Fuente: El Correo de la UNESCO. enero-marzo 2022. ¿Quién teme a la neurociencia?

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Las neurociencias en el colegio: ¿milagro o espejismo?
Florian Bayer. Periodista independiente, residente en Viena, Austria.

 

En la década de 2000, algunos vieron en ellas una herramienta capaz de revolucionar la escuela. Veinte años después, aunque las neurociencias educativas no han cumplido todas sus promesas, siguen siendo un instrumento eficaz para aportar una validación científica a determinadas prácticas docentes.

Todos los niños, a priori, quieren aprender, desean explorar y sienten curiosidad por su entorno. Pero a medida que avanzan en los estudios, estas motivaciones tienden a desaparecer y a veces hasta dan paso a la frustración. Conseguir conservar o suscitar esos intereses, más allá de la primera infancia, es uno de los retos más importantes a los que se enfrentan los docentes.

En la década de 2000, el auge de las neurociencias pedagógicas generó grandes esperanzas en el ámbito educativo. Parecía que la investigación científica sobre los mecanismos del aprendizaje iba a abrir el camino a métodos nuevos, capaces de mejorar la concentración, desarrollar la motivación o incluso favorecer la capacidad de memorizar de los alumnos. Pero, transcurridos 20 años, el balance es menos optimista. Aunque los trabajos de los investigadores han permitido poner en marcha determinados dispositivos de aprendizaje prometedores, la revolución anunciada no ha llegado a ocurrir realmente.

La pedagogía tradicional cuestionada

Las neurociencias aplicadas a la educación muestran la importancia de hacer participar a los alumnos para estimular su atención, la conveniencia de alternar los periodos de aprendizaje y los de prueba, y que la reiteración del contacto con los conocimientos varias veces al año facilita su memorización a largo plazo. Las neurociencias subrayan además la función de la emoción y el placer en el aprendizaje, y cuestionan la utilidad de los castigos o las calificaciones, que suelen resultar estigmatizantes y poco eficaces. Los investigadores señalan también la importancia de los rituales para preparar al alumno a una sesión de trabajo. A menudo, estas conclusiones coinciden con las deducciones empíricas de los docentes.

“Puesto que soy profesor de física y matemáticas, me interesé inmediatamente por los aportes de las neurociencias”, declara Gerald Stachl, director de una escuela secundaria de Wiener Neustadt, a unos 50 kilómetros de la capital austríaca. “La mayoría de los descubrimientos realizados por las neurociencias han confirmado de manera científica lo que ya habíamos comprendido de forma empírica en clase”, explica. Un ejemplo: la fragmentación de los cursos en secuencias de 50 minutos. Los estudios demostraron que ese formato se adaptaba muy poco al ritmo de aprendizaje de los estudiantes.

De la teoría a la práctica

Aunque algunos trabajos de los investigadores en neurociencias plantean problemáticas interesantes, sigue siendo difícil trasponer a las aulas los datos obtenidos en el laboratorio. La centralización del sistema educativo, los reglamentos y los programas dejan poco espacio para la experimentación. Asimismo, apenas empezamos a descubrir los complejos mecanismos del aprendizaje. Las tomografías del cerebro pueden mostrar qué zonas se activan durante la ejecución de determinadas tareas. Pero estas imágenes no dicen nada de los mecanismos psicológicos, cuya función es quizá más importante. Además, cada persona aprende según el ritmo y las modalidades característicos de su idiosincrasia.

En realidad, los docentes no se ponen de acuerdo sobre la conveniencia de aplicar las ciencias cognitivas en el aula. “No veo claro ni la utilidad ni las consecuencias de la investigación neurológica para la práctica de la enseñanza”, afirma Nicole Vidal, profesora de ciencias de la educación en la Escuela Normal de Feiburg (Alemania). “Pasado el entusiasmo inicial, se ha comprobado que deducir métodos pedagógicos a partir del funcionamiento del cerebro no es tan obvio”.

Stefan Hopmann, profesor de ciencias de la educación de la Universidad de Viena, se muestra también escéptico en cuanto a la neuropedagogía y asegura que las publicaciones sobre el tema suelen carecen de rigor científico. “A menudo, se ponen en tela de juicio algunos conocimientos pedagógicos derivados del sentido común”, señala.

En vez de revolucionar nuestra manera de enseñar, las neurociencias pedagógicas nos ayudarían más bien a superar problemas específicos y trastornos del aprendizaje, tales como la dislexia o el déficit de atención, añade Nicole Vidal.

Sacralización de las calificaciones

“El entusiasmo ya pasó. ¡Qué pena!”, lamenta por su parte Thomas Mohrs, investigador de educación en la Escuela Normal de la Alta-Austria. Mohrs está convencido de que las neuropedagogías aportan la prueba científica de lo que los partidarios de la educación progresista aplican desde hace décadas.

Mohrs denuncia en particular la sacralización de las notas y los efectos negativos que dicha mitificación ejerce sobre el fomento de la competitividad. “El temor es el enemigo absoluto de la creatividad”, insiste. En lugar de condenar a los niños cuando “fracasan”, los docentes deberían, al contrario, alentarlos a que cometan errores y a que aprendan de ellos, como confirman diversos trabajos realizados en el ámbito de la neurociencias educativas.

“El método de ‘prueba y error’ es uno de los primeros principios científicos. Es fundamental para el progreso de la ciencia”, insiste Mohrs. Pero el colegio no está hecho para ayudar a que los alumnos aprendan de sus errores, sino más bien para castigarlos.

No obstante, aunque la presión puede resultar desestabilizadora, también opera como un estímulo. “La presión forma parte de la motivación de los estudiantes”, explica Gerald Stachl. El problema es que una presión, incluso modesta, ejercida sobre los alumnos para que aprueben el curso, se traduce casi inevitablemente en una nivelación por lo bajo para que los más atrasados alcancen el nivel mínimo requerido para pasar al grado siguiente. En esos casos, toda la clase corre el riesgo de caer en la Durchschnittsfalle, “la trampa de la media”, término que sirvió de título al éxito de ventas publicado en 2012 por el genetista austríaco Markus Hengstschläger.

Gerald Stachl comparte esa opinión. “En realidad, deberíamos abstenernos de impartir los mismos contenidos a toda la clase”, afirma. Sin duda, los mejores alumnos pueden, en cierto grado, tirar hacia arriba de los demás, pero esta práctica también suele desmotivar a los más adelantados. De ahí que Stachl sea partidario de que existan marcos de aprendizaje segregados, que agrupen a pequeños núcleos de alumnos que tengan el mismo nivel de competencias y que se lleven a cabo además de los cursos habituales a los que asisten todos los alumnos. Según él, las neurociencias educativas apoyan este enfoque.

“Sin duda, el sistema escolar necesita reformas, pero en los últimos años los planes de reformarlo apenas se han sustentado sobre datos racionales”, se lamenta Nicole Vidal. En ausencia de una estrategia mundial, señala, cada uno tiende a escoger los elementos que prefiere en las ciencias educativas. “Esa actitud no tiene nada que ver con un enfoque científico”. Vidal advierte también acerca de los intereses comerciales que suelen inmiscuirse en el asunto.

De hecho, aunque la mayoría de los docentes está más bien dispuesta a acoger los datos derivados de las neurociencias, hasta ahora ninguna escuela austríaca ha integrado sistemáticamente el método neurodidáctico.

Aunque no sean el remedio milagroso que algunos ansiaban, las neurociencias educativas se consideran hoy un recurso adicional al servicio de los docentes, que les ayuda a definir las prácticas que ya han demostrado ser útiles. Pero, para que cumplan esa función, es preciso sensibilizar al profesorado a fin de que pueda apreciar los resultados de las neurociencias, situación que todavía está lejos de haberse alcanzado.

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