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[1] El iCapitalismo y el cibertariado.

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Artículo publicado en Monthly Review, vol. 66, nº 8, enero de 2015, pp. 42-57. Traducción de Víctor Ginesta. Ursula Huws es profesora de Trabajo y Globalización en la Universidad de Hertfordshire, en el Reino Unido, y fundadora de Analytica Social and Economic Research. El presente artículo es una adaptación de la Introducción de su libro Labor in the Digital Economy: The Cybertariat Comes of Age (Monthly Review Press, 2014). Monthly Review. Selecciones en castellano, 3ª época, nº 1, septiembre de 2015. Edición online.

 

Fuente: Monthly Review. Selecciones en castellano by www.monthlyreview.org.es are 

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[1]  El iCapitalismo y el cibertariado.
Contradicciones de la economía digital.
Ursula Huws


    1. Introducción.
      2. La mercantilización — el arte y la cultura.
      3. La mercantilización de los servicios públicos.
      4. Mercantilización — la socialidad.
      5. ¿Dónde está la presencia del capitalismo en todo esto?

1. Introducción. “Hemos entrado ahora en un periodo en el que, según sostengo, nuevas olas de mercantilización iniciadas en periodos anteriores están alcanzando la madurez.”

En 2003, Monthly Review Press publicó una recopilación de mis escritos que se remontaba hasta finales de la década de 1970 y llevaba por título The Making of a Cybertariat: Virtual Work in a Real World [La formación de un cibertariado: trabajo virtual en un mundo real]. Esta nueva recopilación, Labor in the Digital Economy: The Cybertariat Comes of Age [El trabajo en la economía digital: el cibertariado se hace adulto], continúa dónde lo dejó la anterior, y reúne trabajos escritos entre 2006 y 2013, un periodo tumultuoso en la historia del capitalismo y de la organización del trabajo.

Uno de los temas principales de la anterior recopilación era la extraordinaria habilidad del capitalismo para sobrevivir a las crisis, que periódicamente trataban de destruirlo, generando nuevos productos. Justo en el momento en el que su lógica de expansión parece destinada a producir una saturación de los mercados y la consecuente crisis de rentabilidad, encuentra ámbitos inéditos de la vida que atraer a su dominio y genera nuevas formas de producción de nuevos bienes y servicios para los que se pueden crear nuevos mercados. Estas fases están a menudo asociadas a la difusión de nuevas tecnologías. Por ejemplo, a principios del siglo XX, la difusión de la electricidad dio lugar a una ola de desarrollo de nuevos productos vinculados al trabajo doméstico (como aspiradoras, lavadoras o refrigeradores) o al entretenimiento (como las radios, los proyectores de películas, o los fonógrafos, y las películas y los discos que les brindaban contenido). Ese proceso no solo generó formas de producción innovadoras, sino también formas de consumo innovadoras. Mientras se creaban nuevos tipos de trabajo asalariado, el trabajo doméstico se transformaba cada vez más en lo que yo denominé «trabajo de consumo», que extraía cada vez más actividades de la esfera privada de la interacción interpersonal directa para llevarlas al mercado de trabajo público. Cuántos más trabajadores pasaban a depender de esos nuevos productos para sobrevivir día a día, mayor era su necesidad de una fuente de ingresos para pagar por ellos, con lo que se afianzaba aún más el influjo del capitalismo en su vida. Aun así, esas innovaciones se adoptan, en general, de manera voluntaria y entusiasta. Existe una atracción casi irresistible en su novedad, su modernidad y su practicidad; en su precio cada vez más asequible; en la promesa que ofrecen de ahorrar tiempo y trabajo, y en el atractivo de poseer algo que previamente era un lujo que únicamente los ricos se podían permitir. Y aquellos que se resisten, y por lo tanto se colocan en la posición de personas anticuadas, tecnológicamente ineptas, conservadoras, o, incluso, luditas, rápidamente encuentran que son tantos los aspectos de la vida social y económica que están diseñados bajo la asunción de que todo el mundo tiene ahora esos nuevos productos, que sobrevivir sin ellos se convierte en algo cada vez más difícil. En la última obra trazaba algunos de los efectos de todos estos desarrollos en el trabajo, tanto asalariado como no asalariado, en un contexto en el que el capitalismo no solo estaba expandiéndose en lo que respecta a los aspectos de la vida que abraza, sino también en cuanto a su alcance geográfico.

Hemos entrado ahora en un periodo en el que, según sostengo, nuevas olas de mercantilización iniciadas en periodos anteriores están alcanzando la madurez. Los nuevos productos se han generado por medio de la incorporación al mercado de aún más aspectos de la vida que previamente estaban fuera de la economía monetaria, o como mínimo, de la parte de esta que genera ganancias para los capitalistas. Han surgido ahora diversos ámbitos de acumulación de ese tipo, cada uno con un método diferente de creación de productos, que conforman la base de nuevos sectores económicos y tienen impactos específicos en la vida diaria, incluidos el trabajo y el consumo. Entre ellos se cuentan la biología, el arte y la cultura, los servicios públicos y la socialidad.

Uso el término «biología» para referirme a las formas con las que la vida en sí misma, en forma de plantas, de animales y del ADN que las constituye, se explota para producir productos como nuevas drogas y formas de comida genéticamente diseñadas. Es este un campo muy amplio y en expansión, con enormes implicaciones para muchos aspectos de la vida. Lo menciono aquí tan solo por encima y no entraré en detalles porque, aunque creo que es muy importante, no he realizado ninguna investigación en esta área y tengo poco que añadir a los interesantes debates que están teniendo lugar en otros lugares. Pasaré a concentrarme en los otros tres campos: el arte y la cultura, los servicios públicos, y la socialidad.


2. La mercantilización – el arte y la cultura

La mercantilización del arte y la cultura es la continuación de un proceso con una larga historia. El trabajo artístico ha sido durante siglos trabajo remunerado, y los productos culturales también tienen una gran solera, producidos bajo toda una diversidad de condiciones sociales y contractuales. Lo que ha cambiado en los años recientes ha sido la escala en que estos se han incorporado a las relaciones capitalistas de producción, la concentración de capital en esos sectores y la introducción de la división global del trabajo en la producción de productos culturales. La concentración de la propiedad en unas pocas compañías transnacionales ha venido estimulada por desarrollos tecnológicos que han permitido la convergencia de actividades anteriormente dispersas en diferentes industrias. La publicación de libros y revistas; la producción de juegos, discos, televisores y películas, y las industrias de «generación de contenidos» se han fusionado entre sí sin fisuras, así como con las compañías distribuidoras y las proveedoras de infraestructuras, hasta crear gigantes empresariales a caballo entre una gran diversidad de actividades que entrelazan los esfuerzos de los trabajadores «creativos» con los de muchos otros trabajadores técnicos, administrativos, directivos y de servicios de todo el planeta en configuraciones que varían constantemente.1

A finales del siglo XX, los salarios y las condiciones laborales de los escritores, los cineastas y los músicos estaban determinados en gran medida por los términos que lograban negociar con compañías disco-gráficas, cinematográficas y editoriales organizadas verticalmente y cuyos beneficios estaban ligados directamente a la venta o la distribución de productos como películas, discos, CDs, libros y revistas. Ahora, los mercados están cada vez más dominados por empresas que producen aparatos (como el Kindle de Amazon o el iPhone de Apple) además de distribuir contenidos para ellos (en forma de eBooks o iTunes) En el proceso de estos cambios de poder sectoriales, los trabajadores creativos se han convertido en «creadores de contenidos» para productos fabricados por otras industrias. Esto tiene distintas consecuencias. Vincula su trabajo más directamente al de otros «trabajadores del conocimiento», como los desarrolladores de software, y, cada vez más, los obliga a asumir tareas que antes realizaban otros (como los correctores de estilo, los maquetadores, los diseñadores, los técnicos de grabación, los operadores de cámara y otros profesionales similares). Además, reduce también sus derechos sobre la propiedad intelectual. Igual que sucedía en el siglo XX, ahora unas empresas verticalmente integradas luchan por adaptarse a las nuevas condiciones del mercado; el principal activo que poseen para explotar —la producción de esos trabajadores creativos— se convierte en productos que se revenden de múltiples formas, en múltiples plataformas y para diferentes públicos. Después de haber perdido el control, en muchos casos, del suministro final de todos esos productos al público, se ven forzadas a venderlos a distribuidores intermediarios y a conformarse con un porcentaje más reducido de las ganancias, mientras que la pérdida económica se transfiere a los trabajadores. En el caso de empresas como Amazon o Apple, cuando las ventas de eBooks o iTunes dejan de ser un fin en sí mismo y se convierten en simples medios para vender más Kindles o iPhones, el interés de la compañía ya no está en maximizar los beneficios que produzca un título cualquiera. Por el contrario, el interés está en incrementar la cantidad total de ventas de todos los títulos, para así ampliar la oferta de que disponen los usuarios de aparatos e incrementar la venta de dichos aparatos. Esto transforma drásticamente la economía de las industrias de medios de comunicación, al tiempo que priva a los trabajadores creativos de su antiguo poder de negociación y hace disminuir los ingresos de la mayoría de ellos (aunque permita que prospere una minoría de estrellas). Incluso los trabajadores artísticos que intentan trabajar de forma tradicional, fuera del mercado, se encuentran en la práctica que cada vez más tienen que enfrascarse en un proceso dual de súplica y exhibición de los propios logros con las grandes empresas o con instituciones burocráticas para acceder a los recursos que les permitan hacerlo.2


3. La mercantilización de los servicios públicos.

La mercantilización de los servicios públicos ha seguido un camino bastante distinto, aunque existen fuertes conexiones y solapamientos entre esta y la mercantilización de las actividades culturales debido al fuerte contenido cultural de servicios públicos como la educación. El desarrollo de los servicios públicos, prestados por una fuerza de trabajo remunerada de empleados del gobierno, fue una característica importante del siglo XX, tanto en los países comunistas, donde era el modelo normativo de todo empleo, como en las economías capitalistas desarrolladas. En estas últimas, los Estados de bienestar —y el empleo público asociado a ellos— surgieron y se expandieron, sobre todo en el periodo que siguió a la Segunda Guerra Mundial, en una especie de acomodo entre las demandas del trabajo y los requerimientos del capital, un acomodo que, por lo que respecta a sus características específicas, tomó diferentes formas en distintos contextos. Aunque no hay duda de que dichos Estados de bienestar tenían un rol funcional para el capital en relación con la reproducción de la fuerza de trabajo, puede considerarse igualmente que la prestación de esos servicios por el Estado representó una victoria de las organizaciones obreras, que hacía tiempo que habían emprendido campañas en defensa de las pensiones, la educación gratuita, los servicios sanitarios, el desempleo y los subsidios de enfermedad en nombre de la totalidad de la clase trabajadora. Como tales, los servicios públicos representan una porción de lo que el trabajo ha conseguido arrebatarle al capital, lo que se refleja en términos como el de «salario social». El hecho de abrir todos esos servicios a la acumulación de capital y convertirlos en un nuevo campo de batalla para esta tiene efectos multidimensionales y de largo alcance. Después de 1989, en los antiguos países comunistas esa reapropiación se produjo a menudo mediante el mero apoderamiento, lo que sentó la base de unas nuevas oligarquías cleptocráticas. En los demás lugares, el proceso fue más sutil, pero igualmente pernicioso: en parte se llevó a cabo directamente a través de la privatización, pero cada vez más se hizo mediante de un proceso furtivo de externalización —función a función, departamento a departamento, región a región— en beneficio de una nueva clase de compañías multinacionales que se hacen de oro con los beneficios que recaudan y pueden utilizar su presencia global, no solo para aprovecharse de la existencia de trabajo barato, sino también para minimizar la cantidad de impuestos que pagan a los gobiernos que tan servicialmente las proveen de la base material de la que obtienen sus beneficios.3


4. Mercantilización — la socialidad — cuatro instantáneas

La siguiente categoría de nueva mercantilización, la socialidad, tal vez sea la más asombrosa en sus implicaciones cuando se la contempla como la base para crear nuevos productos y nuevas industrias. Las necesidades humanas de hablar y coquetear, explicarse chistes y compadecerse, estar en contacto con los amigos y la familia deben de haberles parecido a nuestros antepasados algo tan básico como la necesidad de los animales de acurrucarse unos junto a otros. Seguramente pensaran que eran impermeables a las frías y duras leyes del capitalismo. ¿Cómo era posible que se convirtieran en fuente de beneficios empresariales? Sospecho que mucha gente aún se aferra a la idea de que sus relaciones personales pertenecen al ámbito privado del afecto y la autenticidad, fuera del alcance del mercado. Sin embargo, basta con echar un vistazo, por muy superficial que sea, a casi cualquier grupo de gente en casi cualquier situación social en el mundo desarrollado para darse cuenta de cuán ilusoria es dicha idea. Aquí van, simplemente, cuatro instantáneas captadas más o menos al azar en observaciones recientes.

La primera instantánea es la de un grupo de escolares que caminan juntos por la calle hablando animadamente a gran volumen, no entre sí, sino con gente que está ausente. Está claro que alguna empresa de telefonía móvil está cobrando una tarifa por cada minuto de comunicación, una comunicación que sería gratuita si, en lugar de eso, escogieran hablar directamente entre sí. Sin duda, hay también otras empresas que se benefician de las actividades de esos escolares en internet, como por ejemplo las empresas de redes sociales y las que se anuncian en ellas. Pero está también el tema del aparato en sí mismo. El niño que tiene el smartphone más nuevo puede exhibir lo que es un símbolo de estatus social. Los que no (los hijos con padres en paro, de padre o madre solteros, de inmigrantes recién llegados o con padres que no pueden o no quieren comprárselo) son susceptibles de experimentar sentimientos de impotencia y exclusión que vienen a sumarse a los que ya experimentan con el capitalismo avanzado basado en el consumo (como el de llevar la marca equivocada de zapatos o de ropa). La colonización de su socialidad por el mercado no solamente ha creado una fuente de generación de ganancias, sino que también ha contribuido a crear brechas en el tejido de su vida social y ha socavado la base de futuras solidaridades.

Mi segunda instantánea es de cinco personas sentadas juntas alrededor de una mesa en una cafetería mientras dos de ellas envían mensajes de texto con gran pericia, una habla por teléfono y se queja de la poca calidad de la señal, otra usa el teléfono para fotografiar los alrededores y la quinta examina la carta con exasperación. No parece que ninguna de ellas esté pasando un buen rato. En lugar de sacar partido de las ricas y sutiles potencialidades multisensoriales del contacto interpersonal directo, han elegido emplear canales restringidos para comunicarse: la telegrafía verbalmente empobrecida de los mensajes SMS, la señal desfigurada de palabras gritadas al teléfono. Una vez más, los beneficios empresariales crecen en tándem con el deterioro en la calidad de la inter-acción social interpersonal.

Mi tercera instantánea es la de un autobús londinense lleno en el que se oye una cacofonía de conversaciones por teléfono en varias lenguas, algunas a gritos y en tono airado, otras reveladoramente íntimas, algunas tan banales que parecen del todo innecesarias, casi como un tic nervioso, como si la persona que llama no soportara estar ni un instante ociosa y el hecho de estar en comunicación le produjera la ilusión de estar haciendo algo: «Estoy en el autobús. Sí, el 73. Hace un cuarto de hora que he salido del trabajo. Sí, llegaré dentro de unos veinte minutos. No, nada especial». Muchos de los que no hablan por teléfono llevan los auriculares enchufados a las orejas, conectados a los diversos aparatos electrónicos con los que juguetean entre las manos. Eso les permite evitar toda interacción con las personas más frágiles a las que, según los letreros que hay sobre sus cabezas, deberían ofrecerles el asiento. El autobús ya no es, como era en el pasado, un lugar de encuentros inesperados, de compartir chistes con extraños o de una comunicación capaz de animar a una persona que está sola y para la cual ese podría ser el único contacto social del día. Mientras que, por un lado, se vociferan indiscriminadamente al mundo las intimidades privadas de la alcoba o de la cocina, por otra parte, se ignora a los extraños que comparten el mismo espacio social inmediato, se los mira mal o se los rechaza como compañeros de comunicación. La relación entre lo privado y lo público parece haberse vuelto del revés. Aun así, en todo momento se está generando un flujo de ingresos para las empresas globales de comunicaciones.

La cuarta y última instantánea es la de una conferencia donde hay cuatro personas de tres continentes en un estrado y donde una de ellas preside la sesión, la otra habla y las dos restantes miran el ordenador portátil o el iPad. La mayor parte del público hace lo mismo; algunos está claro que están comprobando el correo electrónico; casi no hay contacto visual entre ellos, a pesar de que muchos han viajado una distancia considerable (para lo que han consumido un montón de combustible de avión) para estar juntos cara a cara. En todos los casos, existe un rechazo a la comunicación gratuita mediante la voz, el contacto físico o la mirada directos, y se prefiere la conversación electrónicamente mediada. Los ponentes (sin duda con jet-lag) leen monótonamente las ponencias que han preparado, que cualquiera de los presentes podría haber leído en cualquier otro lugar sobre papel o en toda una gama de distintos dispositivos. Algunos tal vez estén haciendo justamente eso en ese momento, y se están tomando su tiempo para preparar una intervención con la que posicionarse debidamente cuando el ponente finalice. Parece que, más que existir un deseo de diálogo real, el único sentido de estar allí sea dejar constancia, para futuras solicitudes de empleo, de que se ha presentado una ponencia en un congreso. Toda esa costosa farsa parece producir muy poco en forma de interacción directa, aunque, por supuesto, podría haber alguna luego en el bar entre quienes no vayan tan justos de tiempo que tengan que retirarse a la habitación del hotel para leer los correos electrónicos, llamar a la sufrida familia o redactar la próxima ponencia.


5. En todo esto: ¿Dónde está la presencia del capitalismo?

¿Dónde está la presencia del capitalismo en todo esto? ¡Por todas partes! Muy claramente, este se beneficia de los aparatos físicos: los teléfonos móviles, las tabletas, los portátiles, los iPads y los accesorios que es preciso adquirir para cargarlos y conectarlos entre sí o a la persona. Los fabricantes cuyas marcas aparecen en ellos representan la punta del iceberg de un trabajo que incluye a los mineros que extraen los minerales que constituyen las materias primas, a los trabajadores de fábrica que los ensamblan, a los trabajadores del transporte, a los del almacén, a los trabajadores de servicios, a los ingenieros de software, a los trabajadores del centro de asistencia telefónica y a muchos más. Después está la infra-estructura: los (muy sólidos) satélites y los cables; los enrutadores de wi-fi, que hacen posible que todo ese contenido digital aparentemente evanescente sea accesible de manera tan invisible a través de las ondas de radio, y la red eléctrica, que provee la energía sin la que nada de todo ello funcionaría.

Nuevamente, todo ello requiere el trabajo de un gran número de trabajadores, empleados en un gran número de compañías para realizar innumerables tareas, entre ellas la de extraer carbón y petróleo, la de construir molinos de viento, la de hacer funcionar centrales eléctricas, la de fabricar cables y la de cavar zanjas para que estos pasen por debajo de las calles, los campos y los mares. Por no mencionar a los científicos que diseñan los cohetes que se lanzan al espacio para poner los satélites en órbita. Algunas de esas industrias ya existían antes del desarrollo de las tecnologías de la información y de la comunicación, por supuesto, pero su mercado ha crecido enormemente como consecuencia del desarrollo de las comunicaciones digitales. Por lo que respecta a la energía, por ejemplo, se calcula que el uso de las Tecnologías de la Información y de la Comunicación (TIC) consumió entre 930.000 millones y 1,5 billones de kilovatios hora en 2013.4

[sección 2] Además, cada una de esas interacciones electrónicamente mediadas genera ingresos para las empresas multinacionales que gestionan los servicios de telecomunicaciones. En efecto, la comunicación social implica ahora el pago de un diezmo a dichas compañías por cada persona en el mundo que tiene un contrato de telefonía móvil o una conexión a internet en casa, y la cifra de estas no deja de aumentar exponencialmente.
[ … ]


Notas

Algunas partes de este escrito proceden de la Introducción de mi artículo: «Working Online, Living Offline: Labor in the Internet Age», Work Organisation, Labour and Globalisation, vol. 7, nº 1, 2013, pp. 1-11.

1. El trabajo creativo se analiza más a fondo en el capítulo 5 de mi libro Labor in the Digital Economy, Monthly Review Press, Nueva York, 2014.
2. Esta cultura de suplicar y exhibir los propios logros se comenta en el capítulo 3 de Labor in the Digital Economy.
3. El capítulo 6 de Labor and the Digital Economy traza el desarrollo de la mercantilización de los servicios públicos y la vincula a la reestructuración global de las cadenas de valor descritas en los anteriores capítulos del libro.
4. Sobre las cifras superior e inferior dentro de este rango, véanse, respectivamente, Bart Lanoo et al., Overview of ICT Energy Consumption, Network of Excellence in Internet Science, 2013, http://internet-science.eu, y Mark P. Mills, the Cloud Begins with Coal: Big Data, Big Networks, Big Infraestructure, Big Power, informe para la National Mining Association y la American Coalition for Clean Coal Energy, Digital Power Group, agosto de 2013, http://tech-pundit.com.


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