíquica básica y potencial, teleológicamente orientada a actualizarse (a satisfacer sus necesidades), pero cuyo desarrollo [progresivo (normal) o regresivo (patológico)], viene determinado por el orden socioeconómico, con el que mantiene una relación dinámica. 7. Esas necesidades existenciales (de relación, arraigo, transcendencia, identidad, orientación y devoción) podrían resumirse en una fundamental: la necesidad de actualización de las potencialidades del hombre en su contacto con el mundo: de realización de su individualidad plena. 4

Pues bien, desde estos presupuestos Fromm atribuye dos distintos significados al término «sano», según se adopte una perspectiva antropocéntrica, centrada en la satisfacción de las necesidades existenciales, o aquella otra enfocada a la satisfacción de las necesidades sociales: «En primer lugar, desde la perspectiva de una sociedad en funcionamiento, una persona será llamada normal o sana si es capaz de cumplir con papel social que le toca desempeñar desde la sociedad dada… En segundo lugar, desde la perspectiva del individuo, consideramos sana o normal a la persona que alcanza el grado óptimo de expansión y felicidad individuales» 5.

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4 El desarrollo de estos conceptos, sobre todo, en E. P., págs. 51-63; P. 5., págs. 26-62; R. E. págs. 65-97 y M. L., págs. 50-4. Queremos hacer constar, no obstante, que el afán de fundamentación «humanista» (fundamentar un programa emancipatorio, como habremos de ver), recurriendo a la noción de «esencia» o naturaleza humana tendente a su completa promoción, viene a significar dos cosas. Por una parte, la instalación del pensamiento frommiano en un «humanismo marxista» (aunque esta misma noción desencadene polémica) (Cfr. Marx y su concepto de hombre. Trad. J. Campos. E. C. E., México, 1978). Por otra, el carácter ilustrado de Fromm. Recupera las ideas que alimentan la filosofía liberal «burguesa»: la primordialidad del individuo, e desarrollo de su libertad positiva (individualidad y autonomía). En este sentido, se observa un emparentamiento con el viejo Horkheimer añorante de la Razón «sustantiva» u «objetiva» de la tradición ilustrada.

 

Parece obvio que pueden presentarse como fines irreconciliables el propósito de asegurar el fluido funcionamiento de la sociedad y el de promover el desarrollo pleno del individuo. Esta separación permite la adecuada referencia a una «patología de la normalidad», ya que, efectivamente, si diferenciamos los dos sentidos de la «salud», es posible que la persona considerada «sana» desde el punto de vista de la adaptación, sea absolutamente «enferma» si se la juzga según la escala de valores humanos; y, en este sentido, una sociedad en conjunto es considerada «enferma», según un criterio humanista, cuando sus miembros ven frustrada la actualización de todas sus potencialidades y su consiguiente felicidad.

La utilización, por parte del humanismo normativo frommiano, de semejante criterio para determinar la salud o enfermedad de una sociedad concreta, implica el abierto repudio de toda forma de relativismo sociológico, pues presupone la existencia de «criterios universales de salud mental válidos para la especie humana como tal y por los cuales puede juzgarse el estado de salud de cualquier sociedad» 6. Y dicha presuposición descansa en la afirmación de una naturaleza humana con una necesidad primaria: la de autorrealización; de tal modo que «salud» y «enfermedad» se definen expresamente en función de ella, de la solución satisfactoria al problema de la existencia. Así el hombre sano es aquel que «llega a la plena madurez de acuerdo con las características y leyes de la naturaleza humana; el desequilibrio o la enfermedad mental consisten en no haber tenido ese desenvolvimiento»7. Todo ello parece indicar que si una sociedad no contribuye al desarrollo pleno del hombre debe ser considerada una sociedad enferma, y sólo en el caso en que genere las condiciones para su óptima expansión, será sana; es decir, una sociedad sana es la que responde positivamente a las necesidades del hombre, pero «no precisamente a lo que él cree que son sus necesidades, porque hasta los objetivos más patológicos pueden ser sentidos subjetivamente como lo que más necesita el individuo, sino a lo que objetivamente son sus necesidades, tal como pueden descubrirse mediante el estudio del hombre»8.

Pues bien, si el concepto de «salud mental» es un concepto objetivo, al que se llega tras el examen de la «situación humana» y de las necesidades que de ella nacen, evidentemente la salud de una sociedad deberá concebirse no en calidad de la adaptación del individuo a la sociedad, sino de la adaptación de la sociedad a las necesidades individuales.

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5 M. L., pág. 143.

6 P. S., pág. 18.

7 L. c., pág. 20.

8 L. c., pág. 25. Cfr., PS., págs. 295-300.

 

Por tanto, una sociedad «enferma» es, en definitiva, una sociedad que cumple una función represiva, una sociedad que, en aras de la adaptación, se constituye en obstáculo para el auténtico desarrollo individual. El mecanismo de que se sirve para desempeñarla es la formación de una orientación de carácter adecuada a sus peculiares necesidades, la cual, en cuanto fuerza dinámica de toda actividad humana, marca los límites y las formas de autorrealización personal. En este sentido, el carácter sería el efecto subjetivo de la represión. Pero veamos esto con más detenimiento.

 

  1. MANIFESTACIÓN SUBJETIVA DE LA REPRESIÓN: EL CARACTER SOCIAL
  2. La síntesis freudomarxista

Tanto la noción de «carácter social» como la de «estructura libidinal», en cuanto expresión esta última del primer intento de elaboración de dicho concepto, suponen la consolidación de la síntesis freudomarxista que caracteriza el pensamiento de Fromm 10. Llevado de su afán integrador, recurre al padre del Psicoanálisis, de quien extrae información acerca de la forma en que se realiza la represión y del lugar donde se esconde lo reprimido. Pero también acude a Marx para saber quién es el responsable, en último término, del ser de la conciencia (la instancia represiva). En efecto, su psicología social analítica pretende conjugar, en una síntesis dialéctica, la teoría freudiana dinámica del carácter y la teoría marxista sobre el sesgo determinista de la sociedad en la formación de la conciencia. Según esta opinión, el psicoanálisis y el materialismo histórico eran interpretaciones parciales: la primera, excesivamente psicológica; la segunda, extremadamente sociológica, pero susceptibles, no obstante, de mutua complementación, contribuyendo, así, su conjunción a una mejor explicación del hombre y su relación con la sociedad.

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9 Debe realizarse una pertinente separación dentro del carácter entre el carácter individual y el social, aunque nos centremos en este último por razones teóricas que después expondremos. Ambos constituyen los rasgos que distinguen a los individuos aislados entre sí, en un caso, ya los pertenecientes a un grupo social que comparten idénticas condiciones objetivas básicas en otro; sin embargo, es fácil atisbar que no se agota el primero en el segundo. Y así se dice que estas diferencias «se deben» en parte, a las diferencias con la personalidad de los padres ya las diferencias psíquicas y materiales del ambiente social específico en el cual se desarrolla el niño» (E. P. pág. 74). No obstante, si la familia (como medio de transmisión del carácter) es la «agencia psíquica de la sociedad», en el proceso de internalización de los rasgos de carácter presentes en los padres, el niño internaliza, al mismo tiempo, los rasgos caracterológicos del grupo social en el que se inserta. De este modo, se observa que sus relaciones son también muy estrechas.

10 Cfr. Método y Función, pág. 166. La primera obra donde expone la noción de “estructura libidinal” es El dogma de Cristo. Trad, O. Steenks. Ed. Paidós, Barcelona, 1984.

 

Se precisa, entonces, de un lado, una ampliación sociológica del psicoanálisis, ampliación en germen en la elaboración freudiana. Y es que, para Fromm, el método psicoanálitico puede ser aplicado correctamente a los fenómenos sociales, es decir, al descubrirse que las pulsiones eran «la fuerza motriz de la conducta humana, y en cuanto se vio que el inconsciente es la fuente de las ideologías y de los esquemas de conducta del hombre, era inevitable que los autores analíticos intentaran pasar del problema del individuo al de la sociedad, de la psicología individual a la social. Debían tratar de emplear las técnicas del psicoanálisis para descubrir las fuentes ocultas de las pautas de conducta evidentemente irracionales de la vida social, y descubrirlas en la religión, las costumbres, la política y la educación» 11. Sin embargo, tal tarea no se efectuó con éxito, y Fromm la reclama para sí mismo: él dará el «salto atrevido» de lo individual a lo social 12.

Pero se exige, asimismo, por otra parte, una ampliación psicológica del materialismo histórico, ya que su deficiencia estriba en el olvido del factor humano. Sus presuposiciones psicológicas son tan escasas que Fromm se atreve a enunciarías resumidamente en tres puntos: «los hombres hacen su propia historia; las necesidades motivan las acciones y los sentimientos de los hombres (hambre y amor); estas necesidades aumentan en el curso del desarrollo histórico, con lo cual estimulan una creciente actividad económica» 13. Esta limitación acarrea graves consecuencias explicativas 14, por lo que está necesitado de una teoría psicológica dinámica que dé razón de los hechos que se toman inexplicables, de no recurrir a ella. Así pues, la preocupante forma irracional de adaptación del hombre, que lo destina a la propia destrucción, sólo es comprendida recurriendo a la existencia de una base psicológica operante; en términos frommianos, el carácter social, esto es, el conjunto de necesidades, tendencias y rasgos psíquicos que cumplen una clara función social: perpetuar el sistema represivo.

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11 Método y Función, pág. 171.

12 Acerca del «salto atrevido» remitimos a la obra de Menéndez Ureña, E., Lo Teoría de la Sociedad de Freud, Represión y liberación. Ed. Tecnos, Madrid, 1977, pág. 77.

13 Método y Función, pág. 185. Asimismo, en Lo aplicación del Psicoanálisis, pág. 20 y en La contribución de Marx al conocimiento del hombre, en «La crisis del Psicoanálisis». Trad. F. Maza. Paidós, Barcelona, 1984.

14 Esas consecuencias a las que Fromm se refiere, fruto de la subestimación de la complejidad de las pasiones humanas, son presentadas del siguiente modo: en primer lugar, el olvido del factor moral: «Precisamente porque suponía que la bondad del hombre se reafirmaría automáticamente cuando se hubieran realizado los cambios económicos, no vio que gentes que no habían sufrido un cambio moral en su vida anterior no podían dar vida a una sociedad mejor. No prestó atención, por lo menos explícitamente, a la necesidad de una orientación moral nueva, sin la cual vendrían a ser inútiles todos los posibles cambios políticos y económicos». El segundo error del materialismo histórico fue no tener en cuenta la posibilidad de una «nueva barbarie en la forma del autoritarismo comunista y fascista, y de guerras de una destructividad inaudita». Unido a él aparece el equivocado pronóstico de la realización del socialismo: «la idea de Marx de que la socialización de los medios de producción no sólo era condición necesaria, sino condición suficiente, para la transformación de la sociedad capitalista en una comunidad socialista cooperativa» (P. S., pág. 220). Y así, «La famosa frase del final del Manifiesto Comunista, según la cual los trabajadores «no tienen nada que perder sino sus cadenas» contiene un error psicológico profundo. Además de sus cadenas, también tienen que perder todas esas necesidades y satisfacciones irracionales que nacieron mientras llevaban cadenas» (P. S., pág. 219).

 

Por consiguiente, superando la unilateralidad de ambos análisis, nuestro autor retoma del psicoanálisis la concepción dinámica de la estructura de carácter, que se define como una fuerza inconsciente determinante de toda actividad del hombre (intelectual, afectiva y práctica), y que «representa una forma panicular en la que la energía humana está encauzada en el proceso de vivir» 15. Así no sólo la conducta, sino los sentimientos y el pensamiento manifiestos dependen de la manera de encauzarse dicha energía: de los rasgos caracterológicos que se constituyen en fuerzas subyacentes, fundamento explicativo de aquellos, en cuanto determinantes suyos. Sin embargo, se distancia de él en lo que respecta a su formación. Freud creyó prejuiciosamente, por influencia del materialismo del XIX, que el origen de la energía, de cuyo modo de organización depende la adquisición del carácter, era la libido, y dilucida la variedad de rasgos como «sublimaciones» o «formaciones» reactivas de la pulsión sexual 16. Por su parte, Fromm no acepta esta interpretación acerca de la génesis de la energía que conforma el carácter: su fuente no puede concentrarse en la libido (entidad sustancial), sino que debe hacerlo en las distintas formas de relación del hombre con la naturaleza, con los semejantes y consigo mismo. No es, pues, el carácter la expresión de las formas de organización de la libido, sino de los modos de relación social en el sentido marxista, es decir, «los modos de producción que, a su vez, determinan los modos de satisfacer las necesidades existenciales y los tipos de relaciones interpersonales» 17.

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15 E. P., pág. 70. A propósito hay que señalar dos cosas: 1. Esta concepción dinámica se opone a una puramente descriptiva, representada por el conductismo, para él que el «carácter» equivale al patrón de conducta dada. Cfr. E. P., págs. 67-8; P 5., pág. 71. 2. La idea misma de «estructura», aplicada al carácter, la extrae también de Freud, según la cual el carácter no es un simple rasgo, sino una figura que resulta de una organización de todos los rasgos que la componen: es una «orientación de carácter» como Fromm la llama. Cfr., E. P. pág. 298.

16 Sobre la interpretación del Psicoanálisis como teoría acrítica de los presupuestos teóricos de su época (materialismo burgués, positivismo, mecanicismo), así como de los prejuicios ideológicos sobre la homosexualidad o el papel de la mujer (polemiza con J. Stuart Mill sobre la liberación del sexo femenino), la familia y otros, hay alusiones en casi todas sus obras, pero dos son específicas del tema: Grandeza y limitaciones del pensamiento de Freud. Trad. Martí Mur. Ed. s. XXI, México, 1979, y La misión de Sigmund Freud. Su personalidad e influencia. Trad. F. M. Torner. Ed. F. C. E., México, 1980.

17 Moreno, F.: Hombre y Sociedad en el pensamiento de Fromm. F.C. E., Madrid, 1981, pág. 298.

 

1.2. Génesis

Si, de acuerdo con lo visto, el carácter «es la forma específica impresa a la energía humana por la adaptación dinámica de las necesidades de los hombres a los modos de existencia peculiares en una sociedad determinada» 18, resulta que «carácter social» y «adaptación dinámica» son conceptos interdependientes.

En la Formación del carácter median, por una parte, una naturaleza humana básica con unas necesidades y leyes permanentes, y, por otra, una realidad socioeconómica, también con unas necesidades propias, que se interrelacionan persiguiendo un fin: la adaptación de la primera a la segunda. En este proceso de adaptación dinámica, de interacción mutua entre naturaleza y sociedad, la energía psíquica se canaliza a través de dos procesos (de asimilación y socialización), dando lugar a unos rasgos de carácter relativamente fijos e inconscientes, al tiempo que, en virtud de la dinamicidad del proceso de adaptación, los rasgos de carácter, ya configurados, intervienen moldeando de nuevo la estructura social de la que son subsidiarios. Es decir, entre los dos polos del proceso de adaptación dinámica: naturaleza y realidad, se establece una relación dialéctica, de tal modo que si bien es esta última la que canaliza la energía psíquica y conforma el carácter, éste, a su vez, influye dinámicamente sobre la realidad social, ya modificándola, ya consolidándola, según el caso.

Son, pues, las formas de producción y la estructura social resultante de ellas, los factores de la formación del carácter social 19, el cual, una vez constituido, se convierte también en una fuerza operante de la llamada superestructura ideológica, a través de la que influirá en el proceso social. Pero veamos cómo es ello posible: la estructura socioeconomica de un sistema concreto modela a los individuos pertenecientes a él, generando una determinada estructura caracterológica; por su parte, ésta es responsable, como raíz determinante, del sistema ideológico de esa sociedad, quien, a su vez, en un proceso de feed-back influye sobre el carácter y sobre la propia base socioeconómica de la que ha emergido. En palabras de Fromm diremos: el carácter social «surge de la adaptación dinámica de la naturaleza humana a la estructura social. Los cambios en las condiciones sociales originan cambios en el carácter social, es decir, dan lugar a nuevas necesidades, nuevas angustias. Estas originan nuevas ideas, o por decido así, hacen a los hombres susceptibles de ser afectados por ellas; a su vez, estas ideas tienden a estabilizar e intensificar el nuevo carácter social y a determinar las acciones humanas. En otras palabras, las condiciones sociales ejercen influencias sobre los fenómenos ideológicos a través del carácter; éste, por su parte, no es el resultado de una adaptación pasiva a las condiciones sociales, sino de una adaptación dinámica que se realiza sobre la base de elementos biológicamente inherentes a la naturaleza humana o adquiridos como resultado de la evolución histórica» 20.

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18 M. L., pág. 264.

19 P.S., pág. 71.

 

En suma, es menester resaltar varias ideas a propósito de este análisis. En primer lugar, que hay que considerar como factores de formación del carácter social, no sólo los socioeconómicos, sino también los ideológicos, en cuanto que éstos contribuyen a su asentamiento y consolidación. Y en segundo, que Fromm, por medio de esta noción supera una deficiencia teórica del marxismo ortodoxo: explica cómo la base material y estructural de la sociedad se metamorfosea, a través del individuo, en una superestructura ideológica. El carácter da razón de este proceso porque es el factor intermediario entre la infraestructura y la superestructura: el nexo entre ellas. «A menudo se ha interpretado a Marx como si éste hubiera dicho que la superestructura ideológica no era nada más que el reflejo de la base económica. Esta interpretación no era correcta; pero lo cierto es que la teoría de Marx no explicó suficientemente la naturaleza de la relación entre base y superestructura. Una teoría psicológica dinámica puede demostrar que la sociedad produce el carácter social, y que el carácter social tiende a producir ideas e ideologías que se adaptan a él y que lo nutren, y a aferrarse a ellas» 21. En definitiva, diremos que se establece una relación dialéctica entre la infraestructura y la superestructura, en verdad tenido en cuenta por el materialismo histórico, pero al que viene ahora el psicoanálisis humanista a completan facilitándole el puente que salva la distancia entre ellos y explica su interrelación: el carácter social. El esquema siguiente, realizado por nuestro autor, lo expresa claramente:

 

   BASE ECONOMICA  

     CARACTER SOCIAL

   IDEAS E IDEALES 22  

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20 M. L., pág. 282.

21 La aplicación del Psicoanálisis, pág. 27.

22 L. c., pág. 28.

 

«El psicoanálisis puede mostrar que las ideologías del hombre son producto de ciertos deseos, impulsos instintivos, intereses y necesidades, que por sí mismos, en gran medida, encuentran expresión como racionalizaciones, es decir, como ideologías… la psicología social analítica puede describir de forma empírica el proceso de producción de ideología, de interacción de los factores «naturales» y sociales. Por lo tanto, el psicoanálisis puede mostrar cómo la situación económica se convierte en ideología por la vía de los impulsos del hombre» (Método y Función, pág. 191).

 

1.3. Funciones

Las funciones del carácter son dos, estrechamente vinculadas: por una parte, lo que Fromm llama función social o función objetiva, consistente en «moldear y canalizar la energía humana dentro de una sociedad determinada a fin de que pueda seguir funcionando aquella sociedad»23. La única manera en que ello es posible, esto es, el único modo de que los individuos que viven en una sociedad cumplan tajantemente las exigencias que les impone, es imprimir dichas exigencias en unas estructuras psíquicas relativamente fijas que, al ser expresión de su internalización, enfoquen la energía humana hacia las tareas requeridas por ella. La ausencia de conflicto no sólo será prueba de la mencionada función social, sino asimismo de una función psíquica o subjetiva que se reseña en este momento. A propósito de la función social del carácter se ha dicho que éste contribuye al óptimo funcionamiento de la sociedad, en virtud de que los rasgos psíquicos son fruto de la adaptación del grupo a las condiciones sociales; ahora, en relación con la función psíquica, decimos que la internalización de los dictados sociales posibilita, no sólo el que la actividad del individuo contribuya al óptimo funcionamiento, es decir, que actúe conforme al deber dictado por la realidad social, sino que además ese deber coincida con los deseos del individuo, con su querer, y encuentre, por tanto, placer en su ejecución: «Resumiendo: la función subjetiva del carácter para una persona normal es la de conducirlo a obrar de conformidad con lo que le es necesario desde un punto de vista práctico y también a experimentar una satisfacción psicológica derivada de su actividad»24. Dicho de otro modo, al adaptarse a la realidad social e internalizar sus demandas, el hombre desarrolla unos rasgos de carácter que «le hacen experimentar el deseo de obrar justamente de ese modo en que debe hacerlo»25, y, en este sentido, se convierten en una fuente de satisfacción psíquica.

Una vez presentadas las funciones del carácter social, es fácil concluir que es un eficiente elemento estabilizador, si bien puede trocarse en su contrario: en un factor de perturbación social. Ello acontece cuando las condiciones socioeconómicas cambian y los rasgos de carácter no corresponden ya a las exigencias sociales, esto es, cuando dejan de cumplir sus funciones, objetiva y subjetiva: si las condiciones objetivas se alteran y dejan rezagada la estructura de carácter tradicional, haciéndola inútil para su mantenimiento, se transmuta en elemento de conflicto 26.

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23 P.S., pág. 72.

24 M. L., pág. 168.

25 L. c., pág. 269.

26 Cfr. P.S., pág. 73.

 

I.2 Clasificación de los tipos de carácter

Introducimos una clasificación de las orientaciones caracterológicas, en virtud de la forma de canalizar la energía psíquica en el proceso de adaptación a la realidad (asimilación/socialización), es decir, del modo de satisfacer las necesidades existenciales y, en definitiva, de resolver el problema existencial humano. Estas soluciones son de dos tipos: productivas e improductivas. Son improductivas si constituyen soluciones negativas, regresivas o, también llamadas, ilusorias e irracionales, en cuanto significan una ruptura del proceso de individuación o desarrollo humano; y, al contrario, son productivas si consisten en una respuesta positiva, progresiva o real al problema del hombre.

 

Ya enunciamos, sin detenernos en su estudio, las necesidades existenciales humanas. Tampoco queremos ahora centrarnos en el análisis de sus soluciones; nos llevaría demasiado lejos; sin embargo, interesa resaltar, para nuestro cometido, algunas de las conclusiones que se deducen de la presente clasificación.

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27 En E. P., pág. 125. Fromm presenta una clasificación similar, y en ella también realiza una descripción minuciosa de los distintos rasgos de carácter (págs. 75-130). Asimismo, en P.S., págs. 71-223 estudia el tipo de carácter adecuado al capitalismo desde sus orígenes hasta su desarrollo en nuestros días, centrándose, sobre todo, en el análisis del carácter que corresponde a esta última fase histórica, así como en M. L. lo emprendió en el periodo que va desde el inicio de la modernidad hasta ese momento. Pero aquí no se tratará esta clasificación ni se juzgará su legitimidad o arbitrariedad (para ello ver Caparrós, A., El carácter social según E. Fromm. Estudio crítico de su obra, ed. Sígueme, Salamanca, 1975, Pág. 292). Sólo la hemos querido introducir para cerrar el tema del carácter social y para servirnos de los conceptos de «productividad» e «improductividad» en la relación que mantienen con el problema de la función represiva de la sociedad.

 

En primer lugar, para Fromm es la forma productiva de relacionarse con el mundo natural y social (actitud vital o modo de ser), manifiesta en el amor, trabajo y pensamiento productivos, la única que posibilita la solución satisfactoria de todas las necesidades existenciales. Pero además, todas las soluciones (primarias o secundarias) se presentan como alternativas (espontáneas o represivas) arraigadas en la naturaleza misma del hombre. Y, por último, y fundamental, serán los modos de relación social los que potencien el desarrollo de un tipo u otro de solución, productiva o improductiva, propiciando o reprimiendo, respectivamente, el desarrollo espontáneo (primario) del hombre.

En el siguiente cuadro recogemos las notas definitorias de la actividad productiva e improductiva y las identificaciones que con otros conceptos se efectúan a lo largo de su obra, con el fin de lograr una mayor comprensión de la reflexión que a continuación exponemos.

 

No podemos acabar este tema sin plasmar una observación que se nos antoja importante en la valoración del pensamiento frommiano. En el análisis positivo de la orientación productiva de carácter se esboza un tipo de hombre ideal: el hombre arquetípico, plenamente desarrollado, en relación armónica con el mundo, a cuyo logro se dirigen todos los esfuerzos humanos. Es el sujeto que responde a la pregunta por el sentido de la existencia humana y de la Historia, antes cifrado en Dios: hoy él es el portador de todas las esperanzas de salvación en cuanto protagonista activo de su futuro; en él está puesta la fe en la realización intrahistórica del reino escatológico.

Desde este punto de vista, cabe decir que la reflexión frommiana se desenvuelve en tomo a la cuestión del sentido, y, desde un humanismo radical, transforma el lenguaje «divino» en «humano»: pone la clave del sentido en el hombre mismo. Esto es, ante el peligro de deshumanización del hombre, de pérdida de guías orientadoras, el discurso de Fromm es voz de alarma que dama por el renacimiento de la experiencia que anida detrás del concepto «Dios» y que, en lenguaje no teísta, resume la palabra «humanismo» 28. El propósito es recuperar el mensaje profético, lo cual significa acabar con la «idolatría», siempre represiva: superar la experiencia alienada de los propios poderes, retomar la esencia proyectada en lo otro; en una palabra: llegar a ser Dios 29. Pero este hombre-dios, meta ideal de la vida humana que encarna los valores de la humanidad, no es otro que el hombre productivo por él caracterizado.

Sin duda que la posibilidad de realización intrahistórica de este ideal no es planteada por Fromm, y, sin embargo, ello no quiere decir que, al formular metas tan elevadas, la labor de su sistema se limite a ser una apología del hombre productivo, sin preocuparse por la irracionalidad y sufrimiento del hombre real, concreto e histórico. Es decir, el que haya postulado o hipostatizado este hombre arquetipo que suplanta en el trono a la vieja imagen de Dios, como garante del sentido de la existencia del hombre, no significa que Fromm duda el problema de las contradicciones históricas y la tarea emancipatoria. Al contrario, la exposición y defensa del ideal de vida productivo pretende la crítica y transformación de un tipo de sociedad y cultura «tecnificada» («civilización superindustrializada») muy concreta: la nuestra.

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28 Esta experiencia del sentido, propia de sistemas religiosos y filosóficos humanistas, y no necesariamente teístas, es específicamente humana, de tal modo que su extinción es señal de deshumanización: «Este parece ser el problema central del hombre del siglo XX. Corre el peligro de convertirse en una cosa, de alienarse más y más, de perder de vista los problemas reales de la existencia humana y de perder el interés en las respuestas a esos problemas. Sí el hombre continua en esa dirección, morirá él mismo, y el problema de Dios, como concepto o como símbolo poético del más alto valor, dejará de ser un problema» (Dioses, pág. 197).

 

Este es el momento de resolver la siguiente cuestión: ¿es inevitable la improductividad o puede recorrerse el camino hacia la libertad positiva, hacia la realización de la individualidad? Esta pregunta remite al problema de la conciliación naturaleza-sociedad, felicidad individual-sociabilidad. Polemizando con su maestro, para quien el señalado antagonismo es insuperable, en tanto que consustancial a esa relación, en virtud de la definición de ambas realidades, Fromm, acercándose al marxismo, considera que se trata de una simple contradicción de rango histórico y, por ende, superable en un momento dado. Y si la represión es, entonces, un hecho accidental, temporal, «hija de las condiciones que no son ni “naturales” ni universales, sino circunstanciales, explicables y superables»30 es posible, pues, la des-represión. Puede y debe, por tanto, inaugurarse una empresa liberadora, superadora de aquellas contradicciones históricas que impiden represivamente el desarrollo productivo de la humanidad.

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29 Dioses, pág. 43.

30 Moreno, F., o.c., pág. 84.

 

  1. SOBRE LAS CONDICIONES NECESARIAS PARA UNA TRANSFORMACIÓN PRODUCTIVA DEL HOMBRE Y DE LA SOCIEDAD

 II.1. Insatisfacción del hombre ante su situación vital. El sufrimiento

 Una primera condición transformadora es la presencia en el hombre de un sentimiento de insatisfacción ante su peculiar forma de vida: la sensación de fracaso existencial, que proporciona dolor y sufrimiento. La insatisfacción, unida siempre al sufrimiento, es expresión de un fondo de infelicidad, y reveladora de la persistencia en el individuo reprimido de unas potencias que demandan su realización productiva. Es decir, su frustración, en cuanto disfunción, es la causante de ese sentimiento que impulsa la búsqueda de otros modos de vida más acordes con las exigencias humanas.

Por tanto, la insatisfacción y el sufrimiento consiguiente poseen una fundamentación antropológica: descansan sobre la existencia en el hombre de una naturaleza potencial teleológicamente orientada hacia su autodesarrollo productivo. Un sentimiento tal es crucial como condición emancipatoria puesto que es la garantía de que el hombre, en sentido estricto, no ha «muerto» del todo, no se ha anulado como tal y cosificado, esto es, de que una parte de sí inhibida reclama su despliegue, y de que es posible la liberación. Pero, además, la puesta en marcha de la transformación productiva deseada, sólo acontece tras experimentar una sensación de malestar ante lo dado. Así es: «La despersonalización, la vacuidad, la falta de sentido de la vida, la automatización del individuo dan como resultado una creciente insatisfacción y una necesidad de buscar una forma de vida más adecuada y normas que guíen al hombre hacia ese fin» 31. Y esta es justamente la situación que está viviendo el hombre de nuestros días: siente que su actividad y la de todas las fuerzas que lo rodean se dirigen hacia la anulación de sí mismo en contra de su propio interés, que no es otro que el desarrollo de su esencialidad: «Existe un número creciente de individuos para quienes todo lo que están haciendo les parece fútil. Siguen aún bajo el encanto de aquellos lemas que predican la fe en el paraíso secular del éxito y la simpatía. Pero la duda, condición fecunda de todo progreso, ha comenzado a asediarlos, poniéndolos así en disposición de inquirir cuál es su verdadero interés como seres humanos» 32.

El ejemplo cumbre del tipo de vida caracterizado por la insatisfacción y el fracaso existencial es la neurosis; enfermedad que puede definirse como si conflicto entre los deseos reprimidos y sepultados en el inconsciente que pujan por salir a la superficie, y la resistencia de las instancias coercitivas que evitan dicha salida. El resultado final de este juego de fuerzas contrarías es un «compromiso», en el que cada parte cede un poco en sus pretensiones a favor de la otra 33: el poder represivo deja aflorar a la conciencia lo soterrado, y ésta, a su vez, también cede al manifestarse simbólicamente en forma de síntomas. Así pues, el hombre mentalmente enfermo es una persona que sufre, que experimenta en sí mismo una lucha entre fuerzas antagónicas: por un lado, la tendencia innata a la productividad, a la salud, al desarrollo pleno, y, por otro, unas condiciones socioeconómicas y unos rasgos caracterológicos, producto de su presión, que lo inhiben. En suma: «Toda neurosis es el resultado de un conflicto entre los poderes congénitos del hombre y aquellas fuerzas que bloquean su desarrollo. Los síntomas neuróticos, al igual que los síntomas de un mal físico, son la expresión de la lucha que la parte sana de la personalidad sostiene contra las influencias invalidantes dirigidas contra su despliegue» 34.

A este respecto, el síntoma revela, de un lado, el fracaso existencial del que es expresión; de otro, la presencia de esa tendencia innata a la productividad que le hace experimentar ese sentimiento de frustración vital y le dispone a rebelarse contra sus opresores e intentar una transformación liberadora. Es el reflejo aún de la esperanza emancipatoria.

II.2. Recuperación de la conciencia de lo reprimido

La creación en el hombre de un tipo de carácter con una función social y psíquica, introduce el problema de la adopción de una falsa conciencia. La conciencia es el «hombre social», constituido a través de la intervención de los llamados filtros sociales, y contrasta, por tanto, con el «hombre total», que es «todo lo que el hombre puede potencialmente ser menos la parte sociogenéticamente moldeada y cristalizada por la sociedad» 35. El filtro social compuesto de lenguaje, lógica y prohibiciones es, pues, la barrera que marca la separación entre lo consciente y lo inconsciente, de acuerdo con las exigencias del orden socioeconómico. Esto significa que la experiencia no se reduce a la impuesta por un sistema categorial conformador de la conciencia (que, por el contrario, es una experiencia fraccionada) sino que va más allá de ella, más allá de la parte demarcada por filtro social 36.

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31 E. P., pág. 97: PS., pág. 227.

32 E. P., págs. 153-4.

33 Menéndez Ureña, E., o. c., pág. 37. La noción de «neurosis» es idéntica a la freudiana tal y como es interpretada por el citado estudioso del tema.

34 E. P., pág. 238.

 

Pues bien, la superación de esta experiencia fraccionada, la toma de conciencia de la auténtica realidad, así como el aprovechamiento al máximo de los poderes del hombre, es el objetivo de la terapia psicoanalítica, ahora retomada por el psicoanálisis humanista y para cuyo estudio sólo podemos servirnos de algunas de las conclusiones extraídas de sus reflexiones acerca de la teoría del carácter y de la enfermedad mental, concretamente de la neurosis. El fin de la psicoterapia es, pues, entrar en contacto con la parte excluida en las profundidades del inconsciente, pero desde el que actúa sobre el comportamiento del hombre. Esta toma de conciencia de lo reprimido, este darse cuenta, percatarse de la realidad anulada por la acción social, de la verdad velada, supone el inicio del camino de la curación, o, más bien, tales procesos coinciden: conocimiento de la realidad y curación están inseparablemente unidos. Así el lema de la terapia psicoanalítica «la verdad os hará libres» es asimilado por el psicoanálisis humanista 37. Y es que, efectivamente, el conocimiento de lo reprimido es un acto liberador: por medio de él, el hombre llega a percibirse a sí mismo como un ser con capacidad para autodirigirse y ofrecer una respuesta positiva, no regresiva, racional, humana, al problema existencial, conviniéndose en creador, dueño y señor de toda su actividad.

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35 Basabe Barcala, .1., Síntesis del pensamiento de E. Fromm. Ed. Nova Terra, Barcelona, 1974, pág. 169.

36 Un estudio a fondo sobre la naturaleza del inconsciente, su contenido y formas de acceso a la conciencia, en El lenguaje olvidado. Trad. Mario Cales. Hachette, Buenos Aires, 1972; Más allá de las cadenas de la ilusión. Ed. Herrera Hermanos, México, 1968; Conciencia y sociedad industrial, en «La sociedad industrial contemporánea». Trad. M. S. Prieto y J. Campos. Ed. s. XXI, México, 1977, y el examen de F. Moreno ya citado, para comprender la distinta formulación del inconsciente en Freud y Fromm.

37 Corazón, pág. 175.

 

El paralelismo entre el psicoanálisis freudiano y frommiano, en lo que al método y función de la terapia se refiere, es evidente. Así quiere hacerlo saber nuestro autor, y, para ello, subraya, tres puntos básicos de contacto entre las dos teorías. En primer lugar, coinciden en concebir la represión como un fenómeno contrario al desarrollo normal del hombre, como resultado de una relación conflictiva; en el caso de Freud, se coarta el curso evolutivo de las formas de organización de la libido; en el de Fromm, el desarrollo de una orientación productiva de carácter 38. En segundo lugar, también para ambos, la insatisfacción y el sufrimiento son efecto de la represión y condición de la curación. Y, en cuanto al proceso de concienciación que estamos tratando, los dos autores participan de la idea de que la conciencia de lo reprimido es una condición necesaria para que la tendencia a la salud comience a operar y a dar sus frutos.

En definitiva, el fin de la terapia, tanto del psicoanálisis ortodoxo como del humanista, es la emancipación del hombre de fuerzas que perturban la realización plena de la personalidad. Por su parte, Fromm radicaliza los objetivos del psicoanálisis y busca una transformación caracterial del sujeto hasta conseguir una determinada actitud ante la vida que lleva consigo un auténtico sentimiento de felicidad. Pretende, pues, una radical transformación del hombre: un cambio ético, y no sólo la desaparición de los síntomas 39. El psicoanálisis será, en este sentido, el método apropiado para transformar el carácter y el modo de vivir del hombre: para generar un estilo de vida productivo. Esta curación salvífica consistirá en la asunción de la parte disociada: en hacer formar parte del Yo lo que en ese momento es parte del Ello. Recuperar el Ello significa, según esto, ampliar el Yo: recobrar la capacidad de amor, trabajo y pensamiento productivo, lo cual, implica, a su vez, la superación de las barreras sociales. En suma, la expansión del Yo se logra ganando terreno al Ello y al Superego. Tales procesos evidentemente se complican, ya que para que la parte soterrada en el antro inconsciente se haga consciente, es preciso traspasar los filtros sociales determinantes de la conciencia, esto es, trascender lúcidamente los límites impuestos por la realidad mediante el ejercicio de la crítica de las ideologías 40.

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38 P. S., pág. 227.

39 Moreno, F., o. c., pág. 72. Para esta autora la transformación curativa pretendida por Fromm es más honda y profunda que la deseada por el fundador del Psicoanálisis: en ella se exige la modificación no sólo de una forma de comportamiento, sino de un modo de ser, de un estilo de vida arraigado en la estructura caracterial del sujeto. Sin duda, es también la opinión mantenida por el propio Fromm. No obstante, es discutible, porque ¿la curación psicoanalítica no afecta también al modo de ser más íntimo de la persona?

40 Al caracterizar Fromm el método curativo como un proceso de conscienciación, de asunción racional de lo reprimido, entronca con la tradición «racionalista» (así denominada por él), formada por autores como Spinoza, Freud o Marx. La razón es para Freud el instrumento devastador de las ilusiones alienantes, el medio destinado a la conquista y sometimiento progresivo del Ello. Es un ilustrado y comparte con sus representantes la fe apasionada en la razón, «la lucha por un mundo nuevo, verdaderamente ilustrado, libre y humano» (La misión de Sigmund Freud, o. c., pág. 18); el interés por vencer las fuerzas de la ignorancia, de la irracionalidad y superstición que cerraban el camino hacia la emancipación y progreso humano. También en Spinoza y Marx el fin de sus sistemas es la salvación ética y la liberación dc la opresión, respectivamente, mediante un proceso de conscienciación. Así, para el primero, «la tarea del hombre, su objetivo ético, es precisamente reducir la determinación y alcanzar el óptimo grado de libertad. El hombre puede hacerlo conocíendose a sí mismo, transformando las pasiones que lo ciegan y lo encadenan en acciones («afectos activos») que le permiten obrar de acuerdo con su verdadero interés humano (Corazón, pág. 172). Del mismo modo, la intención de Marx es la liberación de las cadenas que determinan la conducta del individuo, mediante su conocimiento: «Advierte que la irracionalidad del individuo es causada por la irracionalidad de la sociedad en que vive, y que esa irracionalidad es resultado de la falta de plan y de las contradicciones inherentes a la realidad económica y social. El objetivo de Marx, como el de Spinoza, es el hombre libre e independiente, más para conseguir esta libertad, el hombre tiene que reconocer las fuerzas que actúan a su espalda y lo determinan. La emancipación es el resultado del conocimiento y del esfuerzo» (L. c., pág. 174).

 

Lo que, en concreto, en este proceso de concienciación tiene lugar para Fromm es la recuperación de la conciencia humanista, representante del auténtico interés del hombre, el cual no puede ser otro, desde una perspectiva humanista, que el óptimo despliegue de sus capacidades. Así pues, recuperar la conciencia humanista equivale a retomar nuestro verdadero Yo, distinto del Yo social, el «guardián» que vela por nuestra plena y armónica evolución, por llegar a ser lo que realmente somos 41. Desde luego es, simultáneamente, un proceso de «autoliberación». Sólo el propio hombre es capaz, por medio de su esfuerzo personal, de volver a hacer suya esa parte de la personalidad acallada: exclusivamente él puede «salvarse a sí mismo». Es un cometido cuyo éxito o fracaso depende, pues, de su trabajo y conato emancipador, y, en consecuencia, considera Fromm que su realización es susceptible de valoración ética: «El hombre es responsable ante sí mismo de ganar o perder su vida. Únicamente si entiende la voz de la conciencia puede retornar a si mismo. Si no puede hacerlo, perecerá; nadie puede ayudarle, sino él» 42.

Además, recuperar la conciencia humanista supone asumir el único Superego válido, por cuanto es la traducción de los valores y normas éticas universales, antropológicamente fundamentadas, que constituyen la Ética humanista, cuyo único fin es, por ello, la realización del interés propio del hombre. Y si su admisión significa la internalización de valores y normas universales, implica, por consiguiente, la abolición de todo Superego histórico; la relativización de la conciencia autoritaria (heterónoma), establecida como medio legitimador de un orden social concreto 43.

Desde esta perspectiva, en efecto, el pensamiento de Fromm puede ser conceptuado como Racionalista, y enraizado en la tradición ilustrada (contra la opinión de algunos detractores de su obra (Torres, M., El irracionalismo en E. Fromm. Pax, México, 1960), fundamentalmente, en virtud de la caracterización de su reflexión como orientada hacia la destinción de la «falsa conciencia»: «La destrucción de ilusiones y el análisis de la conciencia —es decir, conciencia de la realidad de la cual el hombre no es consciente— son las condiciones para el cambio social (La contribución de Marx al conocimiento del hombre, en «La crisis del Psicoanálisis», Trad. F. Maza. Ed. Paidós, Buenos Aires/Barcelona, 1984, pág. 92).

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41 E. P., pág. 173. Cfr. L. c., págs. 172-187.

42 L. c., pág. 185.

43 Quizá sea en el tema de la Ética, donde la abstracción y ausencia de rigor terminológico, que inunda todo el discurso de Fromm, se haga más visible. Corre el peligro de «ontologizan» la conciencia y cae en «falacia naturalista». Pero esta última posible acusación, de riguroso corte positivista, ¿no viene a significar el final de toda reflexión ética? Desde una posición claramente antitética, nuestro autor pretende fundamentar una Ética en su teoría de la naturaleza humana una deducción racional de las normas y valores éticos universales que posibiliten el pleno desarrollo del hombre. Y, desde esta perspectiva, distingue entre dos tipos de Éticas, humanista y autoritaria, apoyándose en la diferencia existente entre una Ética universal (no identificable, sin embargo, con una Ética absoluta (E. P., págs. 255-263) y una Ética socialmente inmanente. Paralelamente, separa la Conciencia Humanista (autónoma) de la Conciencia Autoritaria (heterónoma), El objetivo de todo ello es salvarnos de las nefastas consecuencias del relativismo ético y devolver al hombre la confianza en la razón como guía orientadora para la acción, así como emprender la crítica de éticas ideológicas (represivas). El estudio de todo este problema puede encontrarse en E. P., págs. 2O-5O y 131-254.

 

Aunque, según hemos visto, sea exclusivamente el propio individuo el que tiene que realizar la tarea de (auto) liberación, puede ser «ayudado» en este proceso por lo que podría denominarse el «teórico crítico» 44. Se trata de un hombre que trasciende críticamente la realidad social en la que se mueve, que es capaz de un pensamiento desideologizado, que ha destruido la falsa conciencia que las contradicciones sociales imponen, y que mantiene, en consecuencia, un contacto espontáneo y auténtico, no mediado, con la realidad: una conciencia objetiva de lo que le rodea y de sí mismo. El punto de vista que adopta en todos los actos de su vida es el punto de vista de la humanidad, de la razón crítica y de los valores universales presentes en todos los hombres, y, desde esta posición universal, tiene un cometido que cumplir: avivar la conciencia de lo reprimido en el hombre alienado e impulsar la subversión de lo dado: «sustentar y fortalecer la voz de la conciencia humanista; reconocer aquello que es bueno o malo para el hombre, prescindiendo de si es beneficioso o nocivo para la sociedad en un período especial de su evolución. Podrá ser aquel «cuya voz dama en el desierto», pero solamente si esta voz se mantiene viva e inflexible, el desierto se transformará en tierra fértil» 45. El objetivo de su actividad critica es desenmascarar los valores sobre los que se funda la sociedad represiva, mostrar que es la raíz de la infelicidad y que es posible y necesaria su trascendencia; es, en suma, un objetivo emancipador. En este sentido, no debe ser un idealista ingenuo, sino que es menester que su labor sea la de un realista crítico que examine y tenga en cuenta las posibilidades reales de transformación de la realidad histórico- social improductiva.

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44 Fromm se refiere al papel de los intelectuales en la sociedad moderna. Es necesario distinguir entre lo que los intelectuales son y lo que deben ser. Desde un punto de vista normativo, la tarea de los intelectuales debe consistir en posibilitar, a través de su pensamiento crítico, una conscienciación del mal que aqueja a hombre. De todos modos, una vez más, este análisis raya con la abstracción. 45 E. P., págs. 262-3. Sobre la caracterización del «teórico crítico» sigue fielmente la efectuada por Horkheimer. 1. Para éste, su única actividad consiste en apresurar un desarrollo que conduzca a una sociedad más justa, mediante el análisis de la realidad presente. Y ello es posible, en virtud de la objetividad (distinta de la científica) y de la Verdad social que proclama y ampara la «teoría crítica». 2. Es el sujeto de la historia. Su tarea estriba en impulsar el futuro. Es el motor del progreso. 3. Es el hombre lúcido en medio de un «mundo semidormido», cuyo fin es destruir la falsa conciencia: reducir la discrepancia entre su comprensión de la realidad y la de la humanidad oprimida para la que piensa y lucha. (Cfr. Teoría tradicional y teoría crítica, en «Teoría crítica». Trad. E. Albizu y C. Luis. Amorrortu, Buenos Aires, págs. 223-271; págs. 243, 251, 252. Ahora bien, ¿es este «teórico crítico» o «pensador crítico-ético», el sujeto revolucionario? Es verdad que Fromm niega la existencia en el capitalismo avanzado de una fuerza social, en el sentido del marxismo clásico, capa, de subvenir la sociedad improductiva presente. Sin embargo, para referirse a él elabora un concepto «político-psicológico», ci de «carácter revolucionario». (Cf r. El carácter revolucionario, en «La condición humana actual». Trad. O. Steenks. Paidós, Buenos Aires, 1984, págs. 56-78). De él sólo diremos que se trata de un sujeto hipostasiado, no identificable ni con una clase ni con un partido. A propósito del sentido y consecuencia de la desaparición del sujeto revolucionario en las construcciones frankfurtianas, remitimos a la enriquecedora reflexión de la obra ya citada del profesor J. Muñoz (págs. 256-286), de la que extraemos estas palabras perfectamente aplicables a la caracterización frommiana del «teórico crítico», el cual no es otra cosa que un «militante del mensaje no escuchado. Y critico implacable de la sordera dominante y de todas y cada una de sus causas. Sustento y sustentador a un tiempo, por decirlo con una fórmula gráfica, de la utopía. De la nunca perdida consciencia anticipadora del Reino de la Razón. Y soporte a un tiempo, en la sustantividad de la Palabra, de ese humanismo metafísico que, haciendo justicia al «ser inherente a la esencia de la realidad humana» orienta la dimensión programática de la «teoría crítica» (págs. 289-90).

 

II.3. Recuperación de la fe racional en el hombre

Cabe señalar una tercera condición liberadora: la recuperación de la «fe racional» en las potencialidades humanas, en su actualización futura, entendiendo esa fe como un rasgo de carácter. Semejante propuesta emancipatoria revela la posición ilustrada de nuestro autor: su deseo de reconstruir la imagen del hombre del pensamiento ilustrado, hoy desvanecida. En efecto, la Ilustración elaboró una imagen del hombre en la que la fe era un rasgo de carácter; fe en la razón, tanto en su dimensión técnica (Verstand), como en su dimensión moral (Vernunft). Fe en la ciencia y en la técnica para alcanzar la felicidad material, y fe en la razón como guía capaz y suficiente para establecer juicios de valor sin necesidad de recurrir a la revelación o a cualquier otro tipo de autoridad (sapere aude!); y para dirigir la actividad del entendimiento: para marcar fines. Por su parte, el capitalismo moderno ha contribuido a crear un tipo de hombre para el que la fe en su capacidad para autodirigirse, en la autonomía de la razón, se ha perdido, rompiendo así las expectativas de la ilustración.

A propósito de esta inversión, Fromm afirma que el hombre occidental, imbuido del espíritu ilustrado, se distingue por su orgullo y optimismo: orgullo en la razón como instrumento para el dominio de la naturaleza; optimismo por el logro de las esperanzas más queridas de la humanidad, la obtención de la felicidad para el mayor número de individuos 46.

En verdad, el sentimiento de orgullo está justificado. El hombre ha conseguido un control exhaustivo de las fuerzas de la naturaleza, un progreso científico-técnico extraordinario: en virtud de su razón ha edificado un mundo material cuya realidad sobrepasa los sueños y las visiones de las utopías y los cuentos de hadas. Invirtió las energías físicas que habrían de permitir a la raza humana asegurar las condiciones materiales necesarias para una existencia digna y productiva, y, aunque muchas de sus metas no han sido alcanzadas, apenas cabe dudar de que pueden lograrse. Y en este sentido, «el problema de la producción —que fue el problema del siglo pasado— se ha resuelto en principio. Ahora, por primera vez en su historia, puede el hombre percibir que la idea de la unidad de la raza humana y la conquista de la naturaleza, en provecho del hombre, no es ya un sueño sino una posibilidad real. ¿No está, pues, justificado que el hombre tenga orgullo y confianza en sí mismo y en el futuro de la humanidad?» 47. Sin embargo, el éxito de este proceso, valorado desde una perspectiva humanista, es sólo aparente, o dicho de otro modo: el proceso de racionalización creciente (en el más claro sentido weberiano), tiene una doble vertiente, positiva y negativa. Según la positiva, el hombre, en la búsqueda de la verdad científica, dio con el conocimiento que podía utilizar para hacerse dueño de la naturaleza: se liberó de sus ataduras y amenazas; según la negativa, quedó preso y convertido en un medio al servicio de esa racionalidad: en objeto de esa misma potencia dominadora.

Dominó, haciendo uso del entendimiento calculístico (razón instrumental), su mundo, y, al hacerlo, este control sobre él perdió su auténtico sentido inicial, su fin: dejó de servir al hombre, a su despliegue y felicidad. Esta es la proyección del proceso (dialéctico) de la ilustración en nuestro tiempo, ante la que la pregunta por sus causas: «¿cómo llegó ci hombre, en la cúspide de su victoria sobre la naturaleza, a ser el prisionero de su propia creación y a estar en grave peligro de destruirse a si mismo?» 48, se contesta por la vía de la unilateralidad del desarrollo de la razón en su dimensión técnica, o del divorcio entre las dos formas de racionalidad (práctica e instrumental). Así pues, el sistema superindustrializado ha mutado al individuo en un autómata alienado, y, como tal, carente de razón, de la capacidad de conferir sentido, pero con un entendimiento grandioso apto para solventar todo tipo de problemas técnicos; de tal manera que, a pesar de todos sus conocimientos acerca de la naturaleza, permanece ignorante de los problemas fundamentales de la existencia humana: de que el hombre es, cómo debe vivir, y cómo liberar las tremendas energías que existen dentro de él y usarlas productivamente”49. En consecuencia, ante este fracaso en la consumación deseada del proceso de ilustración, bajo cuyos auspicios comenzó nuestro progreso económico y político, el mencionado optimismo se torna pesimismo.

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46 E. P., pág. 15.

47 L. c., págs. 15-6. Este lenguaje recuerda a algún pasaje de El malestar en la cultura, en el que viene a manifestarse que el progreso cultural ha llegado a deificar al hombre, y que, no obstante, este hombre-Dios, omnipotente y omnisapiente sigue sintiéndose infeliz (El malestar en la cultura. Trad. R. Rey Ardid. Ed. Alianza, Madrid/México, 1984, p. 31, 35). Aunque las diferencias entre las dos teorías de la Sociedad sean las existentes entre una concepción pesimista y otra optimista sobre el futuro emancipatorio, ambos autores, a pesar de las contradicciones, apuestan por el progreso cultural. De ahí sus caracteres ilustrados.

48 R. E., pág. 13. «Conforme ha ido creando nuevos y mejores medios para dominar la naturaleza se ha ido enredando en las mallas de los medios y ha perdido la visión del único fin que les da significado: el hombre mismo. Ha llegado a ser el amo de la naturaleza y al mismo tiempo se ha ido transformando en el esclavo de la máquina que construyó con su propia mano» (E. P., pág. 16).

 

Pues bien, la soberbia del entendimiento ha acarreado una depauperación de la razón que se traduce, desde un punto de vista psicológico, en esa falta de fe en los poderes y valores de la humanidad, y, desde un punto de vista cultural, en el relativismo ético y en el nihilismo. El peligro acechante es el viraje regresivo del hombre hacia una posición pre-ilustrada: al ser la fe un elemento intrínseco a la estructura de la vida 50, el hombre no puede desarrollarse sin ella, de forma que la ausencia de fe racional se ve reemplazada, hoy, por una «fe irracional» paralizante de la expansión de la individualidad. Fromm describe, así, al hombre actual como instalado ante una situación de encrucijada en la que está obligado a escoger entre dos únicas alternativas posibles: su desarrollo productivo o improductivo, la vida o la destrucción, la fe racional o irracional.

Es decir: «El problema decisivo para nuestra propia generación y la venidera consiste en si esta fe será una fe irracional en los líderes, en las máquinas y en el éxito, o la fe racional en el hombre basada en la experiencia de nuestra propia actividad productiva» 51. Ante este hecho, nuestro autor reclama la presencia de esta última como un elemento imprescindible para cometido emancipatorio: para recuperar e impulsar la realización de las metas que un día se creyeron posibles y de cuyo fracaso se nutre el presente, esto es, la creación de un mundo racional y humano para todos.

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49 E. P., pág. 16. Sobre esta fatal escisión interna de la racionalidad, sobre la disociación entre la razón tecnicocientífica, instrumental/formal/subjetiva, y la razón práctica/material/objetiva (sustantiva), que está en la base de la crítica a la «civilización superindustrializada» por parte de los máximos representantes frankfurtianos, y su clara correspondencia con la distinción weberiana entre Zweckrationalität (racionalidad mesológica) y Wertrationalität (racionalidad conforme a valores). Cf r. J, Muñoz. Inventario provisional (modernos, posmodernos, antimodernos), en «Revista de occidente» (1986, no. 66), págs. 5-22).

50 R. E., pág. 24. Estas afirmaciones las realiza Fromm a propósito de la «esperanza» pero son igualmente aplicables al fenómeno de la «fe» de la que se afirma también que es un elemento de la estructura vital.

51 E. P., pág. 227.

 

Como adelanta el texto anterior, la «fe racional» radica en una convicción fundada en nuestra experiencia intelectual y afectiva, y se contrapone a la «fe irracional», para cuya asunción la propia experiencia del individuo que la adopta se sustituye por la de una autoridad, personal o impersonal, con la que se establece una relación de sumisión 52. Y, como tal, es certidumbre en la realidad de la posibilidad. «Esta es la paradoja de la fe: ser la certidumbre de lo incierto. Certidumbre en cuanto visión y comprensión humanas, no en cuanto resultado final de la realidad. No se necesita, por ende, tener fe en aquello que puede predecirse científicamente ni en lo que es imposible. La fe se basa en nuestra experiencia de vivir y transformarnos»53.

Si la fe es el correlato de la vida del hombre, entendida como proyecto, esta «fe racional» se manifiesta en todas las esferas de su actividad: tanto en el proceso creativo, como en el ámbito de las relaciones humanas.

En el primer caso, la creación científica o artística depende de esta fe en distintos factores: fe en el proyecto creador, en los medios para alcanzarlo, y en las propias capacidades para llevarlo a cabo 54. Por lo que respecta a cualquier forma de relación humana, es imprescindible tener fe en aquel con el que me relaciono, lo cual significa estar seguro de su «Centro» de su estructura de carácter, del «núcleo» de su personalidad, es decir, de que sus actitudes fundamentales y sus motivaciones básicas permanecerán invariables: tener fe, en definitiva, en que su «Yo» permanece idéntico a través del paso del tiempo, a pesar de todos los cambios que se den en él. En el mismo sentido, para que estas relaciones sean posibles hay que tener fe también en la matriz de nuestra orientación básica hacia la vida. Pero la culminación de la fe en nosotros mismos y en los demás es la fe en la humanidad, y estriba, asimismo, en la convicción de que «las potencialidades del hombre son de tal número que, de contar con las condiciones apropiadas, será capaz de construir un orden social regido por los principios de la igualdad, la justicia y el amor» 55.

En definitiva, la fe racional caracterizada se sustenta en la experiencia del desarrollo de nuestras propias potencialidades, de su fuerza de actualización y, en una palabra, en la experiencia de la productividad.

Por consiguiente, como ocurre a propósito de todas las condiciones emancipatorias, se advierte la existencia de un círculo entre la «productividad» y la «fe racional» en los siguientes términos: para que tenga lugar, desde un contexto improductivo, el desarrollo productivo del hombre, es necesario que recupere la fe racional en sí mismo; pero, paradójicamente, este hecho, la recuperación de la fe racional, exige cierto grado de productividad. Pues bien, la solución a esta circularidad, aparentemente insalvable 56, está precisamente en la idea de la persistencia de un quantum de productividad en el hombre alienado, según la cual, puede, mediante su esfuerzo personal (ético), restablecer la fe racional impulsora de su auto-constitución plena como ser humano.

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52 Para esta definición, se apoya en la distinción entre «duda racional» e «irracional» L. c., págs. 216-7). Así enuncia: «Entiendo por fe irracional la creencia en una persona, idea o símbolo que no es el resultado de la propia experiencia, sino que se basa en la sumisión emotiva del individuo a una autoridad irracional» (L. c., pág. 218).

53 R. E. pág. 25.

54 Cfr. E. P., págs. 221-2.

55 E. P., pág. 224.

 

II.4. Recuperación de la esperanza

Al igual que la fe, la esperanza es un elemento liberador. Por ser concebidas como cualidades intrínsecas a la estructura de la vida, y dado que ésta se caracteriza por el crecimiento y desarrollo, por la tendencia a expansionarse y perseverar, ambas se dirigen, por su misma naturaleza, a trascender la realidad obstaculizante del despliegue individual 57. Se convierten, pues, en motores utópicos, si bien basados en la elucidación crítica y objetiva de una posibilidad real, no meramente lógica o abstracta, de transformar el sistema represivo. Esta supuesta vinculación entre «fe» y «esperanza» gravita en que esta última es una disposición anímica, que se traduce en un intenso «estar listo» para actuar (activeness) 58, que acompaña siempre a la fe, y, sin la cual, no podría mantenerse. Si el hombre poseedor de una fe racional es aquel que tiene la convicción, la certidumbre, de la realidad de la posibilidad, la creencia de lo que aún no se ha actualizado, pero existe en potencia en el presente, la esperanza será el estado de actividad preparatoria del futuro.

A pesar de las limitaciones que Fromm atribuye al lenguaje para expresar una disposición interna como resulta ser la esperanza 59, intenta dos formas de definición: una positiva, en la que, como se acaba de ver, se la describe por relación a la fe, y, otra negativa, que examinamos a continuación. La esperanza no debe confundirse con alguna especie de «pseudoesperanza», tal como la que alimenta el reformismo superficial, por un lado, y la revolución violenta, por otro, expresiones del conservadurismo de lo establecido y del pensamiento utópico abstracto, respectivamente. Es decir, no hay que identificarla con la «pasividad expectante» o la «espera pasiva», las cuales implican la renuncia a la actividad, a la puesta en marcha de las condiciones en favor de un mundo mejor. Son conceptos sinónimos de «resignación», «impotencia» y, en último término, de «desesperanza”, y asimilarlos a la esperanza significaría convertirla en un tipo de ideología. Por tanto, la actividad es a la esperanza lo que la pasividad a la desesperanza. Pero «disfraz» de la «desesperanza» no lo es tan sólo la reforma, sino, igualmente, la revolución violenta de lo que no puede violentarse porque no existen condiciones apropiadas para ello: «Ni el reformismo fatigado ni el aventurerismo falsamente radical son expresiones de esperanza. Tener esperanza significa, en cambio, estar presto en todo momento para lo que todavía no nace… Carece, así, de sentido esperar lo que ya existe o lo que no puede ser. Aquellos cuya esperanza es débil pugnan por la comodidad o por la violencia, mientras que aquellos cuya esperanza es fuerte ven y fomentan todos los signos de la nueva vida y están preparados en todo momento para ayudar al advenimiento de lo que se halla en condiciones de nacer» 60.

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56 Acerca de la presencia de círculos viciosos entre varios conceptos en el pensamiento de Fromm señalamos el establecido entre los términos «productividad»-«salud»-«felicidad», así como entre sus antónimos. La solución a ellos se plantea del modo indicado a propósito del existente entre la «fe racional» y la «productividad».

57 En este sentido, se explica que Fromm cite a E. Bloch y El principio Esperanza para, elogiando su labor, decir de él que ha «retornado más que ningún otro autor el principio profético de la esperanza en el pensamiento marxista» (R. E., pág. 30). Como él, piensa que la esperanza es una disposición constitutiva del ser humano. Entre ellos existen semejanzas claras. Asimismo, seria fructífero realizar un estudio comparado de la concepción del hombre y del pensamiento (ético-liberador) entre Spinoza y Fromm, del que éste, como se puede atisbar, recoge numerosas ideas.

58 R. E., pág. 23.

59 “¿Puede la esperanza ser descrita en palabras o únicamente puede ser comunicada en un poema o en una canción, en un ademán, en una expresión facial o en un acto? (…) Como sucede con todas las experiencias humanas, las palabras son insuficientes para describir la experiencia. De hecho, la mayor parte de las veces las palabras, por el contrario, la oscurecen, la despedazan y acaban por destruirla. (…) La poesía, la música y otras formas del arte son con mucho los medios más adecuados para describir la experiencia humana porque son precisos y evitan la abstracción y la vaguedad de las formas gastadas que se toman por representaciones dc dicha experiencia» (R. E., págs. 22-3).

60 L. c., pág. 21.

 

III. HACIA UNA SOCIEDAD NO-REPRESIVA: ENTRE LA REVOLUCIÓN Y LA REFORMA

En este momento del análisis se nos plantea una cuestión resumible en estos términos: ¿transformación ética y psicológica o transformación social? Si ante la obra de Fromm uno siempre está tentado a preguntarse por semejante alternativa, ello se debe a que a menudo la propuesta frommiana para conseguir la anhelada «productividad» parece ser una propuesta de índole exclusivamente ética. No obstante, de la insistencia en la reforma personal no se concluye que la solución al conflicto felicidad-sociabilidad se alcance solamente por medio de ella. Así es, y, aunque esta reforma sea imprescindible para el objetivo emancipatorio, el planteamiento frommiano no quiere ni puede quedar convertido en una «tabla de buenas intenciones» o de recetas político-morales 61; por el contrario, su análisis encierra un fundamentado llamamiento a la acción directa del sujeto en su entorno social más cercano; a la praxis social, en definitiva. Y es que, de acuerdo con la génesis y funciones atribuidas al carácter, transformación ética (caracterológica) y social son simultáneas: no es factible la una sin la otra.

Por consiguiente, debe entenderse la reflexión frommiana como un intento de fundamentación antropológica de la posibilidad y necesidad de una praxis, sin la cual, la transformación ética del individuo sería impensable: la creación de una sociedad «antropocéntrica» en la que el hombre, su autodesarrollo y felicidad (su productividad) sean los objetivos últimos de toda su actividad. A continuación examinaremos el medio adecuado para su consecución.

Oponiéndose a la visión pesimista freudiana, Fromm está convencido de que la conciliación o armonía del principio de placer y el principio de realidad puede realizarse en un tipo de sociedad nueva y racional; de que es posible crear un reformado «industrialismo humanista», cuyo objetivo sea la plenitud humana, y en el que la razón científico-técnica recupere la función liberadora que tuvo en sus orígenes; y, en definitiva, de que es viable la deseada sociedad humanizada, en la que la dicotomía entre necesidades, intereses y valores individuales y sociales no exista: una sociedad liberada «de la destrucción material, de la deshumanización y de la locura» 62. Ahora bien, ¿qué cauces o alternativas concretas son las idóneas para conseguir el equilibrio entre las exigencias del hombre y de la civilización robotizada, para generar las condiciones necesarias del advenimiento de una sociedad antropocéntrica? Fromm opta por la vía pacífica reformista, como el medio más eficaz y apropiado para el fin propuesto: la humanización de la sociedad tecnológica de hoy. Pero veamos entre qué alternativas.

El objetivo de la «revolución violenta», compartido por Fromm, es la aniquilación de las estructuras sustentadoras de la sociedad presente: el cambio completo de rumbo iniciado por la sociedad capitalista hacia un modo de vida radicalmente distinto del actual. En efecto, la crítica negativa de lo existente y la creación de una sociedad emancipada es el fin que el proyecto humanista pretende alcanzar; sin embargo, el método «revolucionario» para provocar la venida de la deseada sociedad «racional», cree Fromm, está abocado al fracaso absoluto. No es, pues, viable en el capitalismo avanzado que las revoluciones al estilo de la francesa o rusa tengan efectividad 63. Las razones de ello son, por una parte, la enorme complejidad del sistema actual, entre cuyas características destacan su poder integrador, su severa burocratización y su control extraordinario para abortar cualquier forma de rebelión 64; y, por otra, la ausencia de

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61 Cfr. Moreno, E., o. c.

62 R. E., pág. 147.

63 L. C., pág. 140.

64 «Una sociedad tan extremadamente compleja como es Estados Unidos, que descansa en un gran grupo de hábiles administradores y en una diestra burocracia administrativa, no podría funcionar a menos que individuos de igual habilidad tomaran el lugar de aquellos que manejan ahora la máquina industrial. Ni los estudiantes ni las masas negras ofrecen muchos hombres con tal capacidad. De aquí que una «revolución victoriosa» conduciría simplemente a la quiebra de la máquina industrial de Estados Unidos y a su propia derrota, incluso sin la intervención de las Fuerzas del Estado, que por lo demás, la aniquilarían» (R. E., pág. 141). Fromm, pues, adopta el análisis que de este fenómeno realiza Thorstein Veblen y de su obra The Engineers and the Price Sistem [sic]toma la siguiente idea: “Para que tenga lugar y se sostenga, siquiera por un momento, todo movimiento de revuelta debe asegurarse de antemano de dirigirse de forma suficientemente productiva y de distribuir de manera competente los bienes y servicios de toda la comunidad. De otro modo, bajo las presentes condiciones industriales, no se puede lograr más que un trastorno efímero y un estadio transitorio de agudas penalidades» (R. E., págs. 142).

 

un sujeto revolucionario, de un grupo que, por su peculiar posición en el sistema de producción, se constituya en una fuerza del cambio emancipatorio. No existe una masa base para efectuar la revolución 65. Ya hace tiempo que no puede nombrarse a la clase trabajadora como sujeto del cambio; el sistema tecnológico de nuestros días es esencialmente diferente al sistema industrial de principios de siglo, y en él ha sufrido alteraciones importantes que la relegan del puesto de sujeto revolucionario. Por un lado, se ha integrado en el sistema: su nivel de vida ha mejorado ostensiblemente en comparación con el proletariado en el que tenía puestas sus esperanzas emancipatorias Marx; además, la sociedad de consumo posee la capacidad de alienar a todas las clases sociales, no sólo a la trabajadora; y, por último, ella ya no carga en sus hombros el peso de la producción, esto es, ha perdido su lugar central y predominante dentro de él: «con el incremento de la cibernetización, son los científicos y los técnicos quienes forman ahora la clase de la que depende el destino de la producción y, por tanto, de la sociedad» 66. Por último, Fromm radicaliza la cuestión y llega incluso a afirmar que en el supuesto caso de que la revolución violenta fuese viable, hecho totalmente improbable, según acabamos de ver, generada una serie de consecuencias desastrosas para la humanidad entera; males mayores a los existentes en el presente. Una revolución, en un mundo como el nuestro, ocasionada una contrarrevolución, cuyos efectos entorpecerían aún más el desarrollo del hombre: significada un gran paso atrás en el proceso de liberación: «nos conducida hacia la quiebra de todo el sistema y traería como resultado alguna forma de dictadura militar o de fascismo» 67. En suma, para Fromm nunca puede ser éste un buen método para suprimir la inhumanidad, aunque esa violencia cristalizase en un grupo de presión; y desenmascara esta posición como reveladora de un «nihilismo desesperanzado», apelativo dirigido, a menudo, contra la actitud revolucionaria de Marcuse 68.

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65 R.E., págs. 140-1.

66L. c., pág. 144.

67R.E., pág. 99.

68 La dura polémica que mantienen Fromm y Marcuse gira en torno a la interpretación del pensamiento freudiano: el primero, realiza una visión revisionista de algunos de sus conceptos básicos, desde un humanismo dialéctico (Corazón, pág. 9), mientras que Marcuse se profundiza y radicaliza las nociones fundamentales del psicoanálisis, con el fin de depurarlo de la injusta reforma neofreudiana. Pues bien, difieren en relación con el concepto de hombre, así como en torno al tipo de respuesta que puede dársele para su desarrollo pleno, y, del mismo modo, en lo referente a los medios que deben emplearse para conseguir la emancipación humana y social. En Eros y civilización y El hombre unidimensional se esboza una crítica negativa y se rechaza, en virtud del abismo entre lo presente y lo futuro, toda forma de exposición positiva del hombre y la sociedad venidera, por considerarla reaccionaria. Es bien sabido, que Fromm efectúa una reflexión positiva a propósito del ideal de hombre productivo, caracterizado con los valores de una amplia tradición humanista. La cuestión está en dirimir si tal pensamiento es crítico. En ese caso, y así lo creemos, la distancia entre él y Marcuse no es tan grande como se puede creer: sus opiniones, como críticos de la sociedad tecnológica de nuestros días confluirían en un punto capital: la necesidad de ejercer una crítica destructora del presente en aras de un mundo auténticamente humano, en el que la conciliación entre principio de placer y principio de realidad tuviera lugar.

Las alusiones frommianas a la polémica se encuentran en La crisis del psicoanálisis, págs. 30-8; R. E., pág. 109, pág. 20; Anatomía de la destructividad humana, págs. 454-5. Una exposición clarificadora del tema es la de Sabiote Navarro, las discrepancias de Fromm y Marcuse, en «Estudios filosóficos», vol. XXXII, u.0 90, Valladolid, 1983, págs. 281-305, así como la de Basabe Barcala en su obra citada (págs. 2t t-S).

69 R. E., pág. 99.

 

Se hace saber, por tanto, que la única solución al conflicto es la reforma radical y totalizadora. En cualquier caso, sea o no viable, la revolución, en oposición total y abierta al orden social dado, no es eficaz: nunca se consiguen los objetivos del programa revolucionario. Solamente las reformas paulatinas dentro de esta sociedad «relativamente» improductiva —que es la sociedad supertecnificada—, llevadas a cabo mediante la introducción de elementos crítico-transformadores o humanizadores, consiguen su cometido emancipador. Sólo dicha vía liberadora es realmente posible hoy: «la humanización del sistema, de tal manera que esté al servicio del bienestar y el crecimiento del hombre, por medio de cambios revolucionarios realizados gradualmente, como resultado de la demanda de un amplio sector de la población, y cuya motivación es la razón, el realismo, y el amor a la vida» 69. Fromm opta, en definitiva, por la reforma radical y totalizadora en virtud de su eficacia, pues una reforma gradual y profunda no deja resquicio para que se origine la terrible contrarrevolución que dé al traste con los valores revolucionarios y anule la posibilidad emancipatoria. Pero es que, además, sólo ella tiene posibilidad real, y no meramente lógica, de realización. Nuestro autor tiene la seguridad de que los cambios humanizadores, practicados desde el sistema social establecido y dirigidos a su plena transformación productiva, son posibles. «Posible», en este contexto, es sinónimo de «posibilidad real», concepto que toma de Hegel para contraponerlo a la mera «posibilidad lógica» o posibilidad fundada sobre premisas o condiciones inexistentes. Se ha iniciado, entonces, el final de la utopía.

Ahora bien, la decisión de haber preferido el reformismo como medio ideal para la auténtica emancipación, va a convertir a Fromm en un fácil blanco para los ataques de los pensadores crítico-revolucionarios. Su posición es considerada, en general, «superficial», «acrítica» e «idealista», y contraria, en suma, a la opción revolucionaria, cuya nota esencial es, según sus acérrimos defensores, la de servir a la transformación radical y eminentemente negadora de la realidad presente en pro de la liberación. Se le acusa de superficial, por cuanto es incapaz de socavar los cimientos sobre los que se asienta la actual sociedad: al aceptar sus mecanismos básicos, sólo logra reformas superficiales de cuestiones intrascendentes para la transformación profunda que es necesaria. Además, en virtud de su superficialidad estaría en el fondo, aunque de un modo encubierto, contribuyendo ideológicamente a la perpetuación del orden existente, y, en este sentido, es entendida como una propuesta acrítica. Por último, la acusación de idealista significa que su programa no es «realista», porque pretende conseguir un fin, la plena emancipación humana y social, utilizando para ello unos medios completamente estériles y contradictorios: la reforma liberadora desde un sistema alienado. Para defenderse de las declaradas denuncias, Fromm recurre a su propia noción de reforma, como radical y totalizadora. Consiste, por una parte, en una transformación lenta y concienzuda que afecta las raíces de los males fundamentales de nuestra civilización, y, por otra, su ámbito de acción abarca todas las esferas de la vida del individuo: es, pues, profunda en sus cambios. Asimismo, por ser «Ja» alternativa por excelencia, escapa al calificativo de «idealista»; al contrario, es, a su juicio, «realista», ya que exclusivamente ella cuenta con las condiciones precisas (psicológicas, económicas, sociales y culturales) para su realización: se ajusta al examen de lo dado sin elevar sus miras hacia proyectos irrealizables, como acontece con la revolución violenta 70.

De otra parte, Fromm se justifica ante todas aquellas opiniones que lo juzgan como un mero reformador superficial y acrítico de la sociedad, alegando que ambos conceptos, radicalismo y reforma, no son en absoluto excluyentes, sino que son capaces y deben, y en su propuesta humanista (reforma radical) así lo hacen, aparecer unidos: «Hay reforma y reforma; la reforma puede ser radical, es decir, ir a las raíces, o puede ser superficial, tratando de evitar los síntomas sin tocar las causas. La reforma que no es radical en este sentido no alcanza nunca sus fines y, en definitiva, se vuelve en dirección opuesta. Por otro lado, el llamado «radicalismo», que cree que podemos resolver los problemas por la fuerza, cuando lo que se necesita es observación, paciencia y actividad ininterrumpida, es tan irreal y ficticio como la reforma… El verdadero criterio para la reforma no es su ritmo, sino su realismo, su verdadero «radicalismo»; la cuestión está en si va a las raíces e intenta modificar las causas, o si se queda en la superficie e intenta sólo tratar los síntomas» 71. A este respecto, discute la idea de que la negación de la revolución aniquiladora del sistema implique lógicamente su aceptación sumisa, y, en oposición a ella, asiente que existe una tercera posibilidad que, además de ser eficaz, asume de la revolución lo que tiene de radical y crítica. Así «el que una revolución violenta, en el sentido clásico, no pueda hacerse, no significa que los cambios fundamentales que llevarán a la humanización de la sociedad tecnológica no sean de naturaleza revolucionaria» 72. Es decir, los valores de la revolución, el objetivo por el que lucha, como se apuntaba más arriba, es encomiable y recogido por Fromm en su proyecto emancipatorio; de tal modo que podría afirmarse, como hace Sabiote Navarro, que tan revolucionario es el programa reformista frommiano como la, en sentido estricto y así llamada, propuesta revolucionaria de Marcuse, entendiendo ese concepto como sinónimo de «crítica». Efectivamente: «Frente a las posiciones conformistas, en unos casos, y frente a las posiciones «neutralistas», en otros, Marcuse y Fromm optan, no por los esquemas avaladores de lo que es, de lo dado, de lo constituido…, sino por otros negadores de lo existente y en favor de lo que podría ser, a la luz de unos nuevos principios radicalmente distintos… En este sentido, tanto la teoría de Fromm como la de Marcuse pueden ser consideradas como revolucionarias» 73. Revolucionaria es, en definitiva, la especulación ejercida desde una honda preocupación por el hombre, por su realización plena, que se lanza a la crítica de la vieja sociedad represiva, desinteresada de las auténticas necesidades humanas, en favor de una nueva sociedad antropocéntrica: sana. Por tanto, la actitud revolucionaria está estrechamente vinculada al interés crítico humanizador del pensamiento de nuestro autor.

Pero la reforma humanista, además de ser «crítico-revolucionaria», desde el punto de vista descrito, es una reforma totalizadora o globalizante, que afecta al conjunto de las esferas de la vida del individuo. Frente a las posibles soluciones unilaterales, que abogan por el cambio liberador en un sector determinado y exclusivo de la actividad humana, con la esperanza de que se produzca la transformación deseada en el resto de las esferas, Fromm apuesta porque las modificaciones se cumplan simultáneamente en todas ellas: «los cambios revolucionarios que se necesitan para humanizar la sociedad tecnológica… deben ocurrir en todas las esferas de la vida: la económica, la social, la política y la cultural, y deben hacerlo simultáneamente, puesto que si tienen lugar en una sola parte del sistema no es posible esperar que cambie el sistema como tal, sino únicamente que repita sus síntomas patológicos en otras formas» 74. Esto es así porque las «causas» del malestar del hombre en la sociedad actual

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70 R. E., pág. 140.

71 Cfr. P. S., pág. 226.

72R. E., pág. 143.

73 Sabiote Navarro, D., o. c., págs. 298-9.

74 R. E., pág. 147.

 

no se localizan en uno de esos factores concretos, como insinúan los análisis reduccionistas (psicologismo, economicismo, sociologismo, idealismo). Contra ellos Fromm elabora una interpretación globalizante del problema de la alienación (improductividad), cuyo instrumento metodológico es la noción misma de «carácter social», y en la que los factores señalados interactúan de una forma tal que su disociación sólo es realizable desde una visión parcial y errada de la realidad 75. Y si la comprensión de este fenómeno no debe ser unilateral, su solución des-represión tampoco puede venir dada desde una perspectiva igualmente exclusivista. Esto es: «Lo que es cierto respecto de las causas, lo es también, naturalmente, de los remedios con que puede curarse el defecto del hombre moderno. Si yo creo que «la» causa de la enfermedad es económica, o espiritual, o psicológica, necesariamente creo que el poner remedio a «la» causa conducirá a la salud. Por otra, si veo cómo se interrelacionan los diversos aspectos, llegaré a la conclusión de que la cordura y la salud sólo pueden conseguirse mediante cambios simultáneos en la esfera de la organización industrial y política, en la estructura del carácter y en las actividades culturales. La concentración de los esfuerzos en una de esas esferas, con exclusión u olvido de las otras, destruye todo cambio. En realidad, parece radicar ahí uno de los obstacúlos más importantes del progreso de la humanidad» 76.

Con todo, se observa cómo la opción reformista elegida por Fromm quiere distinguirse de la mera reforma «superficial», «parcial» y «acrítica», con el fin de alejar de sí la sospecha y el acosante rumor de «reaccionario». Lo consiga o no, es evidente que su empeño es ese: mostrar que la reforma radical y totalizadora no debe confundirse con la reforma superficial, que, en definitiva, viene a ser una forma de «reajuste» de las incoherencias y contradicciones afincadas en el sistema social amenazantes de su integridad y perennidad; una reforma que sirve ideológicamente a un solo fin: el óptimo funcionamiento sin fricciones del orden establecido.

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75 La exposición y el estudio exhaustivo de estos cambios concretos que componen la reforma, se encuentran recopilados fundamentalmente en dos de sus obras principales: P. S., págs. 224-91 y R. E., págs. 99-139, en las que dedica prácticamente un capítulo entero a ello.

76 P. S., pág. 225. Fromm alude, implícitamente, por orden, a la interpretación marxista, weberiana y freudiana, a las que menciona a menudo a lo largo de su obra, y dedica atención conjunta en el Apéndice de M. L. Podría discutirse si realizan análisis excesivamente mecanicista o determinista, en especial del marxismo (como economicismo) y de la teoría weberiana (idealismo), a propósito de la relación que esos factores mantienen en el proceso histórico. De todos modos, frente a ellos, la novedad de su pensamiento consiste en haber introducido un concepto psicosocial que permite comprender la dinámica de los tres factores (económico, psicológico, ideológico) en dicho proceso.

 

Por el contrario, el objetivo último de la propuesta reformista frommiana coincide con el de la revolución: el pleno desarrollo del individuo; pero, al mismo tiempo, supera los defectos que la hacen lamentablemente ineficaz en un mundo como el nuestro. De este modo, puede declararse de la reforma radical y totalizadora que se trata de una tercera opción, no identificable ni con la simple reforma ni con la revolución violenta, y, más bien, superadora de las deficiencias de ambas, a saber: de la «positividad» de la primera, es decir, de la ausencia de crítica destructora de lo real, y de la «idealidad» de la revolución, la cual dirige ingenuamente sus fuerzas a una lucha, cuya efectividad es meramente lógica o abstracta.

Para concluir, hagámoslo con una defensa de la labor de nuestro autor. Sin olvidar que, con toda evidencia, su discurso se mueve sin reparos en el terreno de la abstracción al abordar el análisis positivo de la «productividad» y delinear, con los útiles de la tradición humanista, el ideal de hombre y sociedad; que la ausencia de precisión y ambigüedad en la interpretación, a veces tan sesgada por «oportunista» de autores muy cercanos a su pensamiento, como Freud y Marx, traicionan su letra, y muestran, en general, cómo el talante ético-crítico de Fromm silencia el científico; queremos afirmar, a pesar de todo —o quizá precisamente por esto último—, que el objetivo al que creemos dirige toda la investigación frommiana es un fin salvífico: elaborar una teoría comprensiva de la irracionalidad de la acción, que ha hecho de nuestra civilización su hogar, que sirva de advertencia crítica de los peligros que acechan a la humanidad entera y de elemento conscienciador de la necesidad de crear una sociedad racional que posibilite una adaptación no-represiva. O lo que es lo mismo: dar razón del conflicto naturaleza humana-realidad, denunciar el papel coercitivo de esta última, con el fin práctico de conseguir la plena emancipación. Su reflexión, en definitiva, sirve de crítica racional de lo dado y de guía orientadora para la acción liberadora.

El concepto de que se vale para ello y que vertebra todo su pensamiento crítico es el de «carácter social», el cual, llevando a buen término la empresa comenzada por el maestro (la aplicación del instrumental psicoanalítico a lo social), dará razón, por un lado, de la dimensión psicológica de la crisis contemporánea, y, por otro, constituye, en sí mismo, la clave emancipatoria. Es decir, Fromm se pregunta por los mecanismos psicológicos de la «dialéctica de la ilustración» —que en el terreno político se traduce en dialéctica de la libertad—, por el proceso que dilucide este hecho paradójico amenazante de muerte: el que el individuo se haya vuelto incapaz de enfocar toda su actividad a favor de sus intereses propios como hombre, y, al contrario, la dirija hacia su aniquilación como tal. El «carácter social» le permitirá, según decimos, rastrear cómo se vive esta forma de adaptación irracional al mundo. Pero, además, su modificación procurará un nuevo horizonte de lo humano. Hasta que la estructura social y psicológica, indisolublemente aparejada a ella, no cambien, la amenaza no desaparecerá.

Ahora bien, este concepto psicosocial descansa sobre otro más básico: la noción de una «naturaleza humana» potencial, dotada de unas necesidades permanentes, teleológicamente orientada hacia su actualización (satisfacción productiva) y en relación dinámica con el mundo, a través de cuya influencia se va desarrollando. En este nivel de análisis, Fromm lleva a cabo un intento de fundamentación antropológica de la posibilidad y necesidad emancipatoria: de la realización de la utopía. La acción represiva sobre ella puede inhibir su desarrollo espontáneo (productivo) y generar unos rasgos improductivos de carácter, y la improductividad, desde este punto de vista, significará exclusivamente un «corte», «detención» o incluso «retroceso» en el proceso de autoconstitución, pero nunca el final de ese desarrollo; represión, corte o detención que dejan latente los imperativos de esa dinámica, la presión de las necesidades primarias de una naturaleza humana pujante, revelándose, pues, de un modo encubierto, en forma de síntomas. Los síntomas, son, en este sentido, «señales de esperanza», pruebas de la capacidad emancipatoria del hombre, y base del optimismo que caracteriza la teoría de la sociedad frommiana.

Y esta es, precisamente, la peculiaridad del pensamiento de Fromm: haber dejado abierta la posibilidad del cambio, haber sentado las bases teóricas para una visión optimista del futuro de la humanidad; visión esperanzada que permite calificarlo de pensamiento utópico revolucionario (entendiendo lo utópico como acicate para la transformación), en cuanto considera que la liberación coincide con la creación en el futuro poscapitalista de una sociedad antropocéntrica, y exige, en consecuencia, para su consecución, una reforma radical y totalizadora del modo de vida improductivo imperante en la actualidad.

Pero, si desde su teoría está justificado este optimismo, nos preguntamos si lo está también el método emancipatorio elegido. Su mismo nombre implica que la transformación productiva del hombre y de la sociedad puede iniciarse desde el contexto improductivo presente, lo cual no deja de parecer sorprendente, si no contradictorio: ¿cómo va a emprenderse la liberación desde un mundo alienante y alienado? La disolución de esta duda viene dada en su misma reflexión acerca del hombre, por la idea de que la improductividad absoluta es imposible y quedan siempre resquicios emancipatorios para poder comenzarla.

En definitiva, sea o no aceptado el proyecto transformador, el valor recuperable de su obra es su posición crítico-ética. Ante la experiencia del sinsentido y del arraigo airoso de la irracionalidad en nuestro mundo, genera una crítica comprometida, radical y honesta; un llamamiento a la lucidez que encierra la intención profunda de reconstruir al hombre dibujado por la tradición humanista, mediante una praxis liberadora. Crítica que expresa una fe en el hombre como ser capaz de actividad libre, racional y solidaria, y una esperanza en su emancipación y felicidad. Como paladín de la utopía, su optimismo es revelador de una voluntad decidida para la construcción de una sociedad más humana; construcción que está en nuestras manos con tal de que esa voluntad liberadora se afirme en nosotros y no sea debilitada ni por la «desesperanza» ni por el conformismo interesado. Después, qué camino hemos de tomar será fácilmente averiguable. En lenguaje veterotestamentario, Fromm nos da la pista: «os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición, escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia» 77.

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77 Dioses, pág. 158; P. S., pág. 300.

 

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