“El verdadero peligro de la publicidad es que ayuda a hacer añicos y, en última instancia, destruye nuestra más preciada posesión inmaterial: la confianza en que existe un fin último significativo de la actividad humana y el respeto a la integridad del hombre.”
Tesis sobre la publicidad. (Paul A. Baran y Paul M. Sweezy.)
(Artículo publicado en Monthly Review, vol. 65, nº 3, julio-agosto de 2013, pp. 34-42. Traducción de Joan Quesada. El artículo se publicó originalmente en Science & Society, vol. 28, nº 1, invierno de 1964, pp. 20-30. Edición online. Monthly Review. Selecciones en castellano, 3ª época, nº 1, septiembre de 2015. https://www.monthlyreview.org.es/1-el-trabajo. Monthly Review. Selecciones en castellano — is under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0 International License.)
Estados Unidos, historia, publicidad, industria cultural, cultura de masas, condiciones sociales y económicas.
Tesis sobre la publicidad.
Ante el progresivo deterioro y la creciente «americanización» de los medios de comunicación de masas del Reino Unido, el Partido Laborista británico nombró una Comisión, presidida por lord Reith, cuyo encargo era «considerar el papel de la publicidad comercial en la sociedad actual y recomendar si es preciso emprender reformas y, de ser así, qué reformas». Esta Comisión sobre la Publicidad solicitó el testimonio oral y por escrito de diferentes personas empleadas en dicho ámbito, y les envió un cuestionario que cubría los principales puntos sobre los que se les invitaba a efectuar comentarios. Tras ser requeridos también nosotros a reflexionar sobre la cuestión, elaboramos la siguiente declaración, cuyo propósito no es tanto responder a las preguntas planteadas en el cuestionario como presentar una perspectiva más o menos integral sobre este tema de suma importancia. Dado que no estamos adecuadamente informados de la situación existente en Gran Bretaña, nos hemos concentrado en la experiencia estadounidense, entendiendo que gran parte de esta puede ser relevante para los problemas presentes también en otros países.
I. La publicidad y la economía
Desde el último cuarto del siglo XIX, la industria estadounidense ha sido un sistema oligopolista en el que una pequeña cantidad de grandes compañías han sido responsables del grueso de la producción industrial. En el momento actual, «las ciento treinta y pocas mayores empresas manufactureras representan la mitad de la producción industrial de los Estados Unidos. Las quinientas mayores firmas comerciales de este país comprenden casi dos tercios de toda la actividad económica no agrícola».1
Excepto durante unos pocos periodos, comparativamente breves, de guerra y reconstrucción tras la guerra, la actividad empresarial estadounidense ha estado aquejada de una persistente falta de demanda efectiva en relación con su potencial productivo. En palabras de un especialista en marketing: «Antes, el problema de las empresas era cómo manufacturar y producir bienes; sin embargo, ahora el principal problema ha pasado a ser cómo comercializar y vender bienes».2
En condiciones de oligopolio y en respuesta a la insuficiencia de la demanda, se evita la competencia de precios y se la sustituye por otras formas de esfuerzos de ventas. «La rivalidad empresarial es hoy en día tan reñida como lo ha sido siempre, o incluso más. Ha aumentado la competencia por la calidad de los productos y los servicios asociados a estos. Sin embargo, muchas de nuestras mayores empresas prestan cada día menos atención a la competencia de precios».3 Una afirmación así es, si acaso, una infravaloración de la situación.
Estrictamente, la publicidad debería considerarse meramente como una de las especies del amplio género de los mecanismos de competencia alternativos al precio. Tal vez otros mecanismos igualmente importantes sean la falsa diferenciación de producto, la obsolescencia física y/o «moral» y otras prácticas similares. Sin embargo, es la publicidad la que hace posible estas segundas. En palabras del Departamento de Economía de McGraw-Hill:
Hoy en día, las empresas manufactureras están cada vez más orientadas al mercado y alejadas de la producción. De hecho, este cambio ha ido tan lejos en algunos casos que la empresa General Electric, por poner un ejemplo sorprendente, ahora se concibe esencialmente como una organización dedicada a la comercialización, más que a la producción. Esta idea refluye hacia la empresa y atraviesa toda su estructura hasta el punto de que las necesidades del marketing alcanzan hasta la organización y la agrupación de las plantas de producción, a las que imponen su dictado.4
En las observaciones que aquí siguen, sin embargo, centraremos la atención en la publicidad en los medios de comunicación de masas, tanto para ceñirnos a los términos estipulados por la Comisión, como porque la publicidad, considerada en sí misma, no solo desempeña un papel importante en los esfuerzos de venta alternativos a la competencia de precios, sino que también sirve de complemento indispensable a la mayoría de las demás estrategias de venta. «El trascendental aumento de los gastos publicitarios es señal de un trascendental […] descenso de la competencia de precios».5
La creciente «oligopolización» de la economía estadounidense ha estado acompañada de la correspondiente expansión de la publicidad. El gasto en publicidad en periódicos y revistas era en 1890 de más de 76 millones de dólares, unas diez veces mayor que los gastos similares en la época de la Guerra Civil. Para el año 1929, había crecido hasta los 1.100 millones, y representaba ya el 1,38% de la renta nacional, en contraste con el 0,59% que suponía en 1890. El proceso tomó impulso con la aparición de nuevos medios publicitarios (la radio y, sobre todo, la televisión), de manera que en la actualidad el desembolso de las empresas en publicidad y otros servicios relacionados (agencias publicitarias, empresas de investigación de mercado, consejeros de relaciones públicas y similares) supera los 15.000 millones de dólares anuales (aproximadamente el 4% de la renta nacional). Deberíamos señalar que en dicha cantidad no se incluyen los costes de la investigación de mercado, el diseño con fines publicitarios y otras actividades similares que se llevan a cabo dentro de los procesos mismos de producción o venta. Aunque no existen datos fiables sobre estos, los expertos consideran que no sería aventurado situarlos en unos 10.000 millones de dólares al año.
Al valorar los efectos económicos de la publicidad, la teoría económica ha seguido tradicionalmente a Alfred Marshall y ha distinguido entre anuncios «buenos» y «malos», «constructivos» y «combativos». Se elogia los de la primera categoría y se considera que proporcionan información útil sobre nuevos productos y ayudan a «llamar la atención de las personas sobre oportunidades de comprar y vender que tal vez deseen aprovechar».6 Otros tipos de publicidad son objeto de condena porque suponen un derroche de recursos y resultan perniciosos, al contribuir a las imperfecciones del proceso de competencia y causar una distribución de la renta distinta de la que existiría en condiciones de competencia más perfectas, además de manipular (y distorsionar) los gustos y las motivaciones de los consumidores.
La llegada de nuevos medios publicitarios (radio y televisión) y la proliferación concomitante de la publicidad, aunque no introdujeron ningún argumento sustancialmente nuevo en la discusión económica sobre la cuestión, sí que enfatizaron los ya utilizados. Los defensores de la publicidad pueden ahora señalar el potente estímulo del gasto y el consumo que aporta la publicidad moderna, así como resaltar el impulso que confiere a los métodos de producción masiva, a la introducción de nuevos productos y a la consiguiente apertura de nuevas oportunidades de inversión. De vez en cuando, atribuyen también a la publicidad el mérito de proporcionar financiación a los medios de comunicación para llevar a cabo valiosas actividades culturales como la retransmisión de música clásica o la presentación en televisión de buenas películas, obras de teatro y programas educativos.7
Los economistas críticos con la publicidad deploran el malbaratamiento masivo de recursos materiales y humanos vinculado al proceso publicitario mismo, así como a otras formas de esfuerzos de venta no basadas en la competencia de precios que esta hace posible: la creciente diferenciación fraudulenta de producto, el lanzamiento de nuevos modelos, cada vez menos fiables y más costosos, de bienes de consumo duraderos, la proliferación de artilugios superfluos, etc.
La discusión entre detractores y defensores de la publicidad necesariamente ha de quedar inconclusa, a la vista de las restricciones autoimpuestas al alcance del debate. En general, el rechazo de la publicidad por parte de sus detractores presupone que, en ausencia de esta, continuaría prevaleciendo el pleno empleo. En tal caso, de hecho, los recursos que ahora se destinan a la publicidad serían más útiles si se aplicaran a otros fines, ya que, en palabras de Chamberlin, «como consecuencia del aumento de la demanda del producto anunciado [por efecto de la publicidad], disminuye en la misma proporción la de otros productos».8
Los defensores de la publicidad argumentan que, al estimular el consumo y la inversión, esta tiene un papel indispensable en el funcionamiento de la economía capitalista. A partir de la experiencia estadounidense, este argumento nos parece sensato. Poca duda cabe, creemos, de que la subutilización crónica de recursos que han sufrido los Estados Unidos durante más de una generación ahora sería mucho más grave de no ser por el espectacular crecimiento de la publicidad en este periodo. Si esto es correcto, se sigue que los intentos de abolir o limitar la publicidad podrían tener graves efectos adversos si no fueran acompañados de una planificación integral y efectiva destinada a lograr el pleno empleo socialmente deseable. Es este un tema que los detractores de la publicidad pasan sistemáticamente por alto y que, ciertamente, debería tener gran peso a la hora de formular nuevas políticas relativas a la publicidad.
II. La publicidad y el consumidor
Por lo que respecta a la valoración del impacto general de los medios de comunicación de masas en el público, las opiniones difieren enormemente (véase el apartado IV, más abajo). Existe más consenso entre los expertos con respecto al poder de la publicidad para influir en las compras del consumidor, aunque sigue habiendo desacuerdos sobre la fuerza de dicho poder.
Los detractores de la publicidad sostienen que las campañas publicitarias, si son lo bastante grandes, persistentes y faltas de escrúpulos (con métodos tales como la sugestión subliminal y otros parecidos) pueden venderle «casi cualquier cosa» al consumidor. Este argumento lo defienden algunos de los expertos más autorizados en técnicas de marketing, uno de los cuales comenta que «que un producto sea superior significa que lo es a ojos del consumidor. No necesariamente significa que lo sea en términos de valor objetivo o según estudios de laboratorio», e informa de que «los estudios […] realizados en los últimos doce años muestran definitivamente que los individuos son influidos por la publicidad sin que sean conscientes de dicha influencia. Un anuncio motiva a un individuo a comprar algo, y a menudo este no sabe qué es lo que lo ha motivado».9 Los ejemplos más sorprendentes de la capacidad de la publicidad para generar demanda de productos inútiles y hasta perjudiciales los encontramos recientemente en el ámbito de los productos farmacéuticos, cosméticos y demás.10
Los defensores de la publicidad, por otra parte, sostienen que ninguna cantidad de esta, por muy bien conducida que esté, es capaz de inducir al consumidor a adquirir un producto que no represente una innovación útil o no sea mejor o más barato que lo que ya está disponible en el mercado. Como afirma Rosser Reeves, presidente de la Junta de Dirección de Ted Bates & Co., una de las mayores agencias publicitarias estadounidenses, «si el producto no satisface algún deseo o alguna necesidad del consumidor previamente existentes, la publicidad acabará fracasando». 11 El caso que suele citarse con más frecuencia en apoyo de esta opinión es el fracaso de Ford Motor Company a la hora de crear un mercado para su automóvil Edsel a pesar del enorme desembolso publicitario.
Es erróneo pretender medir el impacto de la publicidad en los consumidores estudiando la respuesta de estos a campañas publicitarias específicas. Dicho impacto solo puede evaluarse adecuadamente si se atiende a la totalidad de impulsos bióticos y fuerzas sociales responsables de la formación de los deseos humanos en un contexto histórico dado. Al fijar patrones valorativos, al establecer criterios de éxito, al moldear los temores y las aspiraciones de sus miembros, la sociedad pone los cimientos de los que la publicidad en su conjunto extrae su fuerza vital. El resultado de las campañas publicitarias individuales está determinado por una multitud de circunstancias más o menos fortuitas que son particulares de cada caso.
Una de las funciones de la publicidad es el reforzamiento de los deseos y preferencias de los consumidores, social y/o bióticamente determinados. El deseo de «estar a la altura de los demás», de tener el coche más caro o más nuevo, de equipar el hogar con los artilugios de fabricación más reciente, deriva del «clima» general que prevalece en la sociedad. La publicidad, sin embargo, intensifica tales propensiones y facilita su gratificación. «Madison Avenue […] funciona como despertador de los deseos durmientes del país».12
La publicidad proporciona al consumidor una racionalización retroactiva o ex post facto de conductas que tal vez le serían inaceptables sobre otra base. Mientras que quizás un individuo rechazaría el tabaco, el alcohol o la vida disoluta sobre bases racionales, la reiterada confirmación de sus comportamientos que le da la publicidad mitiga sus reticencias a permitirse fumar, beber y otras conductas similares, a pesar de que él mismo las desapruebe.13
“A veces se dice que la publicidad es poco perjudicial en realidad porque la gente ya ha dejado de creer en ella. Creemos que es erróneo. El mayor perjuicio que causa la publicidad es que nos muestra una y otra vez la prostitución de unos hombres y unas mujeres que prestan su intelecto, su voz, su talento artístico a fines en los que ellos mismos no creen, y nos enseña «la esencial carencia de sentido de todas las creaciones de la mente: palabras, imágenes e ideas». 14 El verdadero peligro de la publicidad es que ayuda a hacer añicos y, en última instancia, destruye nuestra más preciada posesión inmaterial: la confianza en que existe un fin último significativo de la actividad humana y el respeto a la integridad del hombre.”
III. La publicidad y los medios de comunicación de masas
Con excepción de las relativamente pocas emisoras de radio no comerciales en FM, todas las emisoras de radio y televisión de los Estados Unidos son de propiedad privada y dependen para su financiación de los ingresos publicitarios. Más de dos tercios del presupuesto de diarios y periódicos, a cuyos servicios de anuncios se destina aproximadamente el 27% de todo gasto en publicidad, dependen de la venta de espacios publicitarios.
Todos los medios de comunicación de masas reclaman publicidad, y la mayoría de ellos proporciona a los anunciantes distintas clases de servicios y cuentan con los llamados departamentos de comercialización, que colaboran con los anunciantes a la hora de tomar decisiones relativas a la temporalización y la estructura de sus campañas publicitarias.
Dado que el volumen de publicidad y el precio que se cobra por espacio (o tiempo) están determinados por el acceso de los medios de comunicación al público (la circulación de los diarios, los rankings de audiencia de las emisoras), la necesidad de obtener ingresos publicitarios obliga a los medios a satisfacer los gustos del espectro más amplio posible de la población. Eso no solo va contra la presencia de demasiados materiales «cultos» o ni siquiera «de cultura media», sino que impulsa con fuerza la cobertura de material sensacionalista como crímenes, desviaciones sexuales y similares.
La influencia de los anunciantes en las políticas editoriales de los medios de comunicación de masas no es fácil de determinar. Sin embargo, es importante darse cuenta de que no es preciso presuponer que exista una nefasta connivencia entre los anunciantes y los responsables de las políticas de los medios para explicar la orientación uniforme-mente conservadora de los posicionamientos editoriales de estos últimos. Tal conservadurismo se explica adecuadamente por el hecho de que los propietarios y los ejecutivos que controlan los medios de comunicación no son en absoluto distintos, en lo que respecta a sus actitudes básicas, su mentalidad y su orientación política, de los propietarios y los ejecutivos de los negocios anunciantes.
El diseño de los programas y las políticas editoriales de los medios están sometidos a dos presiones que rivalizan entre sí. Los anunciantes, que, como es natural, pretender llegar al mayor público posible, quieren evitar ponerse en contra a potenciales clientes y, por lo tanto, prefieren que los medios de comunicación sigan una política editorial y de programación conservadora y no controvertida. Sin embargo, es más probable que la oferta de los medios de comunicación despierte el interés del público si los programas contienen materiales novedosos o resultan más absorbentes debido a la tensión que generan los debates, los concursos o la presencia de rivalidades. La solución que suelen adoptar los di-rectores de medios consiste en permitir dicha tensión en áreas inmateriales: concursos, deportes, competiciones entre artistas y debates sobre temas públicos más o menos inocuos o con participantes de opiniones no demasiado divergentes.
Las economías de escala que se crean mediante los esfuerzos por asegurarse cuentas publicitarias nacionales se han combinado con las economías de escala que generan la centralización de la producción de noticias, de la compra de programas y de la adquisición de papel y tinta de periódico para promover rápidamente las fusiones y la concentración de medios de comunicación en el plano nacional. Los medios estrictamente locales —sobre todo los periódicos, que satisfacen las necesidades de las empresas locales— han atravesado por un periodo de fusiones masi-vas en el plano local, y la consecuencia ha sido que una gran cantidad, cada vez mayor, de localidades pequeñas y medianas de los Estados Unidos cuentan con un único periódico (a veces, con una edición matutina y otra vespertina). Las consecuencias de todo ello por lo que respecta a la formación de la opinión pública y al funcionamiento de los procesos democráticos resultan autoevidentes.
III. La publicidad y los valores
Es crucial reconocer que la publicidad y los programas de los medios de comunicación de masas patrocinados por ella y a ella vinculados no crean valores ni producen actitudes de ninguna forma significativa, sino que más bien reflejan los valores existentes y explotan las actitudes predominantes. Al hacerlo, indudablemente los refuerzan y contribuyen a su propagación, pero no puede considerarse que sean su raíz principal. Existe un amplio consenso entre los especialistas en que las campañas publicitarias tienen éxito, no si intentan cambiar las actitudes de la gente, sino si consiguen encontrar la forma de vincularse a las actitudes existentes gracias a la investigación de las motivaciones y otros procedimientos parecidos.
Ni las pretensiones de estatus ni el esnobismo; ni la discriminación social, racial y sexual; ni el egoísmo y la falta de empatía; ni la envidia, la gula, la avaricia o la falta de escrúpulos en la búsqueda de promoción personal, ninguna de esas actitudes, las genera la publicidad, sino que los materiales publicitarios hacen uso de ellas y apelan a ellas en su contenido.
La degradación de los estándares culturales y la sustitución del arte por lo kitsch en la música, las artes plásticas y la literatura no derivan de la publicidad, aunque la publicidad se ha convertido en el principal patrón y mecenas de los productores de kitsch que inundan el mercado. En la medida (no poco considerable) en que los gustos, las preferencias y las necesidades de los mecenas influyen en la obra de los artistas, se puede considerar que los publicitarios son responsables de la corrupción del talento artístico que compran.
Es preciso tener presentes los factores a que hacíamos referencia en el párrafo 21 al considerar la influencia que ejercen la publicidad y el diseño. Aunque el deseo de llegar al mayor público posible e influir sobre él motiva la difusión de las producciones menos controvertidas, más trilladas y más cursis, el deseo de aumentar las ventas y dotar a los productos de obsolescencia «moral» estimula la introducción y la difusión de nuevos artículos y nuevos modelos que, en ocasiones, son estéticamente valiosos. La búsqueda de un equilibrio entre ambas exigencias lleva normalmente al abaratamiento y la «dilución» del arte genuino o, directamente, a la perversión de los efectos de las grandes obras de arte al colocarlos en contextos absolutamente incompatibles (como, por ejemplo, cuando se utilizan pinturas de Giotto en anuncios de agencias de viajes, o la arquitectura medieval para promocionar hoteles).
A veces se dice que la publicidad es poco perjudicial en realidad porque la gente ya ha dejado de creer en ella. Creemos que es erróneo. El mayor perjuicio que causa la publicidad es que nos muestra una y otra vez la prostitución de unos hombres y unas mujeres que prestan su intelecto, su voz, su talento artístico a fines en los que ellos mismos no creen, y nos enseña «la esencial carencia de sentido de todas las creaciones de la mente: palabras, imágenes e ideas».14 El verdadero peligro de la publicidad es que ayuda a hacer añicos y, en última instancia, destruye nuestra más preciada posesión inmaterial: la confianza en que existe un fin último significativo de la actividad humana y el respeto a la integridad del hombre.
El nexo causal que explica la naturaleza de los valores, los patrones culturales dominantes y la calidad de las futuras producciones artísticas no puede detenerse en la publicidad. Más bien, este nos lleva a través de la publicidad hasta la estructura subyacente del orden social y económico determinado por el mercado y el beneficio monetario.
El hecho de no acertar a reconocer el papel esencialmente instrumental, de mediación, que desempeña la publicidad explica en gran parte el carácter inconcluso de los intentos frecuentemente emprendidos de explorar su impacto y sus efectos. No se puede hacer completamente responsable a la publicidad, que no es sino un mecanismo de refuerzo y difusión, de las actitudes, los patrones culturales y los valores dominantes, pero tampoco se la puede exonerar del todo.
El problema de la publicidad no es que promueva la conformidad con ciertas normas de conducta y de vida. El problema es que la publicidad necesariamente promueve la conformidad con normas que, según todo criterio racional, carecen de valor o son destructivas para la humanidad.
IV. Conclusiones
Queda más allá del alcance de este escrito discutir los cambios estructurales en el orden social y económico que serían necesarios para eliminar el impacto negativo de la publicidad en los patrones morales y culturales de la sociedad. Nunca hay que perder de vista que la publicidad forma parte del modus operandi de la empresa comercial lucrativa en las condiciones actuales. Como claramente reconocía Pigou hace muchos años, la única forma de «suprimirla completamente» sería «destruyendo las condiciones de la competencia monopolista».15 La prolongada experiencia de los Estados Unidos con las leyes antitrust ha demostrado de forma concluyente que eso es imposible dentro del marco de una sociedad capitalista. De ahí se sigue que la supresión de la publicidad tal y como la conocemos actualmente requeriría la eliminación del capitalismo. Es esta una conclusión que a los socialistas no debería resultarles ni chocante ni molesta.
Si nuestra actuación ha de limitarse a la publicidad propiamente dicha, esta debería ir dirigida, no a las empresas que compran publicidad, sino a los medios de comunicación que la transmiten. Mantener radios y televisiones no comerciales, que se nieguen estrictamente a admitir anuncios, soluciona un importante aspecto del problema.
Controlar los contenidos de la publicidad en diarios y periódicos presenta enormes dificultades. Cualquier medida en dicha dirección corre el riesgo de entrar en conflicto con los principios de la libertad de expresión. Sin embargo, podrían promulgarse leyes que sometieran a severas penas la publicación o la emisión de anuncios mendaces y engañosos. El principal problema que cabe resolver al respecto es que es preciso aquí velar por el cumplimiento de las normativas.
La experiencia estadounidense sugiere que la condición más importante para que sea posible acabar con los abusos de la publicidad es que la responsabilidad de probar la veracidad de las acusaciones no recaiga sobre el gobierno, sino que sean los anunciantes quienes hayan de probar su inocencia. Específicamente, una junta de gobierno encargada de la supervisión de la publicidad debería tener la potestad de prohibir ciertos anuncios en vistas de su contenido, a menos que la empresa afectada pudiera probar la veracidad de lo que se afirma en la publicidad. La solución adoptada en los Estados Unidos, en la que se sigue el procedimiento contrario, o sea, que el anunciante puede continuar difundiendo mensajes infundados hasta que la agencia del gobierno implicada logre convencer al tribunal de la falta de fundamento, conduce a una cadena interminable de trámites y litigios que compromete la tarea misma.
Debería ser posible prohibir a priori la publicidad de ciertos tipos de productos. Igual que está prohibida la publicidad y la venta de narcóticos, podría igualmente prohibirse la publicidad de tabaco, alcohol y otros productos que son perjudiciales.
Notas
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- E. S. Mason, «Introduction», en E. S. Mason (ed.), The Corporation in Modern Society, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1959, p. 5.
- Steuart Henderson Britt, The Spenders, McGraw-Hill, Nueva York, 1960, p. 52.
- Arthur F. Burns, Prosperity Without Inflation, Fordham University Press, Nueva York, 1957, p. 83.
- Dexter Merriam Keezer and Associates, New Forces in American Business, McGraw-Hill, Nueva York, 1959, p. 97.
- T. Scitovsky, Welfare and Competition, R. D. Irwin, Chicago, 1951, p. 401n.
- Alfred Marshall, Industry and Trade, Mcmillan and Co., Londres, 1919, p. 305.
- Paul A. Samuelson, Economics, 5ª edición, McGraw-Hill, Nueva York, 1961, p. 138.
- E. H. Chamberlin, Theory of Monopolistic Competition, Cambridge (Massachusetts), 1933, p. 120.
- Louis Cheskin, Why People Buy, Liveright Publication Corp., Nueva York, 1959, pp. 54 y ss.
- James Cook, Remedies and Rackets, Norton, Nueva York, 1958, pássim; Meyer Weinberg, TV in America, Ballantine Books, Nueva York, 1962, pássim.
- Rosser Reeves, Reality in Advertising, Knopf, Nueva York, 1961, p. 141.
- James Kelly, «In Defense of Madison Avenue», New York Times Magazine, 23 de diciembre de 1956.
- Leon Festinger, A Theory of Cognitive Dissonance, Row, Peterson, Evanston (Illinois), 1957, pássim.
- Leo Marx, «Notes on the Culture of the New Capitalism», Monthly Review, vol. 11, nº ¾, julio-agosto de 1959, p. 116.
- A. C. Pigou, Economics of Welfare, 4ª edición, Macmillan and Co., Londres, 1938, p. 199.
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