Fuente: Revista de Estudios Sociales, 35 | Abril 2010. Estética y Política II. Derechos de autor: Únicamente el texto se puede utilizar bajo licencia CC BY 4.0. Salvo indicación contraria, los demás elementos (ilustraciones, archivos adicionales importados) son “Todos los derechos reservados”.
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Goma de mascar para los ojos
Postman, Neil. 2001 Divertirse hasta morir. El discurso público
en la era del “show business”. Barcelona: Ediciones de la Tempestad [195 pp.]
Camilo Montealegre
The zipper displaces the button and a man lacks just that much time to think while dressing at dawn, a philosophical hour, and thus a melancholy hour. (Bradbury 1967)
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A Neil Postman, autor de Divertirse hasta morir,(1) le gusta repetir esta frase del padre John Culkin: “Muchas cosas han sucedido en este siglo [XX] y la mayoría de ellas se enchufan a la pared”(2) (Postman y Weingartner 1972, 19). La afirmación es, por lo menos, provocadora. El libro, por su parte, argumenta que este enunciado no dista de la realidad. Para Postman, uno de esos aparatos que se enchufan a la pared, la televisión, transformó los valores epistemológicos y el discurso público de los estadounidenses. La televisión logró socavar la vida cultural de Norteamérica, derrumbar su forma de entender el mundo y reemplazarla por un vodevil. El cambio del pensamiento tipográfico por la imagen anuló la coherencia lógica e instaló en su lugar un contenido emocional y fragmentado. Gracias a la TV el discurso en Norteamérica se tornó irrelevante, incoherente, impotente.
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La provocación de Postman está en la exclusividad en la que funda su análisis. Pero la conclusión esbozada arriba, y la presunción de que la causa principal es la televisión, bien podrían considerarse sólo un síntoma de la historia norteamericana. A comienzos del siglo XX Franz Kafka, a 6.585 kilómetros de distancia de Nueva York, sin haber pisado el continente, sin televisión ni internet, ya había imaginado a Amerika como un gran teatro de variedades. Un Gran Teatro de Oklahoma, donde, “¡Si tú piensas en tu futuro tú eres uno de los nuestros! ¡Todo el mundo es bienvenido! ¡Si tú quieres ser un artista, únete a nuestra compañía! ¡Nuestro Teatro tiene un empleo para todos, un lugar para todos!” (Kafka 1996, 272).(3) Ese mundo de espectáculo, precedido por diablos y ángeles en zancos, ese teatro sin límites, el más grande del mundo, la tierra del entretenimiento, fue la Norteamérica de Kafka cuarenta años antes de la televisión; una Norteamérica que, en detrimento de Postman, está demasiado cerca de la que se vislumbra formada por la televisión. Sin embargo, si para el primero el ambiente tenía un tufillo de comedia y luces de esperanza, para el último, se respira cataclismo e ingenua autocensura. Si para el primero el vodevil era el producto de la tierra de la oportunidad y la libertad, germinado por los principios de la constitución de los Padres Fundadores, para el segundo es un show de imágenes hermosas e información ambigua engendrado por la cultura del telégrafo y la fotografía.
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Al lector la comparación con Kafka le puede parecer un exceso poético incapaz de mostrar que el argumento de Postman describe más una consecuencia que una causa, pero el punto se refuerza analizando la referencia literaria del propio Postman. En 1985, año en que se publicó por vez primera el libro Divertirse hasta morir, se advertía en el prefacio que los intelectuales norteamericanos se alegraban del incumplimiento de la profecía de Orwell, un mundo totalitario, de izquierda o derecha, gobernado por el odio y la opresión impuesta por un ente externo que tergiversaba la historia, prohibía libros y ocultaba la verdad. Pero las razones para alegrarse, dice el autor, son pocas si se recuerda la profecía de Huxley, un futuro en donde se ama la opresión y se adora el hecho de que pensar sea un acto obsoleto desplazado por el deporte, la diversión, el sexo, las drogas y los impulsos sensoriales artificiales. La opresión interna, autoimpuesta, se disfruta. En Un mundo feliz resulta estéril prohibir libros y ocultar la verdad cuando nadie desea leer y la verdad se encuentra anegada por el mar de la irrelevancia. Postman y Huxley comparten la misma visión alarmante del futuro cercano. Pero mientras uno centra todas sus apuestas en la televisión como catalizador, el otro, que coincide en que será el cambio tecnológico el que impulsará la transformación, ve el avance científico desde una perspectiva más amplia que comprende el fordismo y avanza en dirección a la manipulación química y psicológica como forma de control sobre las esferas de la naturaleza. La televisión–que, guardando las diferencias, tendría su equivalente en las feelies de Huxley, películas dirigidas a los cinco sentidos– tan sólo sería un dispositivo más de una sociedad centrada en el entretenimiento y las sensaciones artificiales; no el detonante, sino uno de los productos de esta nueva sociedad feliz.
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¿Qué enfoque adopta Postman para otorgarle tanta importancia a la televisión en su descripción de la sociedad norteamericana de los primeros treinta años de la segunda mitad del siglo XX? ¿Por qué ha sido la TV la que ha causado el cambio radical en el ámbito público?
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Postman, que recibió su máster y su doctorado en Educación en Columbia, fundó en NYU el programa en Ecología de los Medios. El término, acuñado bajo la influencia de Mars hall McLuhan, se explica a partir de la siguiente tesis: un cambio en un entorno raramente es aditivo o lineal; pocas veces, o acaso ninguna, se tiene un entorno tradicional más un nuevo elemento, sea éste un plug eléctrico o la imprenta de tipos móviles. Lo que se obtiene cuando hay un cambio en un entorno tradicional es un entorno completamente nuevo que requiere un nuevo repertorio de estrategias de supervivencia (Postman y Weingartner 1972). Una nueva tecnología, como la imprenta o la televisión, es una gota de tinte azul en un vaso de agua; en él no se observa el agua transparente más la gota, sino un vaso con un nuevo líquido. Las cosas que se enchufan a la pared crean un nuevo ambiente, y la tarea del ecólogo es estudiar las transformaciones que producen en la sociedad. No se trata de hacer una historia de la tecnología, lo relevante es el medio, y las tecnologías se convierten en medios cuando emplean un código simbólico particular en un ámbito social específico y ejercen cambios en los contextos político, religioso, comercial, público. “En otras palabras, la tecnología es sólo una máquina. Un medio es el entorno social e intelectual que una máquina crea” (Postman 2001, 88).
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A partir de este enfoque, Postman afirma que el hecho cultural estadounidense más relevante de la segunda mitad del siglo XX fue: “la decadencia de la era de la tipografía y el ascenso de la era de la televisión” (Postman 2001, 11). En la medida en que disminuye la influencia de la imprenta, los contenidos de la política, la religión, la educación, cambian y son reformulados para adaptarse a los términos de la televisión. El medio es el que determina la clasificación y ordenación que se hace del mundo; la forma en que el medio enmarca, agranda, reduce, colorea, es la forma en que se plantean los argumentos con los que se explica el mundo. Se modifican tanto los contenidos como las exigencias que se hacen aquellos que los reciben. Quien lee este escrito en este momento conoce las exigencias que la letra impresa impone sobre sus comportamientos y habilidades mentales.
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En la era de la tipografía es inteligente quien es capaz de permanecer inmóvil y concentrado mientras lee. La capacidad de abstracción para no ver letras sino el significado de las palabras que ellas forman, el asumir un estado de inmunidad ante la elocuencia, ir más allá del placer y el encanto de las palabras para prestar atención a la lógica del argumento, poseer el tacto para reconocer el tono y –por él– la actitud del autor frente al tema y el lector, poseer la paciencia para demorar el veredicto hasta el final de la exposición, la prudencia para reservarse las preguntas, a la espera de posibles respuestas; la capacidad para refutar lo leído, en comparación con otras experiencias; retener el conocimiento y, sobre todo, ser capaz de abstraer, dada la reducida cantidad de cláusulas que refieren imágenes concretas, son todas condiciones implícitas en el acto de leer. En la era tipográfica es estúpido quien no se queda quieto, quien sólo ve letras, quien no recuerda lo que abstrae; y se ofende con la amenaza de utilizar plastilina o colores para explicar las cosas.
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No quiere decir esto que el escultor o el pintor sean estultos o que las culturas orales o electrónicas sean menos inteligentes que las tipográficas. No se trata de decir que el pensamiento analítico no existiera antes de la imprenta o después de ella; se trata de reconocer que hay un cambio en la estructura del discurso generado por el modo en que se emiten los contenidos, que por ello se privilegian ciertas funciones del intelecto y se favorece una definición específica de inteligencia. Se trata, no de la capacidad de una mente individual, sino de la predisposición de una actividad mental cultural. Por esto, Postman no cae en el relativismo; para él, el juicio es claro: el conocimiento generado por la televisión, absurdo y de gran poder emocional, es inferior al de la imprenta, coherente y predeterminado para la revisión y el análisis crítico.
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Tampoco se asume que la televisión sea por completo nociva o que su influencia sea total. Usted tiene enfrente su biblioteca y su computadora, y por ello reconocerá que con la televisión no desaparecen formas y costumbres de las eras pasadas, y no se impide el avance hacia otros medios. Y, sin embargo, el cambio generado por un nuevo medio es irreversible en la medida en que redescribe el entorno; tal como lo ha hecho hoy la red. Por otra parte, la televisión tiene usos positivos, les hace compañía a los viejitos, a los enfermos, a los solos, puede ser un teatro en casa distinto al que se imagina cuando se nombra un Home Theater; incluso, su poder emocional, en detrimento del racional, puede tener un uso social benéfico. En líneas generales, todo medio da y quita. La pregunta que se debe hacer es cuánto da y cuánto quita al redescribir el entorno. Cuánto da y cuánto quita en individualidad, en formación de comunidad, en ciencia, en religión, en emoción sórdida, en nacionalismo, en contenido social, en poder político, en entretenimiento, en distracción, en ideas de valor.
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¿Qué tipo de inteligencia privilegia la televisión? ¿Qué cambio produce en la estructura del discurso? ¿Y qué funciones del intelecto favorece? La respuesta comienza con dos medios que se instalaron antes que la televisión en la vida de los estadounidenses: el telégrafo y la fotografía.
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Cuando apareció el telégrafo, Henry David Thoreau escribió en Walden lo siguiente: “Tenemos mucha prisa por construir un telégrafo magnético desde Maine hasta Texas; pero puede que dichas ciudades no tuvieran nada importante que comunicar […] Estamos ansiosos por excavar un túnel a través del Atlántico y acercar el Viejo Mundo al Nuevo en unas semanas; pero luego, la primera noticia que oirá la gran oreja estadounidense será que la princesa Adelaida tiene tos ferina” (Postman 2001, 70). Thoreau acababa de dar con la naturaleza del nuevo tipo de mensaje transmitido por la electricidad. Información que se separaba del ser humano y de su entorno. La última velocidad “humana” de comunicación, 56 kilómetros por hora, la velocidad del tren, se desvanecía en el aire tras ser batida en récord por el código morse. Morse unifico la nación, derrocó la noción de espacio, destruyó el concepto tradicional de información y le dio un nuevo significado al discurso público. La información ya no necesitaba de un contexto. No se sabía si la tos ferina la provocó una ida a los Alpes, si tendría en cama a la princesa o si era un brote en palacio. Sólo se sabía que la princesa tenía tos ferina. Punto.
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La información inmediata ofrecida por el telégrafo era, en su mayoría, irrelevante para el individuo que la recibía a cientos de kilómetros de distancia, y cuando la prensa descubrió el telégrafo, la irrelevancia se convirtió en noticia. Si no le suena familiar, Postman ofrece una pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que una noticia de prensa, radio o televisión recibida en la mañana, la tarde, la noche, al mediodía o durante el café de la tres, lo obligó a cambiar sus planes del día, a hacer algo que de otra manera no hubiera hecho o le dio una nueva perspectiva a un problema que usted tuviera que resolver? Son, por lo general, noticias sobre las cuales se puede hablar, pero que no conducen a ninguna acción significativa. Así, al mismo tiempo que la velocidad del telégrafo desintegró el espacio físico, desplazó la acción humana. Se recibían respuestas a preguntas no formuladas, y que en todo caso no pedían una réplica. No interesaba reunir, explicar o analizar la información, lo único importante era movilizarla. En exceso similar a Twitter, pero en Twitter se tiene más fe; la información del telégrafo es fragmentada, impersonal, urgente, fácilmente reemplazable, rápidamente actualizada, más cercana a un eslogan que a un argumento, percibida con entusiasmo y olvidada con prontitud, sin conexión con lo precedente. El significado, si es que se puede, debe darlo el receptor porque quien lo envía no tiene la obligación. Se conocen muchas cosas, pero no se sabe nada acerca de ellas.
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Al mundo de fragmentos y discontinuidades del telégrafo, pronto se le unió la fotografía, y juntos se confabularon contra la cultura de la imprenta como si se tratara de la niña fea del salón. Por supuesto, son los ojos de la niña fea, o al menos los de su defensor, Postman, los que juzgan al telégrafo y a la fotografía. Por esta razón se duda de las afirmaciones lanzadas en su contra. Y en un lugar inundado por las imágenes como lo es hoy el mundo resulta todavía más difícil aceptar las críticas formuladas contra la fotografía.
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El ataque de Postman es inflexible. En oposición a un lenguaje escrito generoso en posibilidades, la fotografía sólo retrata particulares. Frente a la desbordada capacidad que las letras prestan a la imaginación, la foto sólo capta representaciones concretas. Lo invisible, lo remoto, lo interno, lo abstracto, se encuentran fuera de su espectro. La imagen, que se ofrece desnuda al reconocimiento, se resiste a vestir de discusión o conclusión, ella no es lo suficientemente buena para la comprensión. Ella es un testimonio sin opinión, una experiencia irrefutable. Y cuando se unió con el telégrafo en la prensa dio como resultado la creación de una realidad como ilusión. La fotografía muestra lugares remotos y da rostros a nombres extraños para complementar las “noticias” desmembradas y sin incidencia en la vida de quien las lee; la experiencia visual genera la sensación de proximidad.
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Esta realidad ilusoria fue heredada por la televisión y se refleja en su carácter cuando se pregunta por el tipo de cultura que produce y las tendencias intelectuales que favorece. La televisión llevó la interacción con la imagen y la inmediatez de los acontecimientos al interior del hogar; miles de imágenes cualquier día, ningún descanso para los ojos, siempre algo nuevo para ver. Una gran variedad de temas ofrecidos y una mínima exigencia de habilidad para su comprensión; los contenidos, sin importar el canal, están hechos para entretener. Pero el hecho a destacar no es que la televisión sea entretenida, “sino que ha hecho del entretenimiento en sí el formato natural de la representación de toda experiencia” (Postman 2001, 91). Decir que la TV es entretenida es algo banal; el hecho no representa ninguna amenaza, el problema está en que se presenten todos los asuntos como entretenimiento. Uno de los mejores ejemplos son los noticieros.
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Todo lo que tiene que ver con la emisión de los noticieros nos sugiere lo siguiente: la buena apariencia del personal, su inclinación a la burla amable, la música estimulante que abre y cierra el diario, las pintorescas secuencias filmadas, la publicidad atractiva, todo ello y más aún sugiere que lo que acabamos de ver no es motivo para llorar. Para decirlo con más claridad, un noticiario es un formato para el entretenimiento, no para la educación, la reflexión o la catarsis. Y no debemos juzgar muy severamente a los que lo han enmarcado de esta manera. Ellos no están ensamblando las noticias para que sean leídas, o transmitiéndolas para que sean escuchadas, sino para que sean vistas. Han de seguir por donde los conducen los medios. No hay aquí ninguna conspiración, ni carencia de inteligencia, sino un reconocimiento categórico de que la “buena televisión” tiene poco que ver con lo que es “bueno” en relación con la exposición u otras formas de comunicación verbal, sino con todo lo que tiene que ver con lo que las imágenes pictóricas reflejan (Postman 2001, 92).
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El problema no es que la televisión sea entretenida, el problema es que la estructura del entretenimiento se salga de la pantalla y se extienda fuera de ella, y que las esferas de la realidad se introduzcan en la pantalla. Dos ejemplos del primer caso en los cuales la situación se torna preocupante son la iglesia y el aula de clases. Cuando–en lugar de ofrecer ideas, preguntas y argumentos en la última, y una auténtica experiencia religiosa en la primera– sólo se satisface el deseo de ser entretenido, se pone en riesgo la esencia de estos espacios. Los ejemplos para el segundo caso, cuando la realidad es absorbida por la pantalla chica, son, por supuesto, más plásticos y variados: la religión al estilo del padre Chucho, los debates presidenciales del tipo quiz-show o match de boxeo, la educación a ritmo de “gageo” de Teletubbie, la justicia rápida y efectiva de La Corte del Pueblo. Una vez se deja de ver televisión y se entra en la realidad, se espera recibir lo mismo que se obtuvo allí, razón por la cual el aburrimiento se convierte en el criterio para desechar o eludir contenidos coherentes y racionales.
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La televisión no ofrece contenidos reflexivos ni meditaciones sesudas porque el acto de pensar es aburrido y en él no hay nada que ver. Pensar no es un arte teatral. La estructura del medio y su código simbólico, y no sólo las limitaciones de tiempo, son los que producen información desmembrada y ambigua. El ritmo del medio es el del espectáculo, y él no permite el silencio prudente, la duda introspectiva ni la indagación analítica. Estos actos, en lugar de ser retratados como gestos de inteligencia, reflejan, en la pantalla, incertidumbre y falta de determinación. De modo que aquellos que se presentan en la televisión, sin importar su disciplina, deben ocuparse más de presentar un buen espectáculo, que de satisfacer las demandas de su área de conocimiento.
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Lo anterior será desmentido y criticado a partir de las series que hoy hacen sentir que se está aprendiendo sobre ciencia forense, medicina o derecho, o canales que llevan en su nombre áreas del conocimiento que no se escuchaban desde el colegio. Se dirá que hay otros medios que colaboran en las trasformaciones culturales, eso si se acepta que hay una transformación y que es causada por los medios. Pero no hay duda de que los niños hoy se mueven más rápida y fácilmente entre imágenes de juegos de consola, que entre ensayos y párrafos, y de que nadie aguanta un discurso de más de una hora sin un soporte visual. Ya pocos toleran las exigencias impuestas por la imprenta, por lo cual se preparan más bien para trabajar con imágenes. De pronto no fue la televisión, de pronto fue Disney World o Ronald Reagan, pero Norteamérica entretiene al mundo y parece empeñada en enfocar la mayor parte de su fuerza productiva en entretener.
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Cinco siglos tuvieron que pasar para hacer conciencia de los cambios producidos por la prensa de tipos móviles de Gutenberg. De modo que los treinta años que tuvo Postman a su alcance para estudiar la televisión, a pesar de la velocidad del siglo XX, son pocos. Siguiendo la Galaxia Gutenberg de McLuhan, se deduce que la comprensión de una sociedad transformada por el uso dominante de un medio es más aprehensible en la medida en que otros medios se interponen entre el presente y la sociedad estudiada. En este sentido, la tarea emprendida por Postman es apresurada al encontrarse inmerso en la sociedad que estudia. Pero su información también es privilegiada: vivió en el vértice de dos medios (1931-2003) y comprobó por sí mismo la radicalidad del cambio. Hoy, si se le apuesta a la invitación de la ecología de los medios, se tiene la oportunidad de vivir y estudiar ese mismo quiebre a partir del efecto causado por la red. Quizá sea ésta la pregunta más importante que ofrece el libro de Postman, sin haberlo él sabido. ¿Qué es internet? ¿Qué clase de conversación permite? ¿Cuáles son las tendencias intelectuales que favorece? ¿Qué tipo de cultura produce?
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Bibliografía
Bradbury, Ray. 1967. Fahrenheit 451. Nueva York: Ballantine Books.
Postman, Neil. 1985. Amusing Ourselves to Death. Public Discourse in the Age of Show Business. Nueva York: Viking Penguin Inc.
Postman, Neil y Charles Weingartner. 1972. Teaching as a Subversive Activity. Londres: Penguin Books.
Kafka, Franz. 1996. Amerika. Nueva York: Schocken Books.
Para citar este artículo
Referencia electrónica. Camilo Montealegre, «Goma de mascar para los ojos», Revista de Estudios Sociales [En línea], 35 | Abril 2010, Publicado el 04 agosto 2018, consultado el 12 marzo 2024. URL: http://journals.openedition.org/revestudsoc/14643
Autor
Camilo Montealegre. Docente de Filosofía, Colegio Santa María. Estudiante de la Maestría en Filosofía, y egresado del programa de Filosofía, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: camilomontealegre[at]gmail.com.
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