[1] Cultura y comunicaciones. (Baran y Sweezy, 1966)

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(Monthly Review. Selecciones en castellano, 3ª época, nº 1, septiembre de 2015. Edición online. https://www.monthlyreview.org.es/1-el-trabajo . Monthly Review — Selecciones en castellano is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0 International License.)

Estados Unidos, historia, libros y literatura, artes y humanidades, industria cultural, cultura de masas, condiciones sociales y económicas.


[1] La calidad de la sociedad capitalista monopolista: cultura y comunicaciones. Paul A. Baran y Paul M. Sweezy.


(Artículo publicado en Monthly Review, vol. 65, nº 3, julio-agosto de 2013, pp. 43-64. Traducción de Víctor Ginesta. Este es un capítulo hasta ahora inédito del libro de Paul A. Baran y Paul M. Sweezy El capital monopolista (Monopoly Capital, Nueva York: Monthly Review Press, 1966; traducción española en Siglo XXI Editores, México D.F., 1968). El texto tal y como aparece aquí ha sido revisado e incluye notas de John Bellamy Foster. El estilo se ajusta al contenido del libro. Parte del borrador original del capítulo sobre la salud mental estaba aún incompleto en el momento de la muerte de Baran, en 1964, y por eso no se ha incluido en la versión publicada. Para el contexto intelectual más general del artículo, se puede consultar, en inglés, la introducción al número de julio-agosto de 2013 de Monthly Review.)


I.

La cultura de una sociedad incluye la educación de su juventud, la literatura, el teatro, la música, las artes — en resumen, todo lo que contribuya a la «formación y el refinamiento de la mente, los gustos y las maneras […] el lado intelectual de la civilización».1 Para avanzar en la investigación de la cultura del capitalismo monopolista, hemos escogido centrar la atención en dos áreas que nos ofrecen una extensa obra de investigación especializada y que juzgamos decisivas para la naturaleza de la cultura en su totalidad: la edición de libros y la radiotelevisión. Ambos son grandes negocios en la actualidad y, por lo tanto, demuestran hasta qué punto la cultura se ha convertido en una mercancía cuya producción está sometida a las mismas fuerzas, intereses y motivos que rigen la producción de todos las demás bienes.

Por supuesto, el desarrollo de grandes empresas en el campo cultural ha sido posible, sencillamente, a causa del enorme incremento de la productividad del trabajo en el capitalismo avanzado. En épocas anteriores, la cultura era monopolio de una minúscula minoría, mientras que la vasta mayoría de la población tenía que trabajar la mayor parte de las horas de vigilia para mantener cuerpo y alma unidos. En Inglaterra, incluso ya en el siglo XIX:

Solo una minoría relativamente acaudalada de clase media, los mercaderes, los banqueros, los profesionales, los fabricantes, etcétera, podía pasar la tarde entera con la familia y entre libros. En los estratos inferiores de esa misma clase, la mayoría pasaba muchas horas en el trabajo, y los pequeños empresarios y los cargos de supervisión pasaban allí tantas horas como sus empleados. Los comerciantes minoristas — había un millón y un cuarto en 1880 — estaban en la tienda desde las siete o las ocho de la mañana hasta las diez de la noche, y los sábados, hasta medianoche. Para los obreros, cualificados y no cualificados, la jornada de trabajo durante la primera mitad del siglo era tan larga como para llegar a constituir un escándalo nacional. Cientos de miles de mineros y operarios de fábricas y otras industrias se arrastraban hasta sus puestos de trabajo antes del amanecer y no salían hasta después de la puesta de sol. Eran comunes las jornadas de catorce horas, y tampoco eran raras las de dieciséis horas.2


En esas circunstancias, el mercado de la cultura era necesariamente infinitesimal, y la educación popular, en la medida en que existía, se limitaba a impartir los conocimientos necesarios para ser eficiente en el trabajo. Los reformistas, que comprendían bien la situación, centraron gran parte de las energías en la lucha por la reducción de la jornada laboral. Solo si conseguían disponer de tiempo libre para sí mismos podían esperar los trabajadores mejoras intelectuales, así como la preparación necesaria para participar plenamente en la vida social. Al gozar de mayores ingresos y más tiempo libre, consecuencia del aumento de la productividad laboral, los trabajadores seguramente estarían en condiciones de reclamar su legítima parte de «la vertiente intelectual de la civilización»: tal era la promesa del capitalismo en proceso de desarrollo.

El curso real de los acontecimientos ha seguido otro rumbo. Es cierto que el aumento de los ingresos y la reducción de la jornada laboral han conllevado un aumento proporcional de la producción y el consumo de libros, revistas, diarios, teatro, música y cine. Pero ese notable incremento de la cantidad ha ido acompañado de un cambio en la calidad también considerable; un cambio que ha sido, por lo general, a peor. Cuando la industria cultural ha pasado de la producción artesana a la producción en masa, ha quedado dominada por las grandes corporaciones, que han aprendido que una manera de maximizar los beneficios es cultivar y satisfacer todas las flaquezas y las debilidades de la naturaleza humana. El resultado es una producción cultural que se ha convertido en su opuesto. En lugar de «formación y mejora intelectual, de los gustos y de las maneras», lo que hemos visto ha sido disminución intelectual, degradación del gusto, y brutalización de las costumbres.


 II.

En los medios culturales, los libros han ocupado tradicionalmente un lugar de honor. Durante siglos, los libros manuscritos fueron el repositorio del conocimiento humano y el método principal por el que este se transmitía de una generación a la siguiente. Desde la invención de la imprenta, los libros han hecho que los frutos de la civilización sean accesibles a capas cada vez mayores de la población. Aunque hoy en día los periódicos y las revistas han sustituido a los libros como principales materiales de lectura, y aunque sus funciones tradicionales han sido parcialmente asumidas por las grabaciones, las películas y las cintas, los libros todavía conservan una importancia única en el aparato cultural de la sociedad. i


i El concepto de «aparato cultural» — y, más particularmente, el de «aparto cultural del capitalismo monopolista» — abre y cierra el análisis de Baran y Sweezy sobre cultura y comunicaciones en este capítulo. Para un desarrollo histórico del concepto dentro del marxismo, véase la introducción, en inglés, al número de julio-agosto de 2013 de Monthly Review. Véase también Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, Monopoly Capital, Nueva York, Monthly Review Press, 1966, p. 339.

ii Baran y Sweezy habían discutido sobre si incluir la cultura de élite junto a la cultura de masas en algún momento de su análisis, pero finalmente decidieron o bien limitar el análisis a la segunda o incluir los cambios en el redactado final. El 5 de diciembre de 1962, Sweezy escribió a Baran: «En algún lugar de QoS (Quality of Monopoly Capitalist Society-II) debería haber, creo yo, un comentario sobre la “cultura de élite” en la que están inmersos nuestros intelectuales y los intelectuales en potencia: galerías de arte, grabados japoneses, alta fidelidad, películas extranjeras (y sus imitadoras estadounidenses) y todo los demás. Cuantitativamente, este tipo de cultura no es en absoluto insignificante y, cualitativamente, una parte de sus productos son, sin duda alguna, de buenos a excelentes. Sin embargo, cuando se la contempla en relación con el sistema en su totalidad (que es la manera en que debemos intentar mirarlo todo), tan solo resalta la falta de solidaridad humana (que también se refleja en los contenidos de la cultura de élite), la desgarradora separación, la alienación, la futilidad, la enfermedad de la sociedad. No sé en qué lugar podría encajar este tipo de análisis, y quizás tú tengas pensado colocar algo parecido al final. Aun así, creo que es importante incluirlo, porque muchos de nuestros lectores se contarán, precisamente, entre los más adictos a la cultura de élite (y no se les puede culpar por ello, ya que cada cual tiene que hacer algo consigo mismo) y, si no nos ocupamos de ella, nos acusarán de ser “injustos” o de ofrecer una imagen “poco equilibrada”. No es necesario que nos extendamos mucho y, por supuesto, no hay por qué adoptar un tono crítico o de denuncia (en realidad, sería posible hacer una maravillosa crítica de la sociedad capitalista monopolista a través del análisis de los contenidos de la cultura de élite); se trataría, simplemente, de ponerla en el lugar que realmente le corresponde y adoptar la perspectiva correcta». A esto Baran respondió el 7 de diciembre de 1962: «Efectivamente, tengo pensado decir algo sobre la “cultura de élite”, pero todavía no he decidido dónde ni cómo. Mi primera idea era ponerlo al final de lo que ya has leído, pero he pensado también que el capítulo quedaría muy sobrecargado y, finalmente, he decido ocuparme de ella en IS [«The Irrational System», el último capítulo del libro], justamente porque tengo la sensación de que habría que hacerlo en referencia al sistema en su totalidad, a la conciencia que este tiene de sí mismo. QoS-I y QoS-II tratan de “la situación de las personas”, mientras en IS yo hablaría de las “ideas de la época”. Es por eso por lo que no he hecho ninguna referencia a los “buenos” libros —Hemingway, Steinbeck y compañía— ni a las “buenas” artes… Tal vez esté mal, pero no es una omisión; es una comisión». [Nota del Editor: la elipsis que precede a la última frase es del autor. La fuente de las cartas citadas son los Baran Papers, Monthly Review Foundation.]


En lo que sigue, no pretendemos examinar todos los aspectos de la industria del libro en los Estados Unidos. Excluimos, por ejemplo, los libros de texto, que son parte integral del sistema educativo y reflejan necesariamente las características y los requerimientos de este. Excluimos también los libros científicos, técnicos y académicos, que solo llegan a públicos reducidos y muy especializados. Por último, desestimamos en gran parte el segmento de la producción literaria que mucha gente cree erróneamente que es la principal preocupación de las editoriales: las obras serias de ficción y no-ficción, dirigidas al lector general, los «libros de consumo general», según se los conoce en el mundo editorial. Según el Censo de Manufacturas de 1958, los libros de consumo general para adultos representaron únicamente el 4,2% de todos los títulos publicados ese año, y el 7% de todos los ingresos por venta de libros.3 Y el público que adquiere esos libros, aparte de las bibliotecas y otros tipos de instituciones, es un segmento muy reducido de la población, e incluso de la población que compra libros.4 Está claro que los libros de esa categoría no se compran y tienen muy poca influencia en la gran mayoría de estadounidenses: como indicadores de la situación cultural de una sociedad, su importancia es solo marginal. ii

En nuestra sociedad, igual que en otras sociedades, existen por supuesto autores íntegros e independientes que producen obras de arte, a veces, de la más alta calidad. Sencillamente, igual que hay gente que se las arregla para conseguir una buena formación a pesar del sistema educativo, también hay autores que producen buenos libros a pesar de todas las fuerzas y presiones que hay en su contra. Sin embargo, el número no es muy grande en ninguno de ambos casos y, en proporción al tamaño de la población alfabetizada, probablemente hoy en día haya menos artistas literarios independientes de primer orden en los Estados Unidos que hace cien años. La razón no es, claro está, que haya disminuido el potencial artístico, sino sencillamente que el arte serio no compensa. A no ser que se tengan recursos independientes o se esté dispuesto a vivir en la pobreza —lo cual resulta doblemente duro en una sociedad «próspera»—, el artista se ve forzado, bien a vender su talento escribiendo para revistas insustanciales, películas, televisión y prensa, o, en caso contrario, a buscar refugio en la vida resguardada de la docencia universitaria, que falla notoriamente a la hora de proveer el ambiente, la amplitud de experiencias y la libertad esenciales para un trabajo creativo. Ernest van den Haag lo expresa concisamente: «nuestra sociedad puede que no trate al creador de grandes obras de arte mucho peor de como se lo trataba en el pasado. Más bien, tratamos al creador de arte popular tantísimo mejor que el aliciente resulta casi irresistible. No existía esa tentación en el pasado».5

Y una cosa más: muchos escritores serios de hoy en día manifiestan un profundo sentimiento de desilusión con la realidad estadounidense y, muy a menudo, un sentimiento de desesperación acerca del futuro. En opinión de los artistas del país, el sueño americano se ha convertido en pesadilla. Esta visión negativa de la sociedad estadounidense no se limita a la ficción. Hubo un periodo después de la Segunda Guerra Mundial, que C. Wright Mills calificó correctamente como de celebración de los Estados Unidos, en el que la literatura autocrítica estaba claramente desfasada. Sin embargo, en estos últimos años los analistas de la escena estadounidense se han ido centrando cada vez más en el trabajo de denuncia que llevaban a cabo los periodistas de investigación antes de la Primera Guerra Mundial y toda una variedad de críticos sociales de las décadas de 1920 y 1930. Esta literatura contradice la visión ampliamente sostenida de que los Estados Unidos son el tipo de sociedad conformista que no admite la crítica. Más bien al contrario, son el tipo de sociedad conformista —quizá incluso la única de su especie— que se deleita con la crítica. Y eso no se debe a que exista ningún trazo masoquista en el carácter americano. Más bien, cuando la economía flaquea y los problemas sociales se hacen visibles de forma incluso más flagrante, la publicación de obras de crítica social no solo es un buen negocio, sino que puede desempeñar también una función profundamente conservadora.6 En una crítica reciente, Charles Poore describía esa función con precisión:

Lo atractivo de toda esa cantidad de nuevas obras como la del señor Hoyt es que, en cierta manera, generan ilusión desde el desencanto. Nos dan la sensación de que, si se nos hacen ver todas las absurdidades y las desigualdades existentes con la contundencia y la frecuencia necesarias, estas acabarán desapareciendo. Podríamos todos limitarnos, por así decirlo, a quedarnos sentados leyendo las obras mientras otros se ocupan decididamente de solucionar los males de una sociedad vulnerable.7


El tipo de crítica social que favorecen las editoriales estadounidenses es esencialmente una literatura quietista, que pone de relieve los males pero no busca sus causas en la estructura del orden social. Se culpa a la naturaleza humana, al carácter americano, al industrialismo y a otros factores reales o imaginarios de todo cuanto va mal. Pero jamás al capitalismo monopolista. Así pues, explícita o implícitamente, se le dice al lector que no hay nada que hacer al respecto, o que unas cuantas reformas inocuas y superficiales traerán una mejora, o que somos «nosotros» los que deberíamos hacer el propósito de ser virtuosos en el futuro allí donde, en el pasado, fuimos perversos. En cualquier caso, se refuerza el statu quo, sobre todo porque la exposición de los males y el aireamiento de las ofensas funcionan como una especie de válvula de escape de lo que, si no, podría convertirse en pasiones explosivas, y porque la propia prevalencia de esas críticas «demuestra» lo liberal, abierta y progresista que es nuestra sociedad. Sin embargo, la crítica social verdaderamente radical, la que se ocupa de poner al descubierto la raíz de los males sociales, es tabú para las editoriales estadounidenses.8

[…]


Notas

  1. Definición de «cultura» en el Oxford Dictionary. Se trata de una definición algo anticuada y, hoy en día, es habitual subsumir todas las características de una sociedad bajo el término «cultura». El cambio en el uso es sintomático de la pérdida del otrora afilado punto crítico del pensamiento burgués. Al igual que la sustitución de las «ciencias del comportamiento» por las «ciencias sociales» desvía la atención de los determinantes estructurales del pensamiento y las acciones, de la misma forma el significado ampliado de «cultura» oscurece la distinción entre los fundamentos socioeconómicos de la sociedad y su superestructura ideacional. Así, todos los aspectos de la existencia social se sitúan en pie de igualdad —la organización económica y los modales en la mesa; la estructura del poder político y los deportes— y se oscurece peli-grosamente la necesidad de otorgar prioridad a lo que realmente cuenta y elaborar una estrategia de cambio social que tenga sentido. [Nota del editor: La edición de 1971 del Oxford English Dictionary incluye la definición precisa citada aquí por Baran y Sweezy como una de las principales definiciones de cultura. Esta refleja, como señaló Raymond Williams en su escrito «Marx on Culture»: «uno de los sentidos predominantes {de la palabra} en el siglo XX como término general para el trabajo intelectual, artístico y literario. No hay un término general comparativamente adecuado, así que el uso podría estar fácilmente justificado. Pero es bien sabido que la cultura se usa en la antropología y la sociología —y de modo más amplio— para describir una forma distintiva de vida, con lo que incluye entonces las artes y el conocimiento, pero también unas prácticas y unos comportamientos mucho más generales». Detrás de estos usos diversos del término cultura, argüía Williams, se esconden cuestiones diferentes, aunque relacionadas, sobre la sociedad. Ocuparse de la cultura como la vida artística e intelectual y el desarrollo de estructuras de comunicación es particularmente relevante para las preguntas planteadas por la tradición marxista con respecto al aparato cultural y la hegemonía cultural. Raymond Williams, What I Came To Say, Hutchinson Radius, Londres, 1989, pp. 1999-2002.]
  2. Richard D. Altick, «The Spread of Reading», en Eric Larrabee y Rolf Meyersohn (eds.), Mass Leisure, Glencoe (Illinois), 1958, p. 44.
  3. Phyllis B. Steckler (ed.), The Bowker Annual of Library and Book Trade Information, Nueva York, 1964, pp. 38-39.
  4. «Probablemente, el público más importante de los libros y las librerías en este país es reducido, muy influyente, fácil de localizar, complicado de alcanzar y difícil de engañar. Vive primordialmente en Nueva York, Chicago y Los Ángeles y en los alrededores». Robert Guttwillig, «What Ails the Book Trade», The New Leader, 15 de mayo de 1961.
  5. «Of Happiness and Despair We Have No Measure», en Bernard Rosenberg y David Manning White (eds.), Mass Culture, Glencoe (Illinois), 1957, p. 521.
  6. Una lista de libros de esta clase publicados en los últimos diez años [1954-1964] ocuparía varias páginas. A lo largo de todo este libro [El capital monopolista], hemos recorrido a ellos frecuentemente para recabar información factual y para respaldar nuestras propias interpretaciones. Así pues, nuestras notas están salpicadas de ejemplos de esta abundante literatura.
  7. Reseña de la obra de Edwin P. Hoyt, The Golden Rot: A Somewhat Opinionated View of America, Nueva York, 1964, publicada en el New York Times, 3 de noviembre de 1964.
  8. Es aquí relevante la historia de Monthly Review Press, editora del presente trabajo [en referencia a El capital monopolista]. La editorial nace únicamente como un acuerdo provisional para publicar obras que las editoriales establecidas consideraban que excedían los límites de la crítica permisible. Por supuesto, las editoriales no se expresan así en las notas de rechazo de originales y, en casos concretos, es posible que medien igualmente otras consideraciones. Aun así, cualquiera que conozca la industria editorial reconocerá que dicho tabú es una realidad, y el éxito y el crecimiento de Monthly Review Press, aun careciendo de acceso a las fuentes normales de capital y a los canales normales de publicidad, prueba claramente que la razón del rechazo general a publicar obras de crítica radical no es la falta de mercado.

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