Capitalismo digital: fragilidad social, explotación y solucionismo tecnológico1
Aitor Jiménez González2; César Rendueles Menéndez de Llano3
Fuente: Teknokultura. Revista de Cultura Digital y Movimientos Sociales. ISSNe: 1549-2230. (2020) https://dx.doi.org/10.5209/TEKN.70378
Reconocimiento 4.0 Internacional (CC BY 4.0)
1 La coordinación de este monográfico ha sido posible gracias a la Doctoral Research Fund concedida por la Universidad de Auckland (Nueva Zelanda) dentro del marco del COVID PhD Initiative (REF-3722228).
2 University of Auckland (Nueva Zelanda). E-mail: aitor@auckland.ac.nz
3 Universidad Complutense de Madrid (España). E-mail: crenduel@ucm.es
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1. Más capitalista que digital
El capitalismo desregulado global contemporáneo ha mantenido, desde sus orígenes, una profunda afinidad con el modelo hegemónico de comunicación digital (Fuchs, 2020). La contrarreforma neoliberal que, a partir de los años setenta del siglo pasado, acabó con el pacto keynesiano de postguerra y la tecnología digital entendida como un sistema de comunicaciones desinstitucionalizado, privado y mercantilizable se retroalimentaron mutuamente (Dean, 2009). La tecnología fue un factor importante del desmantelamiento de los sistemas de control financiero y los partidarios de la utopía mercantil apostaron decididamente por las redes de comunicación globales como una condición de posibilidad material de su proyecto (Janeway, 2018). Pero, además, entendieron que la tecnología digital proporcionaba algo de lo que el capitalismo había carecido hasta entonces: un modelo de sociedad y una cultura propia, una proyección amable y no monetarizada de los mercados globales sobre los vínculos sociales cotidianos. Del mismo modo que, según la ortodoxia económica, el mercado llega a puntos de equilibrio sin la intervención de un centro regulador, las redes sociales serían, desde una perspectiva peculiar pero ampliamente difundida, capaces de generar estructuras estables de sociabilidad a partir de la interacción no coordinada.
El final de la primera década del siglo XXI supuso la quiebra del modelo neoliberal como proyecto hegemónico mundial. A partir de 2008, la denominada Gran Recesión estableció nuevas coordenadas políticas caracterizadas por la normalización de la precariedad laboral (Schwaller, 2019) y vital y el ascenso de movimientos iliberales con un marcado sesgo nacionalista e identitario (Fuchs, 2018). En un primer momento, esa crisis del proceso globalizador no afectó a la utopía tecnológica. Al contrario, tras el crash financiero, el ciberfetichismo se convirtió en una fuente de soluciones extremadamente consensual para un abanico aparentemente ilimitado de problemas y, muy especialmente, para la crisis de acumulación capitalista (Rendueles, 2013). La tecnología digital pasó a ser vista como el último bote salvavidas para un régimen en descomposición. El capitalismo digital ha sido la esperanza de futuro de un sistema que aspiraba a mantenerse como horizonte histórico exclusivo de paz y prosperidad (Morozov, 2012).
En los inicios de la segunda década del siglo XXI se hizo evidente también la fragilidad de esa apuesta por el solucionismo tecnológico. Tras una serie de escándalos y reveses judiciales asociados a las prácticas criminales de grandes corporaciones como Google o Facebook, gobiernos e instituciones internacionales, desde la OCDE a la Comisión Europea, han coincido en señalar los peligros asociados a la digital dominance (Crémer et al., 2019; Moore & Tambini, 2018) de un puñado de megacorporaciones de Silicon Valley. Nadie duda de la creciente centralidad de las empresas tecnológicas en el capitalismo global pero no parece que esa posición de privilegio ofrezca una alternativa a la degradación del proyecto neoliberal. Al contrario, el capitalismo digital parece exacerbar algunas de las prácticas de precarización laboral, concentración monopolista, financiarización y pérdida de soberanía política (Jiménez, 2020).
La crisis del Covid-19 ha acelerado esa dinámica de descomposición. En primer lugar, porque ha mostrado en toda su crudeza y de forma concentrada las consecuencias del menoscabo de los sistemas de seguridad social y bienestar públicos, incapaces tras cuarenta años de austericidio de hacer frente a la emergencia sanitaria y a la paralización económica. Además, la pandemia ha puesto de manifiesto algunas contradicciones entre el capital y el trabajo tan propias de nuestro tiempo, tanto la centralidad del trabajo no cualificado como la crisis de los cuidados: las dificultades de muchas personas para abordar el trabajo reproductivo, esencial para el sostenimiento de la vida, pero escasa o nulamente remunerado.
En segundo lugar, la crisis del Covid-19 aceleró y sacó a la luz nuestra peculiar relación con los sistemas de comunicación digitales. En cuestión de semanas, las administraciones y los tejidos sociales y productivos de países en todos los continentes fueron llamados a desarrollar buena parte de sus funciones en la red. Facebook, Instagram y Whatsapp (todas dependientes de la misma compañía) pasaron a reemplazar algunos de los espacios de socialización tradicionales. Netflix y Spotify sustituyeron a nuestras salas de cine y de conciertos. Las oficinas y reuniones se distribuyeron por cientos de miles de hogares conectados por una tupida red de apps, entre las que destacaron Skype, Google Meet y Zoom (Klein, 2020).
Ha sido un experimento ambiguo. En cierto sentido, mostró las carencias del proyecto de digitalización generalizada. Hace falta algo tan brutal y violento como una pandemia para que se hagan realidad las fantasías internetcentristas y se produzca una colonización digital amplia de nuestra vida cotidiana. Algunos sectores, como el del comercio mayorista, el diseño, o incluso algunas administraciones contaban ya con las bases materiales y cognitivas para afrontar una realidad casi plenamente digitalizada. En otros casos, esa aspiración era claramente excesiva. A menudo las versiones digitales de la educación o distintas artes, por no hablar de las relaciones familiares, se han mostrado como simulacros pobres.
Pero, en cualquier caso, la población descubrió que, para continuar desarrollando una vida social o una actividad profesional, disfrutar del ocio y de la cultura o recibir educación, debían aceptar las condiciones y los términos impuestos por grandes corporaciones tecnológicas. El núcleo de la sociedad digital realmente existente es un entramado monopolista que permite a inmensas empresas privadas controlar infraestructuras fundamentales tanto de la actividad productiva como de gran parte de la vida cotidiana (Rahman, 2018). La globalización liberal ha incentivado una situación de dependencia respecto de un puñado de corporaciones digitales que controlan tecnologías que forman parte de la base económica contemporánea (Sadowsky, 2020a).
Sin la liberalización de los flujos especulativos de inversión, grandes plataformas tecnológicas como Google, Facebook, Uber o Amazon no existirían tal y como las conocemos. Sin el radical socavamiento de los bienes comunes, la privatización de infraestructuras clave de Internet no hubiera sido posible. Sin el debilitamiento causado a las organizaciones obreras, sería inimaginable la precarización laboral extrema de los trabajadores de Amazon o Deliveroo. Incluso la enorme transformación tecnológica de la que presume Silicon Valley ha sido posible gracias al intenso financiamiento público de investigación e infraestructuras cuyos frutos fueron rápidamente privatizados (Smyrnaios, 2018).
Pensar históricamente el capitalismo digital permite analizar el pasado y el presente, pero también imaginar el futuro digital que queremos. El poder del que hoy gozan los grandes capitalistas digitales les ha permitido dominar sectores tradicionales como las comunicaciones, la venta al por menor, el ocio o el acceso a la información. El control de los recursos productivos del presente les dota además de un poder sobre el futuro con el que pocos estados pueden competir. Por ejemplo, Facebook ha estado invirtiendo fuertemente en el desarrollo de tecnologías de reconocimiento facial que, para, muchos será el pilar de las tecnologías de vigilancia venideras (Schwartz, 2020). Por un lado, cuenta con un incomparable acceso a millones de imágenes y metadatos de sus usuarios y de sus allegados. Por el otro, goza de la fuerza económica suficiente para desarrollar o adquirir la tecnología necesaria para procesar esa gigantesca cantidad de datos. Del mismo modo, ningún organismo nacional o internacional, público o privado dentro del sector de la educación cuenta con información de sus usuarios o del mercado comparable a la que maneja Google gracias al extendido uso de sus aplicaciones educativas. No solo dispone de un conocimiento milimétrico de sus usuarios, muchos de ellos menores, sino que también está en condiciones de desarrollar y entrenar potentes algoritmos relacionados con la educación y otros ámbitos como la traducción, corrección o incluso generación de contenidos (Morrison, 2020). La dominación del presente está permitiendo a las grandes corporaciones digitales definir el curso de los acontecimientos futuros.
Hace tiempo que el capitalismo digital trascendió las cada vez más desdibujadas fronteras entre lo digital y lo material. Tal y como se analiza en este número monográfico, sectores como la agricultura, la seguridad, la educación, el turismo, la producción industrial o audiovisual, el trabajo de reparto o el transporte público no pueden comprenderse ya sin tomar en cuenta a los gigantes digitales. El capitalismo digital propone una reorganización del capital y el trabajo basada, por un lado, en el uso extensivo de tecnologías automatizadas y de vigilancia y, por otro, en la proletarización radical de los trabajadores de las plataformas digitales (Sadowsky, 2020b; Delfanti, 2019). Aunque las tecnologías han cambiado profundamente, el objeto central de los debates de la economía política contemporánea mantiene fuertes conexiones con problemas clásicos: ¿quién posee los medios de producción?, ¿quién organiza las relaciones productivas?, ¿en base a qué intereses?, ¿siguiendo qué modelos?, ¿persiguiendo qué fines?
El control de las grandes corporaciones digitales sobre las infraestructuras críticas de la economía digital, así como su poder para determinar las relaciones de producción les confiere un creciente poder político. Esta dinámica no ha pasado desapercibida y ha dado lugar a un amplio abanico de análisis y programas de investigación tanto académicos como institucionales. Sin afán de exhaustividad, cabe enumerar algunos de estos núcleos de interés: 1) dependencia y soberanía tecnológica; 2) gubernamentalidad algorítmica; 3) dataficación del estado de bienestar; 4) securitización de la vida cotidiana; 5) privatización de la esfera pública, y 6) democratización de las infraestructuras digitales.
La primera mitad de 2020 ha sido rica en sucesos que han puesto de manifiesto la interdependencia de todos estos ejes del capitalismo digital, como la contribución de Facebook a la difusión de discursos de extrema derecha en un contexto de movilización social contra el racismo. O los inquietantes vínculos de la alt-right con compañías que, como Clearview, proporcionan servicios de reconocimiento facial y tracking de ciudadanos a organismos de seguridad públicos y privados de todo el mundo. La comprensión de fenómenos como el racismo de los algoritmos en los sistemas de justicia, la viralización de discursos xenófobos y homófobos en los media o la plataformización de la educación requiere de estudios relacionales capaces de poner en diálogo perspectivas críticas múltiples y diversas. Este es el objetivo de este monográfico, que reúne puntos de vista muy diferentes unidos por su vocación crítica y su ambición explicativa.
2. Algunos antecedentes teóricos
2.1. En el principio fue la comunicación. Ciberespacio y tecnopolíticas (1990-2012)
El capitalismo digital, entendido como un modelo de acumulación y explotación capitalista cuya base organizativa es la economía digital es un fenómeno reciente que, sin embargo, ha recibido gran atención tanto de los académicos como del público en general. En la medida en que se trata de una fase del desarrollo capitalista su genealogía podría remontarse hasta los orígenes de este sistema económico. No obstante, dada la especificidad que le confiere su estrecha relación con un conjunto de tecnologías productivas y sociales fácilmente delimitables cabe situar su punto de partida a comienzos de la década de los 90 del siglo pasado, cuando se producen tres grandes rupturas tecnológicas y sociales. La primera tiene que ver, por supuesto, con la aparición en 1989 de lo que se conoce popularmente como la web o (World Wide Web) y de la casi inmediata privatización de sus infraestructuras fundamentales (Frischmann, 2000). La segunda ruptura es el nacimiento de la primera plataforma digital exitosa financiada por venture funds: Netscape, el primer navegador masivamente utilizado (Yoffie & Cusumano, 1999). La tercera tiene que ver con la reorientación política orquestada por el gobierno estadounidense de Bill Clinton, que fijó como una de sus prioridades la extensión de las tecnologías de la información a todos los sectores sociales y económicos (Dyer-Witheford, 1999).
Estas tres rupturas tuvieron su epicentro en California y, más concretamente, en la región conocida como Silicon Valley. Así que no es extraño que uno de los análisis pioneros que abordó desde las ciencias sociales la cuestión del capitalismo digital tuviera como objeto el estudio de la ‘ideología californiana’ (Barbrook y Cameron, 1995) –o, lo que es lo mismo, la versión digitalizada del libertarianismo y neoliberalismo estadounidense–, siguiendo una línea heredera de los estudios de comunicación de Dallas Walker Smythe (1981). Richard Barbrook y Andy Cameron entendieron que lo determinante de Internet no era tanto el medio en sí como el entramado sociotecnológico y económico que se estaba generando a su alrededor. Tanto por su objeto de estudio –la ideología del modelo capitalista californiano– como por su enfoque –los estudios culturales y de comunicación– definieron una nueva forma de pensar el naciente momento económico e identificaron muchos de los rasgos que más adelante caracterizarían lo que hoy conocemos como capitalismo de plataformas.
En este caldo de cultivo, comenzaron a proliferar teorizaciones más amplias del fenómeno sociodigital (Castells, 2000; Van Dijk, 1999) que analizaban tanto su impacto económico como el nacimiento de nuevas formas de articulación social basadas en estas tecnologías. Es en estos años cuando se establecen tres grandes centros de estudios dedicados específicamente al estudio del impacto social de internet y de las tecnologías de la información: el Berkman Klein Center for Internet & Society en la Universidad de Harvard (1998); el Internet Institute de Oxford, dirigido por Luciano Floridi (2000), y el Institute of Network Cultures de la Amsterdan University of Applied Sciences, liderado por Geert Lovink.
En paralelo a las contribuciones académicas, comenzó a aparecer también una potente escena crítica con su propia producción teórica. En primer lugar, la corriente que podríamos denominar ‘hacktivista’ surgió fuertemente vinculada a las demandas de los movimientos de software libre que, bajo una ética de autorganización y autonomía, propugnaban la descentralización de los procesos productivos y sociales desarrollados en el mundo cibernético, y el empoderamiento de la ciudadanía por medio de herramientas digitales, en lo que luego se conocerá como ‘tecnopolítica’ (Hilmanen, 2001; Blankenship, 1986). Una segunda perspectiva crítica creció al calor de postoperaismo italiano, con autores como Maurizio Lazzarato (1997), Yann Moulier Boutang (2001) y, sobre todo Tiziana Terranova (2000). El foco de atención de estos nuevos ‘socialistas digitales’ se centró en lo que pasó a denominarse como ‘capitalismo cognitivo’: un régimen de acumulación y de explotación capitalista centrado en la explotación del conocimiento producido por el ‘cognitariado’.
2.2. De la era de las plataformas al gobierno algorítmico (2012-2020)
Si el contexto político de la década de los 90 propició el auge de lo que se denominó como ‘sociedad red’, en la segunda década del siglo XXI ocurrió lo mismo con las plataformas digitales. Las brutales turbulencias económicas de 2008 terminaron por colapsar en 2012 provocando un desplazamiento masivo de capital especulativo hacia el sector tecnológico (Srnicek, 2017). Fuertemente capitalizadas, las plataformas supervivientes del pinchazo de la ‘burbuja puntocom’ en 2000 se expandieron por todos los rincones del globo. Por otro lado, al igual que sucedió en los años 90 de la mano de Bill Clinton, una administración estadounidense demócrata sentó las bases jurídicas y políticas para la expansión de una nueva fase de capitalismo digital. Tanto las decisiones como las inacciones del gobierno de Barack Obama siguen definiendo algunas de las grandes cuestiones de la sociedad digital actual y con ello las agendas de los investigadores que las estudian: el gobierno 2.0 (Katz et al., 2013); el incremento de los algoritmos en tareas de gobierno (Lyon, 2015), y la connivencia y pasividad ante el auge de los monopolios digitales (Taplin, 2017).
En primer lugar, el gobierno de Barack Obama cultivó una estrecha relación con el ecosistema ‘liberal’ de Silicon Valley. Así, las campañas electorales de Obama fueron pioneras, por ejemplo, en el empleo dual centralizado-descentralizado de la propaganda en redes sociales, el crowfounding, la extracción de datos privados o la movilización de las bases o grasroots (Bimber, 2014; Harfoush, 2009). El interés por la conocida como ‘democracia 2.0’ ha generado una escuela multidisciplinar que podríamos definir como ‘neoinstitucionalismo digital’ –en ocasiones, heredera de la new management school– y que tiene como foco de análisis la interacción entre Estado, capital y sociedad en un contexto de hipertecnologización. Desde 2008, los estudios dedicados a la democracia 2.0 y al platform government, así como a cuestiones vinculadas a la libertad de expresión on-line han crecido espectacularmente. Una de las principales corrientes neoinstitucionalistas, con autoras como Beth Noveck (2009, 2017) o Tim O´Reilly (2011), propone reformar los actuales estados burocráticos siguiendo un modelo de platform state, es decir, concibiéndolos cómo plataformas a las que otros actores públicos y privados complementarían, reduciendo al mínimo su estructura y permitiendo la adopción por parte de los estados no solo de las tecnologías sino de las formas de organización corporativa de Silicon Valley.
En segundo lugar, la administración Obama subsidió a las grandes corporaciones digitales mediante grandes contratos, becas e inversión en investigación básica, elementos que compañías como Apple capitalizaron hábilmente (Levine, 2018; Mazzucato, 2011). Si bien esto no es un fenómeno exclusivo de la era Obama, la apuesta de este gobierno por las tecnologías digitales fue cualitativamente superior a la de sus predecesores (por ejemplo, la inteligencia artificial cobró un espectacular protagonismo en la tecnología militar) (Turse, 2012). Del mismo modo, se aprobó la incorporación de potentes algoritmos en los sistemas de justicia, así como la adopción de sistemas de vigilancia predictiva en los departamentos de policía. El estudio de estas controvertidas tecnologías ha dado lugar a prolíficos centros de investigación como el Data Society o el AI Now, ambos en Nueva York, y publicaciones especializadas como el Big Data & Society, centradas en el análisis de las dimensiones éticas, políticas y económicas de la gubernamentalidad algorítmica. Esta clase de estudios, que podríamos denominar ‘sociología crítica digital’, ha experimentado un notable crecimiento a causa de la preocupación pública por el manejo de datos por parte de corporaciones digitales y las implicaciones que esto tiene para los derechos fundamentales (Richardson et al. 2019; Ferguson, 2019; Eubanks, 2018; Wang, 2018).
Por último, el gobierno de Obama contribuyó a afianzar los nuevos monopolios digitales, como Google o Facebook. Por un lado, impulsó su expansión global, fomentando un clima propicio para los flujos de inversión capitalista. Por otro, no se tomaron las medidas necesarias (señaladas por instituciones y académicos) para impedir que estas corporaciones devorasen a la competencia y se convirtieran en monopolios. La consolidación del capitalismo digital está intrínsecamente ligada al éxito de las empresas de Silicon Valley, que ha sido ampliamente estudiado por investigadores procedentes de diferentes disciplinas, desde posiciones más o menos críticas. No obstante, a efectos expositivos, aquí clasificaremos estas contribuciones en dos grandes grupos: el nuevo regulacionismo y los socialistas digitales.
En el primer grupo se sitúan las perspectivas centradas en el estudio y la crítica del mercado monopolístico digital y, en su caso, las propuestas, para controlarlo. Muchos de estos autores, como Orla Lynskey (2019, 2015) se mueven en posiciones moderadas cercanas a la línea oficial de la Unión Europea. Así mismo, cabe señalar a la plétora de glosadores que han acompañado cada movimiento judicial entre la Comisión y los gigantes de Silicon Valley, y muy particularmente a los informes generados desde la propia Comisión, que han pasado a convertirse por sus dimensiones y calidad, en un corpus académico en sí mismo. En segundo lugar, tenemos a los regulacionistas antitrust, que proponen un retorno a las políticas antimonopolistas del New Deal, adaptadas a los nuevos tiempos. Pepper Dagenhart Culpepper (2020), Lena Khan (2016), o Veena Dubal (2017), son algunos de los nombres que desde diferentes especializaciones jurídicas han venido cuestionando el régimen de dominio que ejercen sobre usuarios y trabajadores compañías como Facebook, Google, Uber o Amazon.
La segunda gran corriente teórica que hay que mencionar es el ‘socialismo digital’. De nuevo, se trata de un conjunto heterogéneo unido por su posición crítica frente al capitalismo digital entendido como un modo de producción o un sistema de explotación. Es decir, se trata de un enfoque que fija su atención en los aspectos estructurales de la economía política digital y revindica el reempoderamiento social, el fin de la dependencia tecnológica y la democratización de las esferas digitales privatizadas. Dentro de este espectro, algunos análisis pueden entenderse, salvando las enormes distancias, como una continuación de los estudios de la primera generación de socialismo digital. Es el caso, entre otros, de Nick Srnicek (2017) o Nick Dyer-Witheford (2020) que, en ocasiones, han logrado trascender los estrechos márgenes de la academia e influenciar a fuerzas políticas como el partido laborista inglés con propuestas como la nacionalización de las infraestructuras digitales básicas, cercanas a su vez a las reivindicaciones contemporáneas de un retorno de la planificación económica de teóricos como Campbell Jones (2020). También dentro del socialismo digital, pero en un marco analítico más cercano al marxismo tradicional se encuentran autores como Christian Fuchs (2019), que han intentado reconceptualizar a la luz de la economía digital el aparato teórico de Marx. Y, finalmente, cabe mencionar perspectivas heterodoxas vinculadas a movimientos sociales –hacktivismo, sindicalismo, cooperativismo…– que intentan poner en diálogo la tecnopolítica, el aparato teórico marxiano y las propuestas políticas menos estatalistas. Muestra de ello pueden ser los trabajos de Trebor Scholz (2016), cerca nos al cooperativismo, o de Morozov (2019), próximos a un marxismo de planificación no centralizado.
Como se puede apreciar, la creciente relevancia del capitalismo digital en nuestras sociedades ha generado un amplio y variado elenco de contribuciones teóricas más o menos críticas o consensuales. Por el momento, y con algunas excepciones destacadas, esta atención mediática, social, cultural y académica no ha tenido en el ámbito castellanoparlante y portugués un correlato acorde a las aportaciones de otros lugares. Esperamos que este número monográfico contribuya a paliar esa situación.
3. Presentación de los artículos [ … ]
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