Partiendo de un análisis de las profundas transformaciones sociales y culturales que justifican lo que se describe como la nueva subjetividad expresiva propia de la modernidad tardía, el presente ensayo trata de mostrar su afinidad constitutiva con la patología de la identidad que numerosos autores consideran central no solo en el síndrome borderline o narcisista, sino también en buena parte de los trastornos mentales más frecuentes y representativos de nuestro tiempo.
Palabras clave: Identidad, postmodernidad, personalidad borderline, narcisismo. Fuente: Revista Latinoamericana de Psicopatologia Fundamental. (Rev. Latinoam. Psicopat. Fund., São Paulo, 18(1), 118-138, mar. 2015). CC BY-NC 4.0 DEED Attribution-NonCommercial 4.0 International.
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Identidades inestables: el síndrome borderline y la condición postmoderna
Enric J. Novella. Universidad Miguel Hernández de Elche
(Alicante, Espanha)
Introducción
En 1892, esto es, en un momento en el que las ciencias de la mente habían alcanzado ya un cierto grado de institucionalización, el neurólogo alsaciano Hyppolite Bernheim — cuyas experiencias con la sugestión y el hipnotismo admiraron e inspiraron al mismo Sigmund Freud — definía la psicología como “el dominio en el que convergen el médico y el hombre de letras” (citado por Micale, 2004, p. 1). De hecho, el periodo que se extiende aproximadamente entre 1880 y 1940 asistió a una intensa interrelación y fertilización cruzada entre las diversas disciplinas de lo mental y el ámbito de la creación artística y literaria, hasta el punto de que es posible establecer una serie de analogías y paralelismos muy reveladores entre el modernismo estético — al que Ortega describió justamente como un ‘subjetivismo radical’ (Ortega, 1925/1991) — y el psicológico: intentos de superación del ideario positivista/naturalista, perspectivismo, relativismo, fragmentación ‘vertical’ y ‘horizontal’ del yo, interés por el mundo onírico, instintivo y el psiquismo ‘primitivo’, autorreferencialidad, egotismo, etc. En este sentido, es interesante señalar que la esquizofrenia, una de las categorías más emblemáticas (y esquivas) de la psiquiatría contemporánea, no sólo fue aislada conceptualmente en el tránsito del siglo XIX al XX y tuvo una enorme popularidad en las décadas siguientes, sino que ha sido interpretada por algunos estudios como una suerte de paroxismo aberrante de la reflexividad cuyas manifestaciones psicopatológicas más prominentes remiten de forma invariable a la misma atmósfera cultural que alumbró la literatura de James Joyce, Marcel Proust y Franz Kafka o la pintura de Giorgio de Chirico, René Magritte y Salvador Dalí (Sass, 1992).
En aquellos años, la irrupción del psicoanálisis confirió un nuevo impulso a la proyección cultural del conocimiento psicológico, cuya franca progresión posterior ha alcanzado, como bien sabemos, a la práctica totalidad de ámbitos relevantes de la vida cotidiana (educación, trabajo, relacialones interpersonales, sexualidad etc.) y ha derivado en el variopinto conjunto de discursos y prácticas que cohabitan en la ‘sociedad terapéutica’ de nuestros días (Rieff 1966/1987; Castel, Castel & Lovell, 1992; Illouz, 2010). Y, en este contexto de consumo masivo de los conceptos y categorías de las ciencias de la mente, de absorción solipsista en los interminables avatares de la vida emocional y de fascinación generalizada por todo tipo de técnicas de conocimiento y manipulación del ‘yo’, parece lógico que las transformaciones de la subjetividad que subyacen y reflejan todos estos desarrollos también se hayan convertido en objeto de una creciente atención teórica e historiográfica (Cushman, 1995; Pfister & Schnog, 1997; Rose, 1999; Thomson, 2006).
El punto de mira se sitúa, en este caso, en lo que — siguiendo la propuesta terminológica del filósofo canadiense Charles Taylor (1996) — ha venido en describirse como la nueva ‘subjetividad expresiva’ de la modernidad tardía (o, si se quiere, postmodernidad), entre cuyos rasgos distintivos destacan — aparte del ya mencionado recurso a los saberes expertos — la búsqueda del sentido en el cultivo de la propia interioridad, la espontaneidad emotiva y la singularidad individual; la tendencia a la ‘inmersión’, la ‘vibración’ o la ‘resonancia’ como estrategias de fusión con el mundo exterior (un aspecto visible, por ejemplo, en la recolección de ‘sensaciones fuertes’ por medio de prácticas deportivas o sexuales de riesgo o en la musicalización atmosférica de los espacios públicos); y, en estrecha relación con lo anterior, la propensión a ‘borrar’ la alteridad de las tres hendiduras clásicas de la subjetividad, a saber, el cuerpo, los otros y el tiempo (Vázquez, 2005). Dentro de estos atributos, son tambien muy conocidos los diagnósticos que apuntan al ‘desencantamiento’, la frialdad (cool) y el vacío de significación experimentado ante la naturaleza y la cultura (Lipovetsky, 1986); a la exigencia ‘narcisista’ de autorrealización que conduce a expresar en cada acción el significado personal, único y auténtico de la propia vida (Lasch, 1979; Sennet, 1980); y, sobre todo, a la experiencia de aquello que el sociólogo británico Anthony Giddens ha definido como el ‘desanclaje’ (disembedding), esto es, la inseguridad y la incertidumbre de un mundo posttradicional donde ya no es posible recurrir a las antiguas instancias proveedoras de sentido e identidad (Giddens, 1991).
Desde el punto de vista psicopatológico, cabe suponer con todo fundamento que la irrupción de este nuevo patrón de subjetividad — al que algunos autores prefieren denominar ‘hiperindividualismo’ (Gilles Lipovetsky) o, directamente, ‘narcisismo’ (Richard Sennet y Christopher Lasch) — constituye un elemento nuclear en la génesis, la constitución cultural y la presentación clínica de algunos de los trastornos mentales más representativos de nuestro tiempo. Así, no debe sorprender que, en un mundo dominado por el desencantamiento de la razón instrumental, la exaltación de la riqueza expresiva del yo y el desanclaje — o lo que Taylor describe como la “cultura de la pérdida del horizonte” o los “marcos de referencia” (Taylor, 1996) —, las consultas y las quejas relacionadas con la consistencia de la propia identidad, la falta de autoestima, la ausencia de metas y valores o sensaciones recurrentes de vacío, futilidad o indiferencia sean particularmente frecuentes (Lasch, 1979; Gottschalk, 2000). Y es justamente aquí donde hay que situar la abrumadora presencia y la extraordinaria relevancia de los desórdenes cognitivos, emocionales y conductuales asociados con el diagnóstico de personalidad límite o borderline y otras perturbaciones caracteriales del ámbito narcisista en el marco de la clínica psiquiátrica y la teoría psicoanalítica contemporáneas.
Los estados fronterizos
La categoría actual del llamado trastorno límite de personalidad hizo su primera aparición en la nomenclatura oficial de la psiquiatría en 1980 con la tercera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-III) de la Asociación Americana de Psiquiatría y en el contexto de un énfasis creciente en los déficits y alteraciones del carácter como fuente primordial del malestar psíquico (Millon, 1981). No obstante, la categoría borderline llevaba circulando en la terminología psicopatológica al menos desde 1938, cuando el psicoanalista de origen húngaro Adolph Stern empezó a tratar pacientes que, a su juicio, “se encontraban en la zona fronteriza entre las neurosis y las psicosis”, ya que, aunque parecían estar más perturbados que aquellos que presentaban síntomas neuróticos convencionales — histeria, fobias, obsesiones, etc. —, no podían ser clasificados como psicóticos (Stern, 1938). Stern pensó que dichos casos mostraban signos de regresión a un estado de narcisismo temprano y de conflictos ‘pre-edípicos’ relacionados con la formación y la adquisición de la identidad, y sus apreciaciones dieron lugar a la emergencia de una nueva categoría de pacientes afectados por lo que pronto se denominarían trastornos del self (Kohut, 1977). En palabras de Stephen Frosh, la clínica asistió entonces a un llamativo desplazamiento “desde personas violentadas por deseos inconscientes problemáticos, como en los casos clásicos del psicoanálisis freudiano, (…) a otras que buscan desesperadamente el núcleo seguro y estable de su identidad” (Frosh, 1991, p. 45).
Ciertamente, ésta no era la primera vez que la psiquiatría había identificado una “zona fronteriza” entre la locura y la normalidad. De hecho, los primeros alienistas ya advirtieron la existencia de ciertos pacientes que razonaban adecuadamente, pero que presentaban claros indicios de afectación psíquica o emocional. El mismo Philippe Pinel, por ejemplo, propuso para estos casos el controvertido término de manie sans délire, y en 1835 el médico inglés James Cowles Prichard definió la ‘locura moral’ (moral insanity) como “una forma de locura consistente en la perversión mórbida de los sentimientos, los afectos, las inclinaciones, el temperamento, los hábitos, la disposición moral o los instintos, sin una alteración o defecto detectable del intelecto, la razón o las facultades cognoscitivas, y en particular, sin ilusiones ni alucinaciones”(1) (Prichard, 1835, p. 6).
Significativamente, esta forma elusiva de locura fue aludida reiteradamente durante la segunda mitad del siglo XIX mediante la metáfora del ‘límite’ o la ‘frontera’ (borderland), un lugar donde, de acuerdo con el también inglés Henry Maudsley, cabía ubicar a “un gran número de personas que, sin estar locas, muestran una serie de peculiaridades en su pensamiento, sus sentimientos o su carácter que las hacen llamativas y diferentes a las personas ordinarias” (Maudsley, 1867, p. 335). Dichas peculiaridades solían afectar particularmente a la capacidad de controlar los ‘bajos instintos’, con lo que Maudsley, como otros psiquiatras de su época, apuntaba a las clases populares urbanas y a su supuesta falta de ‘autocontrol’ como signos inequívocos de regresión hereditaria y locura potencial. Por su parte, otros médicos como el ‘inventor’ de la neurastenia George M. Beard describía en 1881 a estos “lunáticos incipientes” como individuos capaces de pasar por el mundo sin ser declarados enfermos, hasta el punto de que sólo el ojo entrenado del especialista podía identificar los sutiles estigmas que denunciaban su locura (Beard, 1881).
Centrando su atención en las notables fluctuaciones del estado de ánimo experimentadas por ciertos individuos, en 1913 Emil Kraepelin ya describió dentro de los “estadios preliminares de la locura maníaco-depresiva” una “constitución” que calificó como “irritable” y atribuyó a personas que desde su juventud “presentan oscilaciones extremadamente intensas en su estado afectivo” y “son muy sensibles a la influencia de los acontecimientos vitales” (Kraepelin, 1913/2012, p. 123). Entre otros aspectos, Kraepelin destacaba la facilidad con que estos individuos “se dejan arrastrar con el pretexto más irrelevante por accesos desmesurados de ira”, así como los súbitos virajes y cambios de rumbo que podían observarse en sus vidas “debido a su irritabilidad y sus cambios de humor; toman decisiones precipitadas y las ponen en práctica sobre la marcha; de forma inusitada, desaparecen, se van de viaje o se encierran en un convento” (Kraepelin, 1913/2012, p. 124).
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(1) As traduções do inglês ao espanhol das citações de Prichard (1835), Maudsley (1867) e Erikson (1980) são de Enric Novella.
Pero fue con posterioridad a las aportaciones de Stern cuando la elaboración conceptual de los ‘estados fronterizos’ fue confiriéndoles los principales elementos de su delimitación actual; a partir de entonces, en lugar de caracterizarlos como un territorio ambiguo e indefinido entre categorías clínicas preexistentes (al modo de una ‘neurosis severa’, una ‘psicosis maníaco-depresiva atenuada’ o una ‘esquizofrenia leve’), los psiquiatras empezaron a identificar sus rasgos más sobresalientes y distintivos (Plumed & Novella, 2005). En este sentido, cabe destacar la contribución del analista de origen austríaco Otto F. Kernberg, que acuñó el concepto de “organización límite de la personalidad” para referirse a un grupo de pacientes con una marcada inconsistencia comportamental y una notable “difusión de la identidad” (Kernberg, 1979), aspectos que todavía hoy dominan la comprensión de la personalidad límite. Así, la quinta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), aparecida en 2013, la define como “un patrón general de inestabilidad de las relaciones interpersonales, la autoimagen y los afectos, y una notable impulsividad que comienza antes de la edad adulta y está presente en una variedad de contextos”, insistiendo en la existencia de “cambios repentinos y dramáticos de la autoimagen, caracterizados por metas, valores y aspiraciones profesionales cambiantes” (APA, 2014, p. 664).
Tras su primera inclusión en el DSM-III, el trastorno límite de la personalidad se ha considerado como una de las alteraciones del carácter más frecuentes en la población general con una prevalencia aproximada del 2%, proporción que se incrementa en series clínicas hasta constituir entre un 11 y un 19% de todos los pacientes atendidos en servicios psiquiátricos (Selva, Bellver & Carabal, 2005). No obstante, y como era de esperar, la difusión y la creciente presencia de la categoría no ha estado exenta de controversia; y, así, mientras algunos autores han cuestionado la consistencia de un cuadro que abarca un conjunto tan variopinto de síntomas, otros han denunciado su utilización como una etiqueta denigrante reservada a pacientes ‘difíciles’ o han señalado el importante componente de género –no en vano, entre un 50 y un 80% de los diagnósticos corresponden a mujeres– involucrado en su elaboración teórica y en su aplicación clínica (Wirth-Cauchon, 2000).
En cualquier caso, y en lo que aquí interesa, bien se considere la personalidad límite como un síndrome clínico más o menos definido o como un nivel de organización de la personalidad, lo cierto es que una valoración incluso superficial de algunos de sus rasgos más destacados tanto desde un punto de vista fenomenológico como a nivel de la conducta observable — recordemos: marcada inestabilidad emocional con intensas oscilaciones anímicas, conflictividad en las relaciones interpersonales, pobre control de impulsos con tendencia a la exoactuación, intolerancia a la ansiedad y la soledad, ira inapropiada, tendencia a la desconfianza y el victimismo etc. —, incita a la reflexión y sugiere numerosas analogías con aspectos y tendencias presentes en la sociedad y en la cultura contemporáneas. Y esto es así especialmente en el caso del cuadro de la confusión o difusión de identidad que, como ya hemos visto, casi todos los autores consideran central en el espectro clínico de los estados fronterizos. Pues, ¿cómo no advertir en una sociedad y una cultura marcadas por el desanclaje y la pérdida de los marcos de referencia una profunda mutación en los procesos de subjetivación y formación de la identidad? ¿Cómo no ver en la avidez expresiva de la subjetividad ‘narcisista’ de nuestro tiempo el contrapunto necesario a un mundo desprovisto de sentido que ha devenido — en palabras del sociólogo de origen polaco Zygmunt Bauman — un “lugar inhóspito para el peregrino” en pos de su identidad en que nos transformó la modernidad? (Bauman, 1996). Desde esta perspectiva, por tanto, la difusión de identidad del paciente límite se nos muestra como el correlato psicopatológico de un fenómeno que va mucho más allá de lo estrictamente intrapsíquico.
La patología de la identidad
Los procesos de formación de la identidad han recibido una importante atención no sólo desde la psicología o la psicopatología, sino también desde disciplinas como la historia, la sociología o la filosofía. Si, como afirman los sociólogos Peter Berger y Thomas Luckmann, “la identidad es un fenómeno que surge de la dialéctica entre el individuo y la sociedad” (Berger & Luckmann, 1968), entonces no debiera sorprender este abanico de discursos en torno a ella. Así, por un lado, y en tanto que resultado de los distintos procesos de socialización (primaria y secundaria), la identidad apunta a la sociedad en la que se ha configurado y constituye una parte fundamental de ésta como realidad subjetiva. Pero, por el otro, y en tanto que patrimonio personal de los individuos y fruto de complejos procesos de internalización, la identidad implica su experiencia interna y su ubicación en la organización psicológica del sujeto.
En todo caso, un aspecto central en relación con la problemática de la identidad reside en su indudable historicidad. En este sentido, Bauman señala incluso que, en realidad, no es que la identidad se convirtiera en un problema con la irrupción del mundo moderno, sino que como un “invento específicamente moderno”, ya “nació como un problema”, esto es, como una tarea insoslayable y perentoria de ‘construcción’ que consagró simultáneamente la libertad de elección de los individuos y su dependencia de la guía y el consejo de expertos (Bauman, 1996). Por su parte, Charles Taylor se ha interrogado por los orígenes y el desarrollo de la identidad moderna no tanto como un requerimiento o proyecto individual, sino como un patrimonio compartido y articulado en torno a una determinada cultura moral en cuyos postulados sustantivos (dignidad, benevolencia, búsqueda de la felicidad o justicia universal, entre otros) advierte el poso sucesivo del deísmo, la Ilustración, el Romanticismo y el Modernismo. Desde su punto de vista, la formación de este patrimonio cultural representa el fruto de un largo proceso histórico en el que es posible observar el despliegue de al menos tres fenómenos constitutivos: primero, una creciente tendencia a la interioridad, de manera que la atención del yo ya no se dirige preferentemente a su comportamiento o sus actos — como, de acuerdo con los últimos trabajos de Michel Foucault, era el caso en la Antigüedad clásica —, sino al modo en que se experimenta y a la objetivación de los contenidos de conciencia por medio de una razón ‘desvinculada’ (disengaged); segundo, lo que Taylor llama la “afirmación de la vida corriente”, un valor que ha desacreditado los anteriores órdenes de experiencia basados en la jerarquía y el rango; y, por último, el descubrimiento ilustrado de la naturaleza como fuente moral y la exaltación de la singularidad de individuos y naciones por parte del expresivismo romántico (Taylor, 1996).
En el campo de la psicología, el principal y más influyente teórico de la identidad ha sido el psicoanalista norteamericano de origen danés Erik Erikson, que popularizó el término en su discusión de las “crisis de identidad” propias de la adolescencia e insertó sus puntos de vista en el marco de un desarrollado esquema del ciclo vital. Para Erikson, la identidad representa el fruto de una serie de “síntesis yoicas” sucesivas en el sentido de “una configuración que integra gradualmente cualidades constitucionales, necesidades libidinales idiosincrásicas, capacidades favorecidas, identificaciones significativas, defensas eficaces, sublimaciones exitosas y roles consistentes” (Erikson, 1959/1980, p. 125). Así, su adquisición incluye el compromiso con ciertos roles, un sentido de continuidad y coherencia personal a lo largo del tiempo y de distintas situaciones, un sentido de agencia interna y cierto reconocimiento de los roles asumidos y de la visión de uno mismo por parte de la comunidad o los otros.
Erikson pensaba que la moratoria que en el plano psicosexual encarna el periodo de latencia encuentra en el caso de las crisis de identidad de la adolescencia un fenómeno paralelo a nivel psicosocial. Para él, todos los adolescentes de diversas culturas experimentan un periodo de crisis ‘normativa’ de identidad del que emergen con un determinado balance de adquisición y confusión de identidad. De este modo, una identidad sana incluiría la capacidad de elegir un camino apropiado a nivel ocupacional, alcanzar intimidad con otros y encontrar un lugar en el seno de la sociedad, mientras que la confusión de la identidad — a la que Erikson también se refirió originalmente como “difusión de identidad” — puede manifestarse, por ejemplo, en una sensación subjetiva de incoherencia, una dificultad para asumir roles y elecciones ocupacionales o una tendencia a confundir en las relaciones íntimas los atributos, emociones y deseos propios con los de la otra persona (Erikson, 1959/1980).
Partiendo de las tesis de Erikson y de otros trabajos empíricos y teóricos relevantes sobre el self, estudios más recientes han contribuido a completar el constructo psicológico de la identidad y a establecer sus principales componentes tanto a nivel fenomenológico como interpersonal, entre los que habitualmente se incluyen (Westen, 1985):
• Un sentido de continuidad a lo largo del tiempo.
• Un compromiso emocional con una serie de representaciones que definen al yo, como roles relacionales, valores y cualidades ideales.
• El desarrollo o la aceptación de una visión del mundo que otorga sentido a la vida.
• Un reconocimiento del lugar de uno en el mundo por parte de otros significativos.
En este punto, conviene recordar que todos estos planteamientos asimilan la adquisición de la identidad a la obtención de la madurez psicológica y social, de manera que, pasada la adolescencia, un funcionamiento pleno y satisfactorio del individuo la presupone. En este sentido, Erikson llegó a escribir que “en la jungla social de la existencia humana, no hay un sentimiento de estar vivo sin un sentido de la identidad personal” (Erikson 1959/1980, p. 95). Las frecuentes
quejas relacionadas con sentimientos difusos de vacío o despersonalizaciones transitorias experimentadas por pacientes con una personalidad borderline se vuelven así inteligibles en el contexto del fallido desarrollo de su identidad. Y, del mismo modo, la presencia recurrente de estados disfóricos o de intensa ira en estos pacientes también puede contemplarse desde este punto de vista, pues, como señala el psiquiatra italiano de orientación fenomenológica Giovanni Stanghellini, la ira delimita precisamente la región del psiquismo en la que se desarrolla el ‘juego’ o el ‘combate’ de la identidad: “como indignación, [la ira] defiende los límites de lo que es tolerable, la frontera en la que hay que mantenerse atento, la trinchera desde la que luchar. Pero como furia, en el exceso de la afirmación absoluta de la propia existencia, encarna las ruinas y el trágico derrumbe de la identidad” (Stanghellini, 2000).
Volviendo de nuevo al terreno psicopatológico, ya hemos señalado que la “alteración de la identidad” — en el sentido de una “inestabilidad intensa y persistente de la autoimagen y del sentido del yo” — es uno de los criterios diagnósticos del trastorno límite de la personalidad para el DSM-5 (APA, 2014, p. 663) y uno de los síntomas cardinales del mismo. Significativamente, el “modelo alternativo” para los trastornos de la personalidad presentado en los anexos de esta última edición del DSM consagra la identidad — definida como la “experiencia de uno mismo como único, con límites claros entre el yo y los demás” — y la “autodirección” — entendida como la “persecución de objetivos y metas coherentes” — en el ámbito del self, así como la capacidad para la empatía y la intimidad en la esfera interpersonal, como los elementos clave en la valoración general del “funcionamiento de la personalidad”, considerando así que estos aspectos se encuentran afectados no sólo en la personalidades borderline, sino en el conjunto de los trastornos de la personalidad (APA, 2014, p. 762). En este sentido, es interesante señalar que algunos autores han propuesto incluso la existencia de un “síndrome de difusión de identidad” con entidad propia que englobaría una serie de manifestaciones típicas, aunque no privativas, del trastorno límite, y entre las que destacan los rasgos contradictorios de carácter, la discontinuidad temporal del yo, la falta de autenticidad, los sentimientos de vacío, la disforia de género y un relativismo moral excesivo (Akhtar, 1984).
En todo caso, y a pesar de que se trata de un fenómeno muy relevante y que ha podido ser evaluado empíricamente (Wilkinson-Ryan & Westen, 2000), la mayor parte de las descripciones teóricas y clínicas sobre el mismo siguen procediendo del ámbito del psicoanálisis, donde se ha ha hecho uso de expresiones como ‘fragmentación’, ‘confusión de límites’ o ‘falta de cohesión’ para aludir a la particular experiencia del yo de estas personas. De acuerdo con Kernberg, por ejemplo, la difusión de identidad en pacientes con una organización límite de personalidad refleja su incapacidad para integrar representaciones positivas y negativas del self, de igual manera que el paciente tiene dificultades para integrar representaciones positivas y negativas de los otros. El resultado es una visión cambiante de uno mismo con acusadas discontinuidades, cambios súbitos de rol (de víctima a verdugo, de dominante a sumiso, etc.) y un fuerte sentimiento de vacío interior. Y, en su opinión, son justamente algunas de las defensas que permiten a estos pacientes sentirse cómodos a pesar de experimentar marcadas inconsistencias las que inhiben su capacidad para formar una visión coherente de sí mismos (Kernberg, 1979).
Partiendo, respectivamente, de referentes teóricos y empíricos distintos como la psicología del self o los estudios sobre el apego, los también psicoanalistas Gerald Adler y Peter Fonagy han contribuido a ampliar las perspectivas sobre la difusión de identidad en la personalidad límite. Así, mientras Adler ha enfatizado la incapacidad de estas personas para internalizar aspectos de sus cuidadores primarios — especialmente, imágenes satisfactorias de la madre — que les hubieran permitido desarrollar una visión cohesionada de sí mismos (Adler, 1979), Fonagy ha remarcado su fracaso en desarrollar la capacidad de mentalización, esto es, de situarse en la mente de otro y poder evocar así la manera en que éste experimenta al paciente; de este modo, si tienen dificultades para verse a sí mismos a través de los ojos de los demás, no resulta extraño que estos pacientes tengan también dificultades para desarrollar una identidad coherente (Fonagy, 1999).
En síntesis, pues, y tal como se señala en un trabajo reciente que ofrece una valiosa visión de conjunto y una revisión sistemática de los componentes principales de la alteración de la identidad en el trastorno límite de personalidad (Wilkinson-Ryan & Westen, 2000), dicha alteración tiende a sustanciarse en
aspectos tales como:
• La ausencia de metas, valores, ideales y relaciones consistentes.
• La tendencia a realizar hiperidentificaciones temporales con roles, sistemas de valores, visiones del mundo y relaciones que finalmente se desvanecen y conducen a sentimientos de vacío y falta de sentido.
• Una gran inconsistencia en el comportamiento a lo largo del tiempo y en situaciones diferentes que conduce a la acertada percepción de que el yo adolece de incoherencia.
• Una dificultad constante para integrar representaciones múltiples del self.
• La falta de una narrativa vital coherente o de un sentido de continuidad en el tiempo.
• Una falta de continuidad en las relaciones, de manera que partes significativas del pasado del individuo quedan ‘depositadas’ en personas que ya no forman parte de su vida actual, con lo que se produce una importante pérdida de la memoria compartida que ayuda a definir al self a lo largo del tiempo.
Si, por un momento, abandonamos esta perspectiva psicológica y psicopatológica sobre la problemática de la identidad en las personalidades límite o borderline y dirigimos la mirada a nuestro alrededor, es innegable que la lectura de este listado resulta sumamente evocadora. Pues, ¿cómo no reconocer en cada uno de estos puntos tendencias que se insinúan por doquier en la experiencia cotidiana de nuestra sociedad y nuestra cultura contemporáneas? Es el momento, pues, de tratar de cerrar el círculo de la argumentación y aventurarse por los vericuetos que conectan el sufrimiento de un importante contingente de los usuarios de los servicios de salud mental con el signo de los tiempos que corren.
Difusión de identidad y postmodernidad
Como es sabido, uno de los denominadores comunes a casi todos los análisis y semiologías relevantes del mundo contemporáneo es su insistencia en remitir a una serie de profundas transformaciones en la estructura social y la atmósfera cultural que no sólo han provocado importantes mutaciones en algunas instituciones clave, sino que han generado la aparición de nuevos patrones de relación interpersonal y de experiencia individual (Giddens, 1991). Con ello, todos estos análisis apuntan de una forma más o menos explícita a la dificultosa orientación del hombre actual en un mundo que cambia a un ritmo vertiginoso, y en el que se enfrenta a nuevos retos y exigencias. La problemática de la identidad personal en el contexto de la modernidad tardía o postmodernidad es pues un fenómeno constatado por un gran número de autores, aunque lógicamente son muy diversos (y de un nivel muy distinto de generalidad y sofisticación teórica) los factores — mencionemos, de entrada, el cambio tecnológico, el pluralismo, la abolición de la conciencia histórica, el ‘nuevo’ capitalismo, la individualización reflexiva, el instrumentalismo de la razón desvinculada, la ‘gubernamentalidad’ neoliberal y, en suma, buena parte de los elementos determinantes de la subjetividad expresiva — a los que se hace responsables de la misma y muy divergentes las valoraciones con respecto a su alcance e implicaciones.
En un ensayo que ha gozado de una amplia difusión en los cenáculos académicos postmodernos, el psicólogo social norteamericano Kenneth Gergen ha desarrollado la tesis de que corresponde fundamentalmente al cambio tecnológico y a la aparición de lo que él llama “tecnologías de saturación social” la responsabilidad en las profundas mutaciones habidas en la conciencia postmoderna (Gergen, 1992). Al abrir al yo múltiples posibilidades de relación, estas tecnologías — que incluyen los aviones, el teléfono, la televisión, el correo electrónico y un largo etcétera (aunque cabe puntualizar que, cuando Gergen escribió su libro, todavía no se habían difundido masivamente los teléfonos móviles ni se habían inventado las redes sociales) — producen su progresiva colonización, pues “a medida que avanza la saturación social, (…) el yo de cada cual se embebe cada vez más del carácter de todos los otros, se coloniza” (Gergen, 1992, p. 103). Ello desemboca en un estado para el que Gergen inventa el neologismo de “multifrenia” y que define como “la escisión del individuo en una multiplicidad de investiduras de su yo” (Gergen, 1992, p. 106). La principal consecuencia de todo este proceso es la anulación drástica de la categoría tradicional del yo y la identidad personal, y su sustitución por la “conciencia de la construcción”, esto es, la conciencia de que lo que somos es el resultado de cómo somos construidos socialmente. En la visión de Gergen, pues, la ‘vieja’ institución del yo ha dado paso en nuestros días a la realidad de la relación, y el yo individual al yo relacional.
Los sociólogos Peter Berger y Thomas Luckmann, por su parte, han señalado que el pluralismo resultante de los procesos de modernización y secularización de las sociedades occidentales ha provocado que “los sistemas de valores y reservas de sentido han dejado de ser patrimonio común de todos los miembros de la sociedad”, de manera que “el individuo crece en un mundo en el que no existen valores comunes que determinen la acción en las distintas esferas de la vida, y en el que tampoco existe una realidad única idéntica para todos” (Berger & Luckmann, 1997, p. 61). El pluralismo moderno, con todo el efecto emancipador que supone la apertura de nuevos horizontes y posibilidades de vida, ha generado por otro lado las condiciones idóneas para la aparición de crisis de sentido subjetivas e intersubjetivas, pues “la mayoría de la gente se siente insegura y perdida en un mundo confuso, lleno de posibilidades de interpretación, algunas de las cuales están vinculadas con modos de vida alternativos” (Berger & Luckmann, 1997, p. 80). Berger y Luckmann concluyen que, para que los efectos de estas crisis no resulten devastadores, nuestra sociedad requiere un reservorio de instituciones intermedias en las que los ciudadanos puedan articular sus demandas de sentido e identificación.
Otro conjunto importante de factores, que algunos autores como Christopher Lasch, Zygmunt Bauman o Frederic Jameson consideran prototípicos de nuestro tiempo, conciernen a la difusión de la perspectiva histórica o, mejor dicho, de la conciencia histórica tan representativa de la primera modernidad y el pensamiento del siglo XIX. En palabras de Lasch, “vivir el momento es la pasión predominante (…). Estamos perdiendo rápidamente el sentido de continuidad histórica, el sentido de pertenencia a una sucesión de generaciones (…), cualquier preocupación firme por la posteridad” (Lasch, 1979, p. 5). Igualmente, la inestabilidad de las relaciones interpersonales en el mundo post-tradicional y la fugacidad de los objetos en la sociedad de consumo han conferido a las personas y a las cosas una obsolescencia inmediata, de manera que — en palabras de Bauman, el gran teórico de la ‘modernidad líquida’ — “cualquier trabajo diligente de construcción [de la identidad] puede resultar vano” (Bauman, 1996, p. 24). Y, del mismo modo que el paciente límite parece habitar lo que Bauman define como un “presente continuo”, esto es, “una secuencia arbitraria de momentos presentes”, y que su difusión de identidad se manifiesta a menudo, como hemos visto, en la falta de un sentido de continuidad en el tiempo, Jameson ve justamente en la incapacidad reinante para organizar el pasado y el futuro en una experiencia coherente una de las razones de la “práctica fortuita de lo heterogéneo, lo fragmentario y lo aleatorio” omnipresente en la producción artística contemporánea (Jameson, 1991, p. 61).
En una línea similar apuntan también algunos de los estudios más conocidos del sociólogo norteamericano Richard Sennett, y muy en particular un trabajo reciente que lleva por significativo título La corrosión del carácter. En él, Sennett se pregunta: “¿Cómo decidimos lo que es de valor duradero en nosotros en una sociedad impaciente y centrada en lo inmediato? ¿Cómo perseguir metas a largo plazo en una economía entregada al corto plazo? ¿Cómo sostener la lealtad y el compromiso recíproco en instituciones que están en continua desintegración o reorganización?” (Sennet, 2000, p. 10). En este sentido, su análisis del capitalismo ‘flexible’ de nuestros días — que coincide en sus aspectos esenciales con el del sociólogo alemán Ulrich Beck (Beck, 2000) — no puede resultar más ilustrativo, pues muestra con claridad cómo la temporalidad, la movilidad y la precariedad laboral generan en los trabajadores una escasa cohesión social como grupo y una identidad profesional muy frágil. Y este proceso no deja de tener repercusiones en una cultura que ha tendido a definir a las personas por lo que hacen, esto es, en la que el trabajo, en la medida en que constituye un elemento organizador de primer orden de la vida personal, siempre ha sido un factor fundamental en la formación de la identidad.
En un nivel superior de elaboración teórica hay que contar asimismo con las aportaciones de los ya mencionados Giddens y Beck, dos de las figuras más relevantes de la sociología actual. Para ambos, la modernidad ha entrado en una nueva etapa marcada por la ‘reflexividad’ en la que, por un lado, las relaciones sociales tienden a ‘deslocalizarse’ (esto es, a independizarse de sus contextos) y a verse crecientemente dominadas por el uso de ‘señales simbólicas’ (como el dinero) y ‘sistemas expertos’ (como los profesionales del bienestar emocional y la salud mental) (Giddens, 1991), y, por el otro, los riesgos globales y ambientales derivados de la explotación de las bases naturales de la vida por la industria se acompañan de importantes riesgos, incertidumbres e inseguridades de orden cultural y biográfico (Beck, 1998). De acuerdo con Giddens, estas coordenadas han impulsado la aparición de lo que denomina el “proyecto reflexivo del yo”, que obliga al individuo a interrogarse, explorarse, examinarse, ‘construirse’ y narrarse sin cesar debido al súbito vacío de orientaciones predeterminadas y la necesidad de elegir en ámbitos donde anteriormente la vida ofrecía obligaciones prefijadas (Giddens, 1991). Mientras que, para Beck, la disolución de las identidades cuasi estamentales de la vida pública (clases) y privada (sexos) ha puesto en marcha un proceso análogo de “individualización reflexiva” que “condena al individuo a elegir en cada instante” y transforma los problemas sociales (desempleo, pobreza, exclusión, etc.) en el resultado de elecciones o disposiciones personales fallidas y, en definitiva, en problemas personales o psicológicos (Beck, 2000).
Desde presupuestos comunitaristas y normativos muy críticos con las consecuencias “vivenciales” y “públicas” del instrumentalismo de la razón desvinculada y la atomización social alentada por el pluralismo liberal, Charles Taylor, por su parte, ha insistido en señalar la pérdida de sentido, profundidad y orientación vital en un mundo dominado por el cálculo utilitarista, los valores comerciales y la burocratización de la existencia; un mundo, en suma, en el que “ya no queda sitio para el heroísmo, o las virtudes aristocráticas, o los propósitos elevados de vida, o las cosas dignas de morir por ellas” (Taylor, 1996, p. 675). Tempranamente percibido por la sensibilidad europea, la denuncia de este ‘desencantamiento’ — Entzauberung, en la terminología original de Max Weber — del ‘mundo de la vida’ condujo a la exaltación de la interioridad propia del expresivismo romántico, cuya culminación en el subjetivismo radical o ‘epifánico’ del modernismo derivó en la fragmentación y la ruptura del yo unitario y el desmembramiento de la identidad personal certificado por el arte de vanguardia. Y, análogamente, la subjetividad expresiva y la “ideología de la autorrealización personal” contemporáneas tienden, en opinión de Taylor, a “restar densidad y substancia a la vida” y a provocar “crisis de identidad” sino se enmarcan en un proyecto vital que aspire a otros valores y se sitúe más allá de la auto-absorción narcisista (Taylor, 1996, p. 684).
Finalmente, un último ámbito de reflexión teórica que proporciona una perspectiva muy valiosa sobre los dilemas de la identidad en el mundo contemporáneo son los estudios de inspiración foucaultiana sobre la ‘gubernamentalidad’, entre los que descuellan los trabajos del sociólogo inglés Nikolas Rose (Rose, 1990; 1999). Centrados sobre todo en la problemática del ‘gobierno’ del yo y las tecnologías psi en la sociedad actual, los análisis de Rose parten de este concepto por mediodel cual Foucault trató de aprehender los cambiantes regímenes de prácticas que modelan a los seres humanos como sujetos con la finalidad de dirigirlos (‘gobernarlos’) de un determinado modo. Asumiendo las importantes mutaciones experimentadas por estas técnicas de gobierno a lo largo de la historia, Rose señala que la exuberancia actual de los discursos y prácticas psi ha de verse en el contexto del auge de la “gubernamentalidad liberal avanzada” o neoliberal, para la que — en sintonía con su desconfianza permanente con respecto al poder de las instituciones públicas — el individuo ha de superar su dependencia del Estado del Bienestar y convertirse en un “empresario de sí mismo”, esto es, en un sujeto activo y autónomo que se hace cargo de sus propios riesgos, cultiva el imperativo de la responsabilidad y se embarca en la búsqueda de la autorrealización y el crecimiento interior (Rose, 1990). Así entendidas, pues, las prácticas terapéuticas contemporáneas actúan en plena confluencia con los intereses del mercado, reforzando la confianza y la autoestima del individuo para que éste pueda actuar óptima y autónomamente como lo que es, a saber, un consumidor abocado a elegir entre una multiplicidad de opciones y obligado, por tanto, a ser libre y satisfacer por sí mismo sus necesidades de sentido e identificación en un mundo atenazado por la fragmentación, la atomización y la precariedad (Vázquez, 2005).
Consideraciones finales
Del mismo modo que la melancolía circuló en la era premoderna como una metáfora omnímoda y recurrente del desorden en una época marcada por la quiebra del orden teocrático, el ocaso de la aristocracia y el incipiente individualismo de los humanistas (Lepenies, 1998), no cabe duda de que algunos de los conceptos y las categorías más emblemáticas de la medicina mental mantienen una estrecha afinidad con el Zeitgeist y pueden verse como una expresión más o menos directa de las vicisitudes de la subjetividad a lo largo de la modernidad. Este era el caso, como veíamos, de la esquizofrenia, cuyas llamativas alteraciones en el ámbito de la conciencia, la experiencia del cuerpo y la vida social se han relacionado no sólo con las producciones del arte y la literatura de vanguardia, sino incluso con la misma reflexividad de la conciencia moderna (Sass, 1992; Novella & Huertas, 2010). Y, por supuesto, este es también el caso del llamado trastorno límite de personalidad, cuya particular combinación de impulsividad, oscilaciones extremas del estado de ánimo y difusión de identidad contiene un potencial simbólico incuestionable: como también hemos visto, resulta difícil encontrar descripciones y diagnósticos de nuestro tiempo — eso que, genéricamente, hemos denominado modernidad tardía o postmodernidad — que no permitan trazar paralelismos y analogías más o menos estrechas con la condición borderline.
Ciertamente, el trastorno límite de personalidad no es la única entidad clínica que puede vincularse con la atmósfera postmoderna — y, así, algunos autores han recurrido igualmente no sólo al narcisismo patológico, sino también a la ansiedad, la depresión, la paranoia o la sociopatía (Gottschalk, 2000) — ni la difusión de identidad es el únicso de sus síntomas que remite a las principales coordenadas sociales y culturales de nuestra época. De hecho, resulta difícil no ver en la impulsividad el correlato psicopatológico de una sociedad entregada al cortoplacismo y al vértigo de su propio y exacerbado dinamismo, ni considerar la inestabilidad emocional como la expresión clínica de una tendencia mucho más general hacia lo que Gilles Lipovetsky ha definido como la “existencia sismográfica” (Lipovetsky, 1986, p. 78). Pero, por otro lado, parece innegable que las alteraciones de la identidad reconocidas por los profesionales de la salud mental remiten a un fenómeno verdaderamente nuclear de la individualidad y subjetividad contemporánea y del que se derivan una serie de tensiones específicas y constitutivas de nuestra cultura (Fee, 2000).
Con cierta frecuencia, la crítica cultural que denuncia el solipsismo, la superficialidad y la inmadurez del individualismo narcisista tiende a adoptar un punto de vista paternalista (Lasch), nostálgico (Sennet, Taylor) e incluso cínico (Lipovetsky) que dificulta una valoración más desapasionada del alcance y las implicaciones de la problemática actual de la identidad. En un tono no exento de ironía, por ejemplo, Bauman ha llegado a señalar que la “estrategia vital postmoderna” ha resuelto los problemas de identidad que atormentaban al hombre moderno, puesto que el reto ya no consiste hoy en día en la construcción paciente de una identidad, sino, justamente, en la evitación del compromiso, la fijación y las “hipotecas identitarias” (Bauman, 1996). Pero, en el otro extremo, la celebración entusiasta de algunas de las (supuestas) innovaciones de la conciencia postmoderna — bien se trate de la “emancipación de los grandes metarrelatos” anunciada por Jean-François Lyotard (Lyotard 1979/2000), de la crisis final de la subjetividad substancial, auto-transparente y cosificadora del humanismo (Foucault, 1966/1999) o incluso del cuestionamiento del mismo concepto ‘esencialista’ de enfermedad mental (Burr & Butt, 2000) — corre el riesgo de soslayar algunas de las consecuencias que implica la difusión de las formas de la subjetividad que le son propias.
Tal como ha sugerido Giddens, nuestra “modernidad reflexiva” ha puesto las (inevitables) heridas del sujeto en manos de una legión de expertos, pero también ha consagrado un yo más libre y menos hipotecado por la tradición. Asimismo, y tal como ha apuntado Beck, su imparable avance ha provocado el colapso de las comunidades tradicionales, pero también ha abierto al individuo nuevos espacios de encuentro y sociabilidad. Desde este punto vista, pues, las identidades inestables de nuestro tiempo y sus variantes clínicas nos remiten — como no podría ser de otra manera — a un mundo que ha perdido el rumbo y los referentes, pero que ofrece todo tipo de herramientas de navegación y posibilidades de identificación; un mundo que fomenta la riqueza expresiva, pero que tiende a disolverla en la búsqueda incesante de la espectacularidad, la inmediatez y el impacto; un mundo, en definitiva, que oscila permanentemente entre la omnipotencia y la insuficiencia, la oportunidad y la desesperación, la abundancia y el vacío.
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Resúmenes
(Identidades instáveis: a síndrome borderline e a condição pós-moderna)
A partir de uma análise das profundas mudanças sociais e culturais que fundamentam o que veio a ser descrito como a nova subjetividade expressiva da modernidade tardia, este ensaio tenta mostrar sua afinidade constitutiva com a patologia da identidade que muitos autores consideram central não só na síndrome de borderline ou narcisista, mas em muitos dos transtornos mentais mais comuns e representativos do nosso tempo.
Palavras-chave: Identidade, pos-modernidade, personalidade borderline, narcisismo
(Unstable identities: borderline syndrome and the postmodern condition)
Based on an analysis of the profound social and cultural changes that underlie what has been described as the new expressive subjectivity of late modernity, this essay tries to show its constitutive affinity with the pathology of identity that many authors consider as a central feature not only of the borderline or narcissistic syndrome, but also of many of the most common and representative mental disorders of our time.
Keywords: Identity, postmodernity, borderline personality, narcissism
(Identités instables: le sydrome borderline et la condition postmoderne)
À partir de l’analyse des changements sociaux et culturels profonds qui soustendent ce qu’on appelle la nouvelle subjectivité expressive de la modernité tardive, cet essai montre son affinité constitutive avec la pathologie de l’identité que de nombreux auteurs considèrent centrale non seulement dans le syndrome borderline ou narcissique, mais aussi dans les troubles mentaux plus communs et représentatifs de notre époque.
Mots clés: Identité, postmodernité, personnalité borderline, narcissisme
(Instabile Identitäten: Das Borderline-Syndrom und die Postmoderne)
Dieser Artikel versucht aufgrund der Analyse der tiefgreifenden sozialen und kulturellen Veränderungen, die die sogenannte neue expressive Subjektivität der späten Moderne begründen, dessen konstitutive Verwandtschaft mit der Pathologie der Identität zu beschreiben, welche viele Autoren nicht nur als ein zentrales Merkmal des sogenannten Borderline Syndroms oder der narzisstischen Störungen betrachten, sondern auch von vielen der häufigsten und kennzeichnendsten psychischen Störungen unserer Zeit.
Schlüsselwörter: Identität, Postmoderne, Borderline Persönlichkeit, Narzissmus
Citação/Citation: Novella, E. J. (2015, março). Identidades inestables: el síndrome borderline y la condición postmoderna. Revista Latinoamericana de Psicopatologia Fundamental, 18(1), 118-138. Editor do artigo/Editor: Profa. Dra. Ana Maria G. Raimundo Oda e Prof. Dr. Paulo Dalgalarrondo
Recebido/Received: 19.11.2014/ 11.19.2014 Aceito/Accepted: 19.1.2015 / 1.19.2014
Copyright: © 2009 Associação Universitária de Pesquisa em Psicopatologia Fundamental/University Association for Research in Fundamental Psychopathology. Este é um artigo de livre acesso, que permite uso irrestrito, distribuição e reprodução em qualquer meio, desde que o autor e a fonte sejam citados / This is an open-access article, which permits unrestricted use, distribution, and reproduction in any medium, provided the original authors and sources are credited.
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Enric J. Novella
Profesor Ayudante Doctor de Historia de la Ciencia en la Universidad Miguel Hernández de Elche (Alicante, Espanha); Doctor en Medicina por la Universidad de Hamburgo (Hamburgo, Alemanha); Licenciado em Filosofía por la Universidad Libre de Berlin (Berlin, Alemanha); Médico Especialista em Psiquiatría formado en el Hospital Clínico Universitario de Valencia (Valencia, Espanha); Autor de las monografias Der junge Foucault und die Psychopathologie (Berlín, 2008) y La ciencia del alma (Madrid/Frankfurt, 2013), así como de diversos artículos y ensayos dedicados a la historia y la filosofia de la psiquiatría, la psicología y la medicina.
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