Hacia un Humanismo Cosmopolita

P. José Bubén Murillo Diaz, S.J.

Fuente: Revista Theológica Xaveriana Nº94. 1990. Bogotá, Colombia: Pontificia Universidad Javeriana

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Me voy a referir al humanismo como actitud fundamental, que consiste en la preocupación y búsqueda del pleno desarrollo humano del hombre, basada en el reconocimiento del valor incondicional de la persona. Parecería redundancia hablar del desarrollo “humano del hombre”. ¿No sería mejor decir “desarrollo integral”? Yo creo que las dos expresiones son equivalentes; sin embargo, prefiero hablar de desarrollo humano porque, por su parte, de esa manera se deja entender más claramente la amenaza de un desarrollo deshumanizante y, por otra, que se trata del desarrollo universal, de todos los hombres. Ese humanismo quedó muy bien expresado en el conocido texto de Terencio: “Soy hombre, nada humano me es ajeno”.

Si eso es así, una Universidad será humanista no tanto por tener una Facultad de Humanidades, cuando porque asume con un interés particular, el promover ese pleno desarrollo. En ella la formación de los estudiantes no es un mero resultado concomitante de su paso por las aulas, sino que se lo busca expresamente y de propósito, a través de los programas de enseñanza, de la investigación, de las actividades extracurriculares, de los deportes, y, en general, del medio universitario. Y, además, porque su preocupación no se centra solamente en el desarrollo humano de quienes la integran, sino de todo hombre.

Es verdad que en la educación de la persona intervienen diversos factores, como la herencia, la familia, el ambiente social, la historia de cada uno. Más aún, hay quienes piensan que la labor educativa de la universidad no tiene relevancia frente a esos factores, por actuar éstos en la persona, desde más temprano, cuando el sujeto es mucho más modelable, en forma más constante y de una manera inconsciente, de suerte que no puede protegerse contra su acción.

Sin embargo, creemos que vale la pena hacer el esfuerzo, y que la ventaja de la Universidad está precisamente en que su acción educativa va encaminada a despertar la conciencia y a suscitar las decisiones libres, de tal forma que sea el sujeto el agente de su propia formación.

Lo que ahora nos preguntamos es: ¿Cuál debe ser el modelo de hombre que guíe nuestra labor educativa? ¿Cuáles serán los rasgos que debe fomentar? ¿En qué sentido se orienta, en las circunstancias actuales, el pleno desarrollo humano?

Yo creo que el humanismo cristiano para el ya cercano siglo XXI deberá ser un humanismo que podríamos llamar “cosmopolita”. Esta palabra no la entiendo en el sentido en que actualmente hablamos de una persona cosmopolita, porque se mueve con facilidad por el mundo, pero sin arraigo en ninguna parte; o de ciudad cosmopolita, habitada por ciudadanos de todas partes, pero vinculados con ella solamente por relaciones e intereses generalmente económicos o de diversión. Cuando hablo de humanismo cosmopolita entiendo esta palabra en su sentido etimológico de “ciudadano del mundo”: del mundo de la naturaleza y del mundo de los hombres. Intentaré explicar esta doble relación.

1. Ciudadano del mundo de la naturaleza: el hombre en comunión con la naturaleza

La historia del desarrollo tecnológico es la historia de la liberación del hombre respecto a la naturaleza y del dominio que él ha ido adquiriendo sobre ella. No hace falta detenerse en esto. Baste decir que el hombre ha pasado de un estado en el que estaba casi plenamente sometido a la naturaleza y a sus fuerzas, a otro en el que éstas están sometidas a él. Esta conquista continúa y se va haciendo más acelerada cada día: primero fue la conquista de la tierra, después la del mar y el espacio, también el interplanetario; se ha extendido al interior del átomo, a los constitutivos de la materia y avanza hacia el dominio de la vida por la manipulación genética, sin que esta carrera tenga visos de desacelerarse. El hombre ha pasado de una condición en la que se le podía considerar como mero producto de la evolución, a otra en la que es, cada vez más, su conductor.

Sin embargo, este cambio de la relación hombre-naturaleza, en lugar de haber hecho al hombre más humano, lo ha deshumanizado y lo ha convertido en una amenaza creciente de destrucción, no solamente para la naturaleza, sino para el hombre mismo, de tal manera que parece que el desarrollo tecnológico ha llegado a lo que en 1972 el Club de Roma llamó “Los límites del crecimiento”.

¿Qué hacer? ¿Detener el progreso científico y tecnológico? Hay quienes lo desearían. Pero, una vez echada a andar esa máquina, no hay quien la pueda detener sino ella misma. Por lo demás, la técnica, por sí misma, es buena y ha significado para la humanidad un gran progreso en muchos aspectos. Gracias a ella se goza, en general, de un mejor nivel de vida, de una mejor alimentación, de mejor salud, de más larga vida, de mayores posibilidades de formación profesional y de más participación en los bienes de la cultura, entre otros.

Pero, si no puede dejar de usarse la técnica, sí tiene que darse un cambio en la conciencia del hombre con respecto a la naturaleza. Hasta ahora el hombre se ha considerado a sí mismo como independiente de ella y como su dueño y señor absoluto. Por otra parte, en la naturaleza no ha visto más que un arsenal inagotable de recursos para la explotación y el consumo, sin tomar en cuenta que ella y nosotros formamos un todo y nos necesitamos mutuamente. De esta manera la ha vaciado de realidad, convirtiéndola en nuevo objeto, es decir, en algo que simplemente está allí frente a él, para echar mano de ella y manipularla a su arbitrio.

Pero la naturaleza es mucho más que un objeto. Se trasciende a sí misma más allá de su objetalidad, en una dimensión oculta a los sentidos y al conocimiento científico y asequible solamente al conocimiento sapiencial y medidativo. A esa dimensión oculta podemos llamarla numinosa.

Esta dimensión numinosa de la naturaleza no es la proyección del sentimiento de miedo y de respeto del hombre primitivo ante las fuerzas amenazantes, de origen desconocido, de la naturaleza, sino que forma parte de su realidad. Es lo que Teilhard llama “la interioridad de las cosas”, su subjetividad. De ella habla Heidegger, cuando dice que “en las cosas se manifiesta todo el universo: la tierra, el cielo, los hombres (Über das Ding). Karl Jaspers también la reconoce cuando llama al mundo “Schiffre”, es decir, mensaje cifrado, escritura que no puede entender, sino el que tiene la clave para descifrarlo. Este significado asequible solamente mediante la interpretación, no es algo añadido por el intérprete sino que está contenido en el texto; más aún, es su verdadera realidad, puesto que toda la razón de él es su significado. La numinosidad es la realidad misma en cuanto está cargada de sentido y es capaz de despertar en nosotros asombro’ sobrecogimiento, admiración y respeto. En un grado incipiente la poseen las cosas inertes y en forma gradualmente mayor, las plantas, los animales y el hombre. “Hay muchas cosas admirables, afirma Sófocles, pero la más admirable es el hombre” (Antígona).

Hay una correlación directa, descrita admirablemente por Marcel, entre el hombre y el mundo, de suerte que sólo cuando éste es para el hombre más que simple objeto, es decir, cuando está revestido de su carácter numinoso, y el hombre vive en comunión con él, sólo entonces el hombre es también auténticamente humano. Por el contrario en la medida en que el hombre objetiviza la naturaleza, en esa misma medida se deshumaniza a sí mismo.

De esta suerte podemos decir, que no solamente tomamos de la naturaleza los elementos que forman nuestro cuerpo y las energías que lo mantienen con vida, sino también alimento para la vida de nuestro espíritu.

Soy consciente de que todo esto puede parecer simple metáfora, más que razonamiento sólido. Y, sin embargo, se trata de un hecho de experiencia cotidiana, aunque tal vez no le han puesto suficiente atención ni los filósofos ni los psicólogos ni los teólogos, sino solamente los poetas, los artistas y los santos.

Esta capacidad de descubrimiento de la dimensión numinosa de la naturaleza, con el consiguiente cambio de actitud hacia ella por parte del hombre, es lo que llamo Humanismo Cosmopolita. No lo llamo humanismo ecológico, porque esta palabra, en el uso diario, tiene un significado muy restringido, como si la ecología tuviera que ver solamente con el cuidado por evitar la contaminación ambiental. El humanismo al que me refiero implica ciertamente ese cuidado, puesto que la naturaleza constituye nuestro ambiente habitacional, pero este sería solamente el aspecto negativo. Más allá de eso tiene que haber en nosotros un cambio en la perspectiva, desde la cual vemos las cosas. Hasta ahora parece que las miramos solamente en su contexto inmediato y en su relación externa a nosotros. En adelante tendremos que verlas en su contexto global y en la función que desempeñan en el conjunto.

La tala de un bosque puede significar un lucro económico inmediato con la venta o utilización de la madera; puede significar también, ganar un espacio más para el cultivo agrícola; pero debemos mirar, además, la función que desempeñan los bosques en el conjunto de la tierra y en el ecosistema. Por el contrario, la urbanización de un terreno favorable a la agricultura significa ganar espacio para la construcción de viviendas, pero es una pérdida para la obtención de alimentos.

Hay que reconocer que algo se ha avanzado ya en este cambio de perspectiva mediante el estudio sistémico de los fenómenos, pero tenemos que admitir que no ha sido lo suficiente, especialmente en nuestros países.

Correspondientemente a ese cambio de perspectiva respecto a lo demás, tenemos que mirarnos también a nosotros mismos en nuestra función con respecto al conjunto. En este punto la Teología de la creación, todavía no suficientemente desarrollada, podría prestar un valioso servicio a las ciencias. Hasta ahora nuestra Teología ha insistido principalmente en la redención del hombre. Pienso que en el futuro tiene que insistir también en la creación, en la redención y en la salvación de la naturaleza como papel y función del hombre, y como responsabilidad muy especial del cristiano.

De suerte que de la misma manera que la Revelación libró al hombre de la esclavitud de la naturaleza (porque esto no fue un logro sólo de la ciencia y de la técnica, ya que sin la Revelación esa liberación no hubiera sido posible desde la perspectiva numinoso-panteísta del primitivo), así también ahora, será la Revelación la que libere a la naturaleza de la esclavitud a que la ha sometido el hombre.

Con lo dicho aparece claro que el humanismo del que hablamos no se contrapone al humanismo cristiano, sino que es una explicitación de él apropiada a las circunstancias actuales y sobre todo futuras. Solamente una visión cristiana del mundo y del hombre es capaz de inspirarlo. Por otra parte, creo también que es un humanismo que brota naturalmente de los Ejercicios Espirituales, muy especialmente del Principio y Fundamento y de la Contemplación para alcanzar amor.

Estas ideas no son nuevas para nadie, pero pienso que vale la pena reflexionar sobre ellas, porque pueden despertar nuestra imaginación para encontrar enfoques novedosos y audaces en nuestra labor educativa universitaria. Desde esta perspectiva, cada una de las carreras y profesiones que tenemos en nuestras universidades, podría renovarse creativamente. Las carreras técnicas podrían ser tan humanistas, y aún más, que las llamadas humanísticas. En lugar del hombre depredador formaríamos hombres que, con el ejercicio de su profesión, contribuyeran a aportar Su esfuerzo en la creación de un mundo que transparente cada vez mejor la sabiduría, el poder, la belleza y el amor de Dios (Rom. 1.18-22; 8.19-22). En ese mundo, el hombre será también más humano.

2. Relación con el mundo de los hombres: hombre en comunicación con los hombres

La segunda relación que voy a tratar brevemente es la relación al mundo de los hombres.

A lo largo de la historia, el tipo de relaciones que ha prevalecido, especialmente entre los grupos o clases sociales y entre las naciones, ha sido el de las relaciones de poder. Desde un punto de vista centrado en el sujeto, se busca hacer prevalecer frente al otro los intereses propios o los del grupo o los de la nación. Pero, como el otro también busca lo propio, se le mira no solamente como extraño sino como competidor que puede impedir la consecución de los propios intereses. Surge, de esa manera, la lucha por el dominio, de la que finalmente resultará un opresor y un oprimido. Y esto ocurre en todos los órdenes: en el social, en el económico, en el militar y aún en el religioso. Es claro que en este tipo de relaciones ninguno gana en su condición y desarrollo en cuanto hombre; no el oprimido, como es obvio; pero tampoco el opresor, ya que esa misma actitud lo descalifica como humano.

Así como veíamos que la relación científico-tecnicista con respecto a la naturaleza está haciendo crisis actualmente, del mismo modo podemos observar que las relaciones humanas basadas en el poder están llevando a la humanidad a una profunda crisis que, según algunos, anuncia la gestión de un nuevo orden mundial. En el fondo se trata de una crisis moral, de valores, debida a la prioridad que se ha dado a los intereses propios sobre los comunes, a costa del valor hombre. ¿Cómo salir de ella?

Nos ayudará recordar la distinción que hace Bergson, entre “moral cerrada” y “moral abierta”. La moral cerrada brota inmediatamente del instinto; impulsa a la satisfacción de los intereses primarios del individuo o del grupo al que él pertenece; controla la conducta principalmente mediante el miedo y finalmente es una moral estática que tiende a mantener los patrones existentes de conducta. Por el contrario, la moral abierta escapa al instinto y brota de la espiritualidad del hombre; impulsa al amor a los demás como a sí mismo; es dinámica y creativa de valores y ejerce el control de la conducta, mediante la razón y la libertad.

La moral que ha prevalecido en las relaciones humanas ha sido la moral cerrada y es precisamente la que ha llevado al mundo a la crisis en que nos encontramos: en el orden económico con la dolorosa división entre países ricos y países pobres; países deudores y países acreedores, división que se hace cada vez más peligrosa; en el orden político con las tensiones en diversos países del mundo, sin excluir los países especialmente comunistas, que aspiran a una mayor democracia y participación del pueblo en las decisiones del Estado; en el orden social con las desigualdades de clase, que en muchos lugares siguen siendo muy grandes y con la discriminación racial, que con frecuencia lleva a la lucha armada; finalmente, también en el orden religioso y dentro mismo de la Iglesia, donde encontramos disensiones muy fuertes, que a las veces amenazan convertirse en cismas.

Esta crisis mundial no se podrá superar, si no es mediante un cambio en el que tanto las personas como las estructuras sociales y nacionales estén animadas por la moral abierta. El individualismo, etnocentrismo y nacionalismo deberán dar paso a una sociedad unida, solidaria e internacional, sin que se pierda la riqueza de la pluralidad de tradiciones. Es lo que yo entiendo por humanismo cosmopolita.

¡Utopía! Seguramente, pero una utopía que nos marca el sentido hacia dónde se deben orientar nuestros esfuerzos, si verdaderamente queremos superar nuestras crisis en forma positiva. Una utopía que, como dice Moltmann, es proyecto anticipado de un futuro que se desea, el cual, comparado con el estado presente, supone una mayor dignidad humana, una más amplia libertad y un valor más digno de ser vivido 1.

1. Cfr. MOLTMANN, Jürgen. El hombre Antropología cristiana en los conflictos del presente, Salamanca, Sígueme 1973, p. 65.

En realidad no se trata de una utopía nueva. Desde antiguo ha existito entre los hombres esta conciencia y anhelo de universalismo. Fueron los estoicos quienes, gracias a una intuición genial, desde antes de Cristo y por razones filosóficas, afirmaron una ciudadanía y fraternidad universal, en la que el amor a sí mismo debía extenderse en círculos concéntricos, primero a la familia y a los amigos, después a los de la misma ciudad y así sucesivamente hasta abarcar a toda la humanidad. Frente al nacionalismo griego, que consideraba a todos los no griegos como bárbaros, nacidos para ser esclavos, los estoicos proclamaban la igualdad radical de todos los hombres por participar todos de una misma “razón” y estar animados por el mismo “logos”. Si los griegos estaban orgullosos por su condición de griegos, ellos lo estaban más por considerarse como “ciudadanos del mundo”. Esta doctrina de una fraternidad universal que recomendaba la piedad y compasión hacia todos los hombres, preparó el terreno del cristianismo.

De alguna manera la misma idea de una ciudadanía universal encontró expresión en el orden jurídico establecido por el Derecho Romano y más particularmente en la figura del “cives romanus”, cuyos derechos y privilegios eran reconocidos en todo el “universo”, es’ decir, en todo el imperio. Pero simultáneamente se desconocían iguales derechos a todos los demás, pues se mantenía en vigor la esclavitud y las desigualdades de clase, por lo cual no llegó a realizarse el ideal al que aspiraban, por lo menos teóricamente, los estoicos.

Sólo en el cristianismo fue donde la doctrina de la fraternidad universal encontró su verdadera fundamentación y su plena universalidad, de tal manera que en adelante no se justificará ninguna división entre los hombres ya que, como afirma Pablo, en la Epístola a los Gálatas: “todos somos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús … Todos los que han sido bautizados en Cristo, están revestidos de Cristo. Ya no hay distinción de judío o griego, ni dé siervo o libre, ni de hombre o mujer” (Gal. 3, 26-28). Todo bautizado es, ‘por el mismo hecho, ciudadano de la “Katholiké Ekklesia”. Más aún, no sólo los bautizados, sino todos los hombres. En efecto, por derecho todos son ciudadanos de ella, por estar llamados al bautismo y porque por el hecho de la Encarnación están ya unidos a Cristo.

Me parece que podemos afirmar que fue ese espíritu cristiano el que hizo posible que el anhelo de unidad llegará a fraguar en la Declaración Universal de los Derechos Fundamentales del Hombre, suscrita por todas las naciones que se han incorporado a la O.N.U. en la cual se establece una cierta forma de ciudadanía universal.

Sin embargo, hasta ahora se ha tratado más de un buen deseo y de una aspiración que de una realidad.

Pero en adelante la crisis que vivimos nos impone la necesidad de pasar a la práctica y hacer real la unificación de los hombres en una comunidad global. Más aún, se están dando ya las condiciones para que se realice esa unidad, inspirada por la conciencia de una interdependencia, que de hecho nos hace solidarios para bien o para mal.

En efecto, el crecimiento demográfico, unido al asombroso desarrollo de las comunicaciones y transportes, está haciendo que toda la tierra se vaya organizando cada vez más como si fuera una sola nación. La prensa, el teléfono, la radio, y sobre todo la televisión han acortado de tal manera las distancias, que no sólo nos enteramos al instante de todo lo que ocurre en los lugares más remotos, sino que nos hacemos presentes en ellos, como testigos oculares, lo que nos lleva con frecuencia a participar emotivamente con los que lo viven. Las facilidades de transporte, por otra parte, nos facilitan el viajar rápidamente de un lugar a otro y entrar en contacto inmediato con otras personas, conocer otros países y otras culturas, de suerte que poco a poco van desapareciendo las fronteras y con la mayor cercanía se entrelazan más nuestros intereses, lo que también nos acerca más unos a otros espiritualmentey psicológicamente. Al mismo tiempo, la confluencia de culturas va formando una cultura global, que ha de caracterizarse por la comprensión, la tolerancia y el respeto. De hecho, querámoslo o no, estamos con-viviendo.

Esa nueva conciencia de la comunidad de intereses y de la interdependencia de unos y otros ha ido dando origen a la formación de agrupaciones y organismos internacionales de diversa índole: comerciales, políticos, religiosos, etc. El ejemplo más claro es probablemente el de la Unión Europea en la que los diversos Estados asociados gozan de iguales derechos y obligaciones.

Pero si el crecimiento demográfico y los avances tecnológicos en la comunicación y los transportes están presionando en el terreno de los hechos hacia un humanismo internacional o cosmopolita, otro tanto ocurre también en el terreno de las ideas, especialmente por la influencia del comunismo y del cristianismo.

El primero se esfuerza por todos los medios, ideológica y políticamente, por instaurar a nivel mundial una sociedad “internacional” igualitaria y sin clases, en la que se supone que se habrán superado los egoísmos y en la que todos mirarán por todos. No importa lo utópico de esa visión y la insuficiencia científica de sus bases; es una fuerza presente en todas partes y que entusiasma a grandes masas, especialmente de jóvenes.

Por su parte el cristianismo, y concretamente la Iglesia Católica, a través del Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes), de las encíclicas pontificias (Mater et Magistra, Populorum Progressio, Sollicitudo Rei Socialis, etc.) y de los Sínodos y Conferencias episcopales, está despertando la conciencia, no solamente de los cristianos, sino también de todos los hombres de buena voluntad, para que asuman la tarea de construir un mundo, en el que a todo hombre se le reconozca su dignidad y se le ofrezca la oportunidad de desarrollarse auténticamente como ser humano y en el que las relaciones entre los individuos y entre las naciones estén reguladas, no sólo por la justicia, sino por el amor, la solidaridad y la corresponsabilidad. Es lo que el Papa actual ha llamado la “Cultura del amor”.

Así pues, el humanismo universalista ya está presente bajo dos formas, la comunista y la cristiana. Pero estamos asistiendo a la crisis mundial del comunismo y de su humanismo, porque en realidad no es un auténtico humanismo, ya que está basado en el enfrentamiento de clases y en las relaciones de poder. Por eso no ha sido capaz de resolver los problemas del hombre.

Por tanto, la única y verdadera alternativa es un humanismo cristiano ecuménico e intercultural, que yo llamaría “cosmopolita”, por la fuerza evocadora que puede tener esa palabra.

El corresponde a las universidades católicas, creadoras ya de esa ciudadanía universal que es la ciencia, tomarlo como modelo educativo y crear conciencia de que formamos parte de una comunidad humana mundial unida, en la que todos somos solidarios y corresponsables del más pleno desarrollo humano de cada uno. En esta labor, las universidades dirigidas por la Compañía de Jesús cuentan con especiales facilidades ya que, estando difundidas por todo el mundo, podrían establecer, como lo sugirió varias veces el P. Arrupe, un sistema de intercambio de profesores y alumnos. En ese esfuerzo podríamos empezar por nuestras universidades latinoamericanas.

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