Procedencia: El humanismo, una idea nueva. El Correo de la UNESCO. Año LXIV. 2011 – Nº 4. “Los artículos se pueden reproducir libremente, siempre y cuando sea sin fines comerciales, se cite al autor, se incluya la mención “Reproducido de El Correo de la UNESCO” y se precise el número y el año.”

Por el poder que confiere a quienes la producen y logran explotar sus efectos, la ciencia no cesa de alimentar la esperanza de planificar y organizar la evolución de la humanidad hacia un estadio superior. A cambio, a menudo, de peligrosos extravíos.

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Sueños de ciencia

Michal Meyer

Apenas escapa del laboratorio, el monstruo creado por Víctor Frankenstein es presa de una locura asesina y destructora. Sin embargo, esa criatura es también capaz de hacer el bien: ávido de amistad y amor, socorre a una familia en apuros.

El célebre relato de Mary Shelley1 es, al menos en parte, la historia de una responsabilidad no asumida.

Frankenstein, el científico, sueña con “verter un torrente de luz sobre un mundo oscuro”, pero elude toda responsabilidad moral respecto de su creación, a la que abandona con la esperanza de olvidar lo que ha hecho. Este tema dará nacimiento a una larga lista de sabios locos hollywoodienses que buscarán el poder sin asumir las responsabilidades.

La ciencia, al igual que la tecnología, otorga poder sobre el mundo y, cada vez más, poder sobre nuestro ser biológico. La combinación de ciencia y humanismo aspira a poner la ciencia al servicio del mejoramiento de la humanidad. Sin embargo, tendemos a olvidar que recurrir a la ciencia con la esperanza de mejorar el mundo es un proyecto tan antiguo como la ciencia misma. El modo en que usamos hoy la ciencia plantea cuestiones de significado, de valores y de responsabilidad.

La ciencia y la definición de lo humano

Tomemos el caso del transhumanismo, que se preocupa más por el perfeccionamiento individual que por el progreso social. Centrado en el porvenir, depende de tecnologías tan nuevas que están confinadas a las páginas de las novelas de ciencia ficción. Su objetivo último es trascender los límites biológicos del hombre para lograr la inmortalidad por medio de la tecnología. Aunque el origen del transhumanismo está en la cibernética de la postguerra mundial, las nanotecnologías y la ingeniería genética, su esencia se remonta a la búsqueda de la piedra filosofal, que se pensaba aportaría la cuasi-inmortalidad a los astutos alquimistas que lograran descubrirla.

El transhumanismo abarca desde el realismo más inmediato hasta las ficciones futuristas, de la terapia con células madre hasta la transferencia de la conciencia humana a máquinas, al punto de convertirse en un extraño híbrido religioso. Uno de sus defensores, el británico Max More, lo define como el concepto integrador de una corriente de pensamiento que se niega a aceptar deficiencias humanas, tales como la enfermedad y la muerte.

Podemos citar ejemplos más antiguos que también otorgaron a la ciencia el poder de influir en la definición misma de lo humano. En la segunda mitad del siglo XIX, las novelas de anticipación de Julio Verne2 describían una ciencia rotundamente progresista, capaz de creaciones tan maravillosas como los submarinos o las naves espaciales con destino a la Luna. La ciencia deslumbraba la imaginación y profesaba una fe universal en el progreso humano, tanto moral como material. Pero a fines del siglo XIX se advirtió que la ciencia tenía un lado más oscuro. En Estados Unidos, una mezcla de temores culturales –debido a una inmigración galopante y a ciudades convertidas en focos de depravación y decadencia– sumados a los conocimientos científicos del momento dieron lugar a la eugenesia.

El objetivo de los eugenistas era poner la ciencia al servicio del mejoramiento de la “raza” humana. Este sueño tuvo su momento de gloria y fue compartido por grandes humanistas científicos, como H. G. Wells,3 preocupados por la inmortalidad de la especie. Sin embargo, algunos esfuerzos para purificar al hombre de sus caracteres “negativos” equivalían a tratarlo como a ganado. En Estados Unidos y el Reino Unido, la eugenesia fue a menudo una ideología de clase y de privilegio que consideraba a las clases medias y superiores como biológicamente superiores a las demás.

Retrato del científico perfecto

Otros humanistas científicos, como George Sarton,4 siguieron caminos menos perniciosos, pero igual de elitistas. En su artículo “El nuevo humanismo”, publicado en la revista Isis en 1924, sostiene que la ciencia es fruto de una colaboración internacional y sin edad, un cuerpo único y organizado, tesoro común de todos los pueblos y todas las razas: la única herencia, en suma, a la que todos tienen derecho por igual. Para Sarton, el verdadero propósito de la humanidad reside en la creación de nuevos valores intelectuales, en la revelación paulatina de la armonía de la naturaleza y en el desarrollo y la organización del arte y la ciencia. De nuevo, se confería a la ciencia poder sobre los valores y el significado.

Morris Goran, otro universalista estadounidense, hacía en 1943 un retrato políticamente utópico del científico perfecto en un artículo publicado en el Journal of Higher Education: “Formará siempre parte de la humanidad, estará al servicio de los valores humanos, velará eternamente para que no se produzcan transgresiones, protegerá a la sociedad contra la tiranía, la intolerancia y el despotismo […] La amenaza de que, por un momento, los científicos del mundo se negaran a obedecer a los tiranos garantizaría para siempre soluciones pacíficas a los problemas del mundo.”

Un retrato que equivalía a hacer del científico un rey filósofo cuyo poder y autoridad moral emanan de sus conocimientos.

En los años 1970, humanismo y ciencia se enfrentaron en la sociobiología, según la cual muchos  comportamientos sociales se rigen por mecanismos genéticos y por el principio de la selección natural, tanto en el hombre como en el animal. Formas extremas de determinismo genético afirmaban que el estado de la sociedad era reflejo de la biología. Y se consideraba que la sociedad era un espejo de la ciencia. El recurso al determinismo genético para explicar la agresividad masculina, la sumisión femenina o los resultados mediocres de los afroamericanos en las pruebas de coeficiente intelectual, sugería la existencia de desigualdades e inferioridades inmutables. El paleontólogo y biólogo evolutivo estadounidense Stephen Jay Gould inició una batalla científica contra los deterministas y publicó obras de vulgarización como La falsa medida del hombre (1981).5 Para él, los hombres tienen un patrimonio genético común al que se adicionan profundas diferencias socioculturales.

G. P. Marsh,6 que fue el primero en denunciar, ya en el siglo XIX, el impacto de la presión humana en el medio natural, nos advirtió que la ciencia y la tecnología podían resolver los problemas causados por el hombre, pero que esas soluciones crearían a su vez nuevos problemas. Necesitamos que en el futuro la ciencia y el humanismo avancen juntos. Tenemos que aprender de nuestros errores. No podemos esperar que la ciencia nos dé respuestas definitivas. La ciencia es una creación humana y evoluciona de generación en generación. No puede decirnos quiénes deberíamos ser ni tampoco explicarnos el significado de la palabra “mejor”. Por ese motivo, la responsabilidad y el comportamiento ético deben ser el fundamento de nuestras decisiones.

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Notas

1. Frankenstein o el Prometeo moderno, publicado en 1818, es la obra más célebre de la escritora británica Mary Shelley [1797-1851].

2. Julio Verne [1828-1905], escritor francés, autor entre otras novelas de Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1870), La vuelta al mundo en ochenta días (1873).

3. Herbert George Wells [1866-1946], escritor británico de ciencia ficción, autor de La máquina del tiempo (1895), El hombre invisible (1897), La Guerra de los mundos (1898).

4. Historiador de las ciencias, George Sarton [1884-1956], estadounidense de origen belga, es autor de Introduction to the History of Science, Volúmenes I, II y III, Williams & Wilkins, 1927-1948.

5. Edición en español: Editorial Crítica, 2007.

6. George Perkins Marsh [1801-1882], diplomático y filólogo estadounidense.

Nacida en Israel, Michal Meyer trabajo como meteorologa en Nueva Zelandia y en Fiji, y mas tarde como periodista en su pais natal. Doctorada en historia de las ciencias, desde septiembre de 2009 dirige la revista Chemical Heritage de la Chemical Heritage Foundation. www.chemheritage.org/discover/magazine/ index.aspx

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