Fuente: Constelaciones. Revista de Teoría Crítica Vol. 7 (2015).

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J. Riechmann, Moderar Extremistán. Sobre el futuro del capitalismo en la crisis civilizatoria, Madrid: Díaz & Pons Editores, 2014, 176 págs.

María Eugenia R. Palop

Hace demasiado tiempo que vivimos en un mundo lleno, en una distopía enloquecida, frenética y voraz, que posiblemente no estemos ya en condiciones de controlar. Ese mundo nuestro se llama Extremistán, y es un lugar de titánicas e innumerables desproporciones en el que las fracturas sociales son abismos que no pueden apenas sortearse. Extremistán es monstruoso, agresivo, complejo, disperso, y fragmentado, y en su seno solo parece tener cabida el imaginario que nos ofrece el sistema capitalista: devastación ecológica, procesos de mercantilización y privatización de bienes comunes, destrucción de vínculos sociales, y relaciones humanas líquidas e inestables. Un (des)orden global propio de sociópatas que se mantiene gracias al crecimiento indefinido, la acumulación de la riqueza, la desigualdad, y la concentración de la propiedad en pocas manos, y cuya supervivencia depende en buena parte de la apatía y el cinismo de una población adiestrada desde arriba a base de negacionismo, cultura del engaño y keep smiling.

Este es el paisaje que nos dibuja Jorge Riechmann en su libro Moderar Extremistán y este es el Extremistán al que tenemos que enfrentarnos. El diagnóstico es tan certero como desolador pero el pronóstico no tiene porqué serlo tanto. De hecho, estas páginas bien podrían leerse como un grito desesperado para mover a la acción y provocar el cambio; para obligarnos a despertar porque, aunque parezca increíble, aún podemos reaccionar. Ciertamente, resultaría fácil dejarse llevar por el pesimismo, pero, como nos recuerda Riechmann desde hace años, “lo humano es el trabajo de Sísifo” o el del barón de Münchhausen, que logró salir de la ciénaga tirando de sus propios cabellos. Es a esta fatiga de lo humano a la que estamos condenados si queremos sobrevivir, pero, por suerte, aún tenemos algunas pistas para salir de la ciénaga.

Hemos de edificar una comunidad política activa en la que cada uno haga su parte con los ojos puestos en la acción colectiva, y tenemos que empezar por hacernos una íntima revisión a fondo. Necesitamos “convertirnos”, autoconstruirnos, nos dice el autor en su libro Autoconstrucción. La transformación cultural que necesitamos (Los Libros de La Catarata, 2015), siguiendo el rastro de Sacristán, Castoriadis o Edgar Morin, porque sabemos que la transición a una sociedad más austera y sostenible pasa por una transformación psíquica y antropológica profunda; una transformación que alumbre una forma de vida anclada en la autocontención, los valores del cuidado, la solidaridad y la ayuda mutua.

La solidaridad que aquí se está defendiendo está inescindiblemente unida a la rendición de cuentas una vez superada tanto esa visión lineal del tiempo que sobrevalora el presente, como las barreras de la especie. Solidaridad sincrónica, diacrónica e interespecie de la que se deriva la articulación de responsabilidades compartidas y graduadas, así como la concepción de la actividad de cuidado como una virtud cívica y como un deber público, bajo el presupuesto de que todos somos seres interdependientes, ecodependientes y necesitados. Nuestra vulnerabilidad es tan radical que hay que asumir sin ambigüedades la normalidad de la dependencia, eliminar su estigma negativo, y concebirla como un rasgo necesario y universal de las relaciones humanas. Y por esta misma razón, hay que reconstruir la identidad personal y colectiva, amputada por las fuerzas hegemónicas, para subrayar su carácter narrativo y contextual; para entenderla como el fruto de nuestra historia compartida, nuestros procesos comunicativos, nuestros bienes relacionales, y esas deudas de vínculo (plusvalías afectivas) que hemos adquirido, fundamentalmente, con las mujeres, depositarias y garantes del cuidado.

La experiencia heterónoma de las mujeres, su experiencia relacional, es la que les ha ayudado a priorizar el sufrimiento del “otro concreto”, a valorar la importancia de la empatía y a reforzar los vínculos. La experiencia de las mujeres, su autonomía negada, invisibilizada y/o inferiorizada, es la que nos anima no solo a superar los límites –formales y empíricos– que se les han impuesto, sino a replantear la concepción misma del principio de autonomía.

En suma, el que Riechmann nos presenta es un programa de cambio radical que comienza con la (auto)creación de nuevas subjetividades y termina con la reformulación de los vínculos sociales, y todo ello al objeto de escapar, por fin, de las trampas del individualismo en el que se apoya esta sociedad capitalista y patriarcal.

Y es que en Extremistán los retos son tales que no basta con construir una ética individual de resistencia, sino que es necesario poner en marcha una acción política pensada como una ética de lo colectivo que enfrente la dominación. Como señala Riechmann, para acabar con el mundo malthusiano y hobbesiano al que nos conduce el business as usual, hay que propiciar esta metamorfosis fomentando la redistribución económica, la sustentabilidad ecológica, la justicia social y el control democrático de la tecnociencia. Interiorizando, en definitiva, la necesidad y la urgencia de la lucha anticapitalista; una especie de enmienda a la totalidad. Porque el capitalismo no reconoce límites estructurales al crecimiento, porque se apoya en la producción y el consumo infatigables, porque el suyo es el mercado de la insatisfacción y las necesidades superfluas en el que se excluye, además, la demanda no solvente (la de los pobres, los animales o las generaciones futuras), porque externaliza el daño, socializando costes y privatizando beneficios; porque el capitalismo es, en definitiva, suicida, genocida y ecocida.

El problema es que el capitalismo se apoya en la destrucción de formas alternativas de organización social y lo hace produciendo sujetos y subjetividades apropiadas para su perpetuación (la mutación antropológica a la que se refería Pasolini o la subjetividad contable de la que hoy hablan Dardot y Laval en su libro La nueva razón del mundo). El tipo antropológico que ha generado es ese individuo transgénico fruto por igual de la avidez, la frustración y el conformismo, que ha engullido la cultura dominante con tal entusiasmo que le resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capital. Por eso nada será posible sin un reseteo de la conciencia, sin una revelación profunda que nos saque de la hipnosis, que cristalice en una sinergia común y que impacte contra el gigante.

Pero, ¿cómo conseguiremos forjar semejante destino? ¿Es posible esta revolución entre sujetos alienados, huérfanos de sí mismos? Seguramente pensar que es posible es una necesaria idea regulativa, un imperativo racional sin el que solo nos quedaría la locura o el suicidio, aunque no es algo que Jorge Riechmann llegue a afirmar en su libro. Quizá tengamos que colarnos por las grietas de la incertidumbre o jugarnos la vida en el espacio intersticial que nos deja Extremistán. Lo cierto es que, de una forma u otra, las alternativas no son muchas y apenas nos queda tiempo. La emergencia es tal, que resulta increíble que no vislumbremos el abismo. Confiar en lo acertado del diagnóstico es la primera condición para cambiarlo, pero son multitudes las que todavía se empeñan en negarlo. En estas condiciones, convencerse, convertirse y transformar nuestra manera de vivir, se antoja casi imposible, y, sin embargo, la revolución ecosocialista y ecofeminista es, sin ninguna duda, nuestra única esperanza. Y es que, aunque no queramos verlo, ya no estamos solo frente a una utopía válida o una meta deseable, o frente a una construcción sofisticada más o menos realizable; estamos en el ahora o el nunca de nuestra historia, en el “siglo de la Gran Prueba”, al límite del colapso, frente a la revolución o la nada.

María Eugenia R. Palop

merpalop@der-pu.uc3m.es

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