(Monthly Review. Selecciones en castellano, 3ª época, nº 1, septiembre de 2015. Edición online. https://www.monthlyreview.org.es/1-el-trabajo . Monthly Review — Selecciones en castellano is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0 International License.)
Estados Unidos, historia, libros y literatura, artes y humanidades, industria cultural, cultura de masas, condiciones sociales y económicas.
[sección 2] La calidad de la sociedad capitalista monopolista: cultura y comunicaciones. Paul A. Baran y Paul M. Sweezy.
(Artículo publicado en Monthly Review, vol. 65, nº 3, julio-agosto de 2013, pp. 43-64. Traducción de Víctor Ginesta. Este es un capítulo hasta ahora inédito del libro de Paul A. Baran y Paul M. Sweezy El capital monopolista (Monopoly Capital, Nueva York: Monthly Review Press, 1966; traducción española en Siglo XXI Editores, México D.F., 1968). El texto tal y como aparece aquí ha sido revisado e incluye notas de John Bellamy Foster. El estilo se ajusta al contenido del libro. Parte del borrador original del capítulo sobre la salud mental estaba aún incompleto en el momento de la muerte de Baran, en 1964, y por eso no se ha incluido en la versión publicada. Para el contexto intelectual más general del artículo, se puede consultar, en inglés, la introducción al número de julio-agosto de 2013 de Monthly Review.)
versión original: III.
El negocio del libro ha experimentado una tremenda expansión desde la Segunda Guerra Mundial. Ahora encontramos libros en todas partes: la gente los lleva en el bolsillo y los tiene en la sala de estar; se compran en catálogos de venta por correo, en los supermercados y en las tiendas abiertas las veinticuatro horas. Entre 1950 y 1962, el número de títulos publicados (nuevos y reeditados) se dobló para pasar de 11.000 a 22.000, y el porcentaje de la renta disponible que se gasta en libros, que fue del 0,37% en 1957 (la misma que en 1929), se elevó hasta el 0,45% en 1961.9
Así pues, la cantidad total de libros vendidos en los Estados Unidos se ha más que doblado, pero la de ediciones de bolsillo se ha multiplicado por ocho. Actualmente, los libros de bolsillo constituyen el grueso de los libros que se producen en el país. Y el grueso de ese grueso son los llamados libros de bolsillo de distribución masiva. La palabra «libro» denota un objeto distinto del de hace cincuenta años y, a su vez, esos cambios son reflejo (y, en parte, además, causa) de una transformación trascendental de los contenidos y de la función que desempeñan los libros en la sociedad. A lo largo de este siglo y, en particular, desde la Segunda Guerra Mundial, la industria editorial norteamericana ha experimentado una drástica reorganización. Aunque supone una visión idílica y engañosa del pasado decir que «tradicionalmente, las editoriales eran pequeñas empresas familiares cuyos propietarios eran verdaderos mecenas literarios, mucho más interesados en cultivar el talento que en la forma de operar de otras industrias como la de la moda», lo cierto es, sin embargo, que «hace tiempo que la edición ha pasado a manos de personas con un espíritu más abiertamente comercial».10 En efecto, la producción de libros, como la de otros bienes, ha pasado a estar altamente concentrada, y el sector está cada vez más dominado por un número relativamente reducido de grandes empresas. En 1958, se calculaba que las 50 mayores compañías distribuían el 69% de todos los libros.11 Desde entonces, las quiebras y las fusiones han asolado el sector: las fusiones aumentaron de una media anual del 3,5% en el periodo 1948-1955 al 10,8% de entre 1956 y 1960. A finales de 1961, había solo 18 empresas editoriales dedicadas a la distribución masiva, mientras que siete años antes estas eran 82.12
Pese a tanta concentración, la publicación de libros continúa siendo un negocio fuertemente competitivo. Aunque podría parecer que cada libro es un producto único con una demanda bastante inelástica, eso solo sucede con unos pocos libros y un mercado reducido compuesto por bibliotecas, instituciones e individuos acomodados poco influidos por consideraciones de precio. La gran mayoría de libros son sustituibles el uno por el otro y, además, tienen que competir ferozmente con otros tipos de lectura (diarios, revistas, boletines), otras formas de ocio (películas, televisión, radio, deportes espectáculo) y otros modos alternativos de gastar o ahorrar el dinero. Así pues, los precios de los libros de distribución masiva hay que calcularlos cuidadosamente y mantenerlos en un nivel bajo y competitivo. Así mismo, el incipiente carácter oligopolista de la industria se hace patente en el hecho de que los precios de cada tipo de libro están plenamente estandarizados y todo el sector los respeta escrupulosamente.
Todo eso coloca a la industria editorial en una difícil situación. Los costes han crecido cada vez más rápido y los márgenes de beneficio han disminuido. Para mantener el volumen de beneficios se ha hecho necesario aumentar considerablemente el tamaño mínimo aceptable de cada edición. Bennet Cerf, en referencia a los libros de consumo general, escribía en 1947: «el punto en que una editorial recuperaba la inversión inicial [en cualquier libro nuevo que se imprimía] solía estar entre los 2.500 y los 4.000 ejemplares; ahora está en 10.000».13 Y las informaciones más recientes dicen que, solo si vende 15.000 copias, puede asegurarse una editorial de obras de consumo general de que un nuevo título le proporcionará beneficios. Mientras tanto, todas esas cifras podrían parecerle insignificantes a una editorial de distribución masiva. En ese campo, se considera que 150.000 copias es la cantidad mínima de ventas para compensar la inversión, una cifra que solo tiende a aumentar.14
Todo ello ha conferido una importancia cada vez mayor a los «derechos subsidiarios». Estos son los relacionados con la publicación seriada en las revistas, la distribución a través de clubs del libro, la traducción, y el uso en películas, televisión, radio y otros medios. «Resulta cada vez más difícil publicar un libro y obtener beneficios solo con las ventas comerciales […] y cada vez son más las editoriales que hallan que un libro que, de otro modo, habría provocado pérdidas resulta rentable gracias a la venta de los derechos subsidiarios».15 Aunque los escritores de éxito o, con mayor frecuencia, sus agentes son cada vez más hábiles a la hora de excluir a las editoriales de los posibles royalties de futuras películas o de limitar su participación en ellos, a menudo la posibilidad de obtener esa clase de ingresos subsidiarios tiene un papel crucial en la decisión que pueda tomar una editorial con respecto a los originales que recibe.16
Esa acuciante necesidad de hacer grandes tiradas, la gran preocupación por los derechos subsidiarios y la estructura cada vez más pronunciada de gran empresa que caracteriza a la industria editorial no solo influyen decisivamente en el número y el precio de los libros publicados. También tienen un profundo impacto en la naturaleza de lo que se publica. Se ha vuelto imperativo producir materiales que atraigan a un público tan amplio como sea posible. Aquí, la motivación de los modernos gigantes editoriales no es esencialmente diferente de la de las pequeñas empresas editoriales, hoy ya desfasadas: conseguir el mayor beneficio posible. Lo que ha cambiado ha sido el marco y el grado de racionalidad con el que se persigue el objetivo de obtener beneficios.
Normalmente, la pequeña editorial de antaño lo que pretendía era vender libros caros a un público reducido. Hoy en día, la preocupación habitual de las grandes editoriales es colocar libros baratos en un mercado muy grande. Los diferentes objetivos exigen métodos distintos. El pequeño editor podía esperar que los libros que a él le gustaban también gustaran al público. Los gustos y los juicios personales ayudaban a determinar su elección. Hoy, las decisiones de una gran corporación editorial, igual que las de otras empresas corporativas de gran escala, se meditan cuidadosamente siguiendo el principio primordial de «primero la seguridad». Hay poco espacio para hacer inversiones arriesgadas, para la experimentación, para apostar por un original solo porque ha despertado el interés de un ejecutivo o un editor individuales. Los materiales en los que se invierte los seleccionan consejos de expertos que representan a departamentos tales como el de ventas, el de producción, el de derechos subsidiarios y el de relaciones públicas. Un libro ya no puede juzgarse por el mero mérito más de lo que se juzga por este el modelo de coche que se lanzará el año que viene. Hay que considerarlo en términos del mercado, un mercado bien definido, claramente visualizado en relación con otros mercados, y científicamente explorado. Hay que estandarizar el producto, ajustarlo y someterlo a «controles de calidad». En consecuencia, ha surgido lo que podríamos llamar un conjunto de reglas no escritas.
Primero, el material publicado debe evitar antagonizar con ninguna clase, estrato, grupo geográfico o religioso de potenciales lectores. Si hay que arriesgarse a ofender a algún grupo, solo debe hacerse si la cifra de los ofendidos es pequeña y está sobradamente compensada por el número de los gratificados. Se discriminan las obras que expresan puntos de vista contrarios a sentimientos religiosos ampliamente compartidos, mientras que son perfectamente aceptables los libros que se regocijan en la violación, el asesinato y la violencia física.
Segundo, hay que ser muy selectivos con los temas que son susceptibles de generar debate. La controversia sobre algunas cuestiones es admisible e incluso deseable en algunos casos; incrementa el atractivo de ventas del libro. Los problemas sexuales, psicológicos y, en los últimos tiempos, los relativos a las relaciones interraciales están bien, siempre que no incluyan ningún ataque directo a la verdadera estructura básica del orden económico y social.
Tercero, naturalmente, tendrán preferencia los autores cuya fama asegure de antemano un gran mercado. No obstante, la fama de muchos autores de masas poco tiene que ver con la distinción literaria y mucho con la publicidad y el don de satisfacer al mercado masivo. La publicidad, por su parte, la fabrican los medios de comunicación de masas y, evidentemente, las revistas, los diarios, la radio y la televisión no encumbrarán a ningún escritor con puntos de vista radicales. Así, los autores mejor situados en el ranking de la fama tienden a evitar los temas delicados, así como la antipatía hacia los temas delicados facilita alcanzar la fama.17
La cuarta regla es estar muy atentos a lo que triunfa e imitarlo inmediatamente. Al igual que en la industria del vestido las nuevas modas arrasan en todo el sector, los libros de éxito también producen modas que todas las editoriales se afanan por seguir.
Sería muy interesante reseguir los cambios que todas esas normas de funcionamiento han experimentado en la era del capital monopolista.18-iii Todo lo que podemos hacer de momento es llamar la atención sobre el fuerte aumento del peso que las reglas y las normas de funcionamiento de las editoriales tienen en la génesis de la obra de ficción contemporánea.19 Este cambio cuantitativo transforma, no obstante, la verdadera calidad del trabajo mismo. Con el escritor convertido cada vez más en un empleado de la corporación editorial y su independencia transformada cada vez más en un farsa (igual que la del pequeño empresario), en un contexto en el que los resultados de la investigación de las motivaciones y la posición en el mercado editorial, con las consiguientes decisiones del equipo editorial, determinan los contenidos de las directivas bajo las que se opera, resulta inútil buscar en el producto de todo ese proceso de fabricación la expresión de las opiniones, las percepciones y las convicciones del artista. Irónicamente, el material que llega al mercado tampoco comunica necesariamente los sentimientos, las ideas y las creencias de los miembros de los equipos cuyo negocio es elaborar textos vendibles. Más bien, lo que dicho producto indica es lo que esos mismos equipos, basándose en las deliberaciones colectivas, las investigaciones y las propias intuiciones, calculan que es el tipo de lectura que es más probable que la gente busque.
iii Este párrafo (con sus notas correspondientes) es una versión resumida de dos párrafos más extensos que quedaron suprimidos en el borrador final del capítulo elaborado por Sweezy. En la versión original de Baran, las tres primeras frases y el resto del pasaje estaban en distintos párrafos separados por material ilustrativo. Hemos incluido estos pasajes suprimidos por la importancia que creemos que tienen para el análisis general.
La observación de esas reglas generales provoca una creciente uniformidad de la producción literaria, una pérdida de identidad cada vez más pronunciada del libro individual. Eso aumenta claramente la elasticidad de la demanda — cada vez es más irrelevante para el comprador cuál de los muchos libros que pueblan el mercado va a leer mientras está sentado en algún lugar o viaja en avión — e intensifica la presión competitiva sobre la publicación de libros. Con todo, ninguna editorial sola se atreve a romper con esas reglas generales, y tampoco es posible que se junten todas y decidan ser «diferentes». Lo máximo que pueden hacer es modificar y ajustar las reglas para adecuarlas a los requerimientos de mercados concretos.
A veces, la editorial incluso hace circular entre una lista de correo seleccionada un prospecto en el que se describen las virtudes de una nueva gran obra sin precedentes. Por supuesto, no dice que la obra aún está por escribir; hasta entonces es solo una «idea» de la editorial, pero, si el número de pedidos es suficiente, le encargarán a un escritor que redacte el texto. En este caso, es totalmente inequívoco que el libro se trata como un producto, fabricado para ajustarse al mercado.
En el mercado de distribución de masas, se respetan escrupulosamente todas las reglas, aunque no es necesario que los autores involucrados sean célebres. Para que se venda bien un producto, lo que hace falta es que siga la fórmula más prometedora en cada momento, la que ofrezca buenas perspectivas de crear un best-seller y producir sustanciales ingresos subsidiarios. Aunque, por supuesto, se da preferencia a los autores conocidos, los principiantes (y los escritores fantasma) también tienen su oportunidad, siempre que respeten las reglas y sigan la moda.20
La ficción destinada al mercado de distribución masiva no es, por lo tanto, la expresión de la percepción que tienen los artistas de la existencia social e individual; es, en palabras de Elmer Davis, «no lo que alguien deseaba escribir, sino lo que otra persona quería que se escribiera». Aun así, el estudio de esta clase de producciones puede arrojar mucha luz sobre la naturaleza de las ideas, los credos y las actitudes domi-nantes.21 Sin embargo, para ello hará falta que cambiemos nuestra perspectiva analítica y, en lugar de intentar comprender e interpretar el mensaje del escritor, intentemos sopesar e interpretar la información estadística y descriptiva relevante sobre cuáles son los temas que las editoriales, sus empleados y sus autores han encontrado que valía la pena tratar siguiendo criterios comerciales.
Una buena fuente de información es la obra de Alice Payne Hackett, 60 Years of Best Sellers, 1895-1955 [Sesenta años de best-sellers, 1895-1955].22 Por supuesto, «el mayor éxito de ventas de todos los tiempos en este país, ciertamente también a mediados del siglo XX, es la Biblia». La media de ventas anuales del texto íntegro alcanza los 7 millones de ejemplares. Además, la cantidad de obras de ficción y no ficción religiosa que han alcanzado las listas de los más vendidos es mayor que la de que cualquier otro tipo de obras. Y este es solo uno de los elementos de lo que se ha descrito como el gran «boom religioso» tras la Segunda Guerra Mundial. Entre 1940 y 1960, la tasa de afiliación religiosa pasó del 49% al 64% de la población, y el gasto en la construcción de nuevas iglesias aumentó desde los 126 millones de dólares de 1947 hasta los 805 millones de 1961.23
La nación está llena de personas confundidas que sienten que algo anda mal, que hay algo profundamente insatisfactorio, en la vida que llevan, pero que no sabrían decir qué es y, aún menos, descubrir qué hacer al respecto. Son personas que todavía no están lo bastante angustiadas (o no tienen el suficiente dinero) como para ir a un psicoanalista, pero están frustradas, deprimidas, tienen la sensación de que la vida las ha convertido en víctimas, y algunas de ellas acabarán sufriendo una crisis nerviosa.24
Sin embargo, la gran mayoría de la literatura religiosa que compran poco puede hacer por clarificar las causas de su miseria o aportarles una perspectiva más inteligente de su mundo interior y exterior. Los hilos narrativos que dominan las explicaciones son el solipsismo y el misticismo. Hay una «insistencia frecuente en la idea de que el pensamiento es la realidad superior y la materia es solo una ilusión o está supeditada al pensamiento». Y «podemos decir, casi sin reservas, que jamás se considera que las formas culturales, políticas y económicas básicas, solas o en combinación con otros agentes, tengan efecto alguno sobre las fortunas del “yo” […] El hombre […] apenas si habita en una sociedad o una cultura».25 Ese tipo de materiales, lejos de mejorar el entendimiento y proporcionar bienestar mental, llevan a cabo lo que podríamos denominar una lobotomía literaria.
Un profundo estado de malestar psíquico subyace a la demanda de esta clase de literatura, que, además, sirve de distintas maneras a los intereses de las élites. Un anuncio de The Power of Positive Thinking [El poder del pensamiento positivo] de Norman Vincent Peale exhorta a los ejecutivos a «regalar este libro a los empleados. ¡Paga dividendos!». Se afirma que un consumidor satisfecho explicaba que el libro había contribuido a acallar las quejas de sus empleados y había aumentado el entusiasmo de estos por la empresa. Los vendedores tienen «una nueva confianza en lo que venden y en la organización», y el personal de oficina muestra «mayor eficiencia» y una «marcada reducción de la tendencia a mirar el reloj».26 No en balde las ventas del libro de Peale, y otros parecidos, se han visto fuertemente incrementadas por las compras al por mayor de grandes empresas para distribuirlo gratuitamente entre los empleados.
Después de la Biblia y las obras de temática religiosa, los libros de cocina son los que mejor se han vendido, y de forma más sostenida, en el área de la no ficción desde 1895. Y tras ellos viene el gran mercado de la ficción, donde el género líder son los relatos de crímenes, investigación y misterio. El salto cuantitativo que ha experimentado este mercado ha sido espectacular y hoy en día las ventas anuales están próximas a los 100 millones de ejemplares. Incluso una revolución cuantitativa como esa ha ido acompañada también de una transformación cualitativa de los materiales que se publican.
La historia clásica de detectives es un ejercicio de lógica e inferencia diseñado para destapar un delito grave, normalmente un asesinato, aunque también puede ser un robo de joyas o una intriga diplomática o del mundo de los negocios. En la trama, un detective muy racional e increíblemente sagaz relaciona una serie de pistas y pequeñas pruebas difíciles de apreciar hasta cuadrar una ingeniosa hipótesis explicativa. El extraordinario poder de razonamiento correcto del héroe se puede subrayar yuxtaponiéndole a un personaje más inepto, cuya torpeza ayuda a oscurecer las cuestiones e introducir pistas falsas en el recorrido. La historia clásica de detectives refleja así el espíritu de parcial racionalidad que caracterizaba al pensamiento burgués del siglo XIX. Podría decirse que representa una clara transposición del espíritu y el método de la contabilidad por partida doble al ámbito de la ficción.
Eso dista mucho de la historia de detectives que predomina actualmente en el sector. El énfasis ya no corresponde a la virtuosa actuación del detective, sino al crimen mismo. Ahora se describe el asesinato con todo lujo de detalles, la captura de los responsables ya no es el resultado de ir siguiendo pacientemente unas complicadas pistas, sino de actuaciones arriesgadas (e irregulares), de la tortura y de la brutalidad. El detective ya no está al servicio de la justicia; es al mismo tiempo investigador, juez y verdugo. Mike Hammer es el protagonista de los libros de Mickey Spillane, seis de los cuales figuran entre los 15 títulos más vendidos de los dos primeros tercios del siglo XX.27 Y Mike Hammer es, en esencia, un sádico estúpido y amoral con un apetito absolutamente desproporcionado por el alcohol, las mujeres y la violencia. El lema que profesa es: «¡Matar, matar, matar, matar!». Golpea, hiere y dispara en el estómago a hombres y mujeres que en muchas ocasiones no tienen nada que ver con el crimen original.28 La destrucción de la vida, la sed de muerte se describen apasionadamente, y el tremendo éxito de esas obras subhumanas — o, de hecho, antihumanas — justifica plenamente la pregunta de Christopher La Farge: «¿Qué le ha sucedido a este país, que es capaz de apoyar y aplaudir esas actitudes hacia nuestra vida en común como país?».29
Existe un paralelismo entre el desarrollo del relato detectivesco y el de la novela de distribución masiva. En la obra de cualquier auténtico artista, el argumento, por mucho que tenga una importancia crucial, no es un fin en sí mismo. Sirve de medio para la representación de los conflictos individuales y sociales, de las pasiones humanas, la alegría y el sufrimiento. Y el artista de primer orden no impone su propia visión del mundo, su trabajo analítico e interpretativo. Sus personajes hablan por sí mismos; sus acciones, sus palabras, sus gestos reflejan y transmiten su propia visión de la realidad, sus pensamientos y sus intuiciones. Sin embargo, igual que el quid del relato de detectives moderno es la descripción física del crimen y la violencia, el meollo de la novela contemporánea de distribución masiva es la explicación detallada del comportamiento explícito del héroe (frecuentemente improbable), sin que en ningún momento se intente describir, elucidar y comprender las causas y las motivaciones subyacentes. El único propósito es estremecer al lector.
Estas obras de ficción solo difieren de las de Spillane en la longitud y la estructura, más que en su calidad estética o en su orientación moral e intelectual. Están pensadas para ofrecerle al consumidor entretenimiento, suspense y emoción, y calculadas para excitar los sentidos.
La portada de una de ellas ofrece, por 95 centavos, «una novela realista, dura, despiadada, sin rodeos, sobre hombres y mujeres que siempre toman más de lo que dan. Una historia llena de pecado y éxitos, mientras que los personajes, nítidamente perfilados, buscan incesantemente el amor y el poder, dominar a los demás aun a expensas de autodestruirse». Otro volumen, de 75 centavos, anuncia que «en esta novela de adultos, se examina el comportamiento de alcoba de una ninfómana, una intelectual reprimida, una esposa frígida, una novia dominada por su padre, una adúltera y una ejecutiva agresiva». Y una tercera, un poco más delgada y, por lo tanto, de únicamente 50 céntimos, nos cuenta que «el SEXO mueve la historia», y promete una «historia de pecado sin restricciones en una urbanización residencial».30 Los ejemplos podrían multiplicarse. Albert van Nostrand ha examinado 302 títulos aparecidos en los últimos 20 años:
Bastan 71 adjetivos para describir todas las obras, aunque con una ratio decreciente. Hay 49 adjetivos en las primeras 100 portadas (ordenadas alfabéticamente por título), diecisiete nuevos en los 100 siguientes, y solamente cinco nuevos en las portadas del resto […] Las novelas son «conmovedoras», «brillantes», «dinámicas», y «emocionantes». Son «absorbentes», «gráficas» y «fascinantes». Están «cargadas de emociones» y son «apasionantes» y, de vez en cuando, «tensas como la piel de un tambor». Son, casi en la misma medida, «compasivas» y «brutales», y algunas — a menudo las más baratas — son ambas cosas a la vez […] Destacan por ser «despiadadas», «punzantes», «mordaces» o «intrépidas». Y también hablan «sin tapujos». Pero por cada novela «sin pelos en la lengua», diecisiete son «sinceras» y tres son «absolutamente sinceras». El tema de tanta franqueza es diversamente «obsceno», «atrevido», «íntimo», «picante», «crudo» y «contra natura». Buscando una nueva sensación, una editorial incluso calificó el contenido de su libro de «¡pomposo!», lo que es ser, en verdad, «absolutamente sincero».31
En la promoción de un libro llamado McCaffery, el anuncio afirma que es «una nueva y sensacional novela sobre un joven enfurecido que huye de la pobreza y el pasado lanzándose de lleno a una vida de depravación»:
Se llama McCaffery; inteligente, apuesto y hábil, con una especie de atractivo fatal. Una noche oscura se muda de un apartamento en Yorkville, Nueva York, a un lujoso burdel de Greenwich Village. En la profesión más antigua del mundo, McCaffery es un innovador. No hay acto que sea demasiado sórdido para él; no hay mujer adinerada demasiado vieja o demasiado gorda; no hay cliente masculino demasiado exigente.
Un día, un hombre sorprendente llamado Bentley — amable, sofisticado, depravado — introduce a McCaffery en la verdadera lujuria y el horror. McCaffery se instala en su lujoso ático, aprende los atroces ritos de la perversión, asiste a fiestas en las que treinta personas practican treinta formas de amor. Se sumerge en un pozo de decadencia tan profundo que solo el crimen más violento puede salvarlo. La historia de McCaffery es un viaje terrorífico por el filo del desastre hacia los inicios de la sabiduría. Es un libro crudo, que narra la degradación del sexo en nuestra sociedad, y una de las novelas más controvertidas de los últimos años. Para los lectores que son ya lo bastante mayores para saber de dónde vienen los niños, El Amante de Lady Chatterley es en realidad un libro insulso. No se puede decir lo mismo de McCaffery.32
Sin lugar a dudas, los métodos de venta agresivos, la publicidad engañosa y la comercialización de productos inútiles y nocivos no son rasgos exclusivos del mercado editorial. Sin embargo, sí que reflejan la constante y metódica degradación del libro en sí mismo en las últimas décadas. El hecho de transferir a la venta de libros los métodos empleados para promocionar «sex appeal» y cosméticos, alcohol y cigarrillos, y productos milagrosos de todo tipo, merma el respeto por el trabajo literario y destruye el libro como medio de cultura. Y eso no tan solo vale para la literatura basura. También las obras respetables o, incluso, las grandes obras de arte ven cómo varían su impacto y su función en ese proceso. Cuando se las fuerza a prometer lo que no pueden «cumplir»; cuando se las presenta como lo que nunca pretendieron ser, no solo se desacreditan a sí mismas a ojos del lector, sino que influyen también fuertemente en su actitud hacia los libros en general. Las obras literarias no se le presentan al lector como fuentes de conocimiento y de goce estético, como textos dignos de aprecio; se comercializan con gran estridencia, como medios baratos de entretenimiento fácil, como una forma de experiencia indirecta, textos para leer de una ojeada en busca de los pasajes más emocionantes sobre crímenes, pecados y sexo, y después tirarlos a la basura como la prensa diaria o el envoltorio de una pastilla de jabón.
La propia palabra «libro» es difícilmente aplicable a una gran parte de la tremenda producción de «cómics». En 1958, se calculaba que en los Estados Unidos se vendían unos 600 millones de cómics al año, además de las tiras cómicas de los diarios que ven más de 100 millones de estadounidenses cada día.33
Entre los seis y los once años, el 95% de los chicos y el 91% de las chicas compran libros de cómic como dieta regular de lectura. Entre los doce y los diecisiete, las cifras caen al 87% de los chicos y el 81% de las chicas. Entre los dieciocho y los treinta, disminuyen al 16% y al 12% […] Estos son los lectores estables. Para calcular los lectores ocasionales, habría que sumar otro 13% de hombres y un 10% de mujeres […] En la reciente guerra, en las tiendas de las instalaciones militares, las ventas de libros de cómic superaron a las ventas combinadas de Life, Reader’s Digest y el Saturday Evening Post en una ratio de diez a uno.34
Aunque las opiniones sobre los efectos de este consumo sobre adultos y niños difieren ampliamente, entre los estudiosos serios de la cuestión existe un amplio consenso con respecto al vacío intelectual, la tendenciosidad ideológica y la pobreza estética del producto. Incluso un autor con una disposición favorable hacia los cómics encuentra que:
No parece posible que algo tan burdo, tan puramente feo, sea tan importante. Los libros de cómic son feos; es difícil encontrar algo que admirar en su apariencia. El papel: es como usar arena para cocinar. Y el dibujo: es verdad que los artistas son competentes en cierta manera; las figuras están bien ubicadas en profundidad, transmiten acción. Pero no tienen alma, son de una vulgaridad escandalosa, y si bien hay algunas que son, al menos, graciosas y alegres, después está el color. ¡Ay! Parece que exista un axioma en el mundo del cómic según el cual el color que chilla, chirría de la forma más discordante posible, es el bueno. Y todos estos rasgos del arte del cómic aún resultan leves e insulsos cuando se los compara con la propia esencia del cómic: la distribución sobre la página, la colocación de las ideas. Y eso vale, también, para las ideas mismas.35
Otro experto afirma que el análisis de contenidos «muestra que los cómics presentan un alto nivel de etnocentrismo, conservadurismo, violencia, crimen y sexo».36 Los críticos más hostiles usan palabras más duras. En febrero de 1955, una investigación de la Comisión del Senado de los Estados Unidos para la Delincuencia Juvenil informaba de que los cómics de crímenes y terror, que son los mayoritarios, «son como cursillos sobre asesinato, mutilación, robo, violación, canibalismo, matanza, necrofilia, sexo, sadismo, masoquismo y casi cualquier otro tipo de crimen, degeneración, bestialidad y horror».37 Por desgracia, lo único que se puede aducir con razón en defensa de los cómics es que no es justo centrarse en ellos como objeto de condena en particular. Gran parte de lo que hemos dicho sobre los cómics se puede decir con igual justificación de otras formas de material impreso, y sobre la radio, la televisión y otras instituciones culturales de nuestra sociedad
Notas [sección 2: 9-37]
- Statiscal Abstract of the United States, 1963, p. 527; los porcentajes están calculados a partir de las tablas en ibídem, pp. 213 y 328, y de Historial Statistics of the United States: Colonial Times to 1957, pp. 139 y 224. A pesar de estos llamativos incrementos, los Estados Unidos siguen estando por detrás de otros países avanzados. En 1952, cuando el número de títulos publicados en los Estados Unidos fue de unos 12.000, la Unión Soviética publicó 37.500, el Reino Unido 18.700, la India 17.400, Japón 17.300 y la Alemania Occidental 13.900. En una tabla de la producción de libros por millón de habitantes en 23 países, los Estados Unidos figuraban cuartos por la cola con 74 millones, por encima solamente de Brasil, la India y China. Los Países Bajos producían nueve veces más libros por millón de habitantes; Checoslovaquia, seis veces, y la Unión Soviética, dos veces y media (R. E. Barker, Books for All: A Study of the International Book Trade, UNESCO, París, 1956, p. 21). Tampoco el incremento de más del 50% del número de títulos entre 1952 y 1962 consiguió elevar la posición relativa de los Estados Unidos. Otros países experimentaron incrementos parecidos o superiores: en 1961, la Unión Soviética publicó 74.000 títulos (Steckler, ed. The Bowker Annual, 1964, p.75).
- Robert Lubar, «Henry Holt and the Man from Koon Kreek», Fortune, diciembre de 1959.
- Concentration Ratios in Manufacturing Industry 1958. Informe preparado por la Oficina del Censo para la Subcomisión Antitrust y de Monopolios de la Comisión sobre la Judicatura, Senado de los Estados Unidos, 37º Congreso, segunda sesión, Washington, 1962, p. 22.
- Business Week, 30 de diciembre de 1961.
- Citado en Alan Dutscher, «The Book Business in America», en Rosenberg y White (eds.), Mass Culture, p. 129.
- Business Week, 30 de diciembre de 1961.
- Joseph Marks, «Subsidiary Rights and Permissions», en Chandler B. Grannis (ed.), What Happens in Book Publishing, Nueva York, 1957, p. 213.
- La posibilidad de que un libro se compre para confeccionar el guión de una película de Hollywood es siempre un punto importante a tener en cuenta para el editor, ya que la apari-ción de la película dispara automáticamente las ventas del libro.
- Hay un aspecto en el que la importancia que se concede a la fama funciona de manera distin-ta y, en cierta medida, paradójica. Los autores más famosos son los ya fallecidos y, natural-mente, con el crecimiento de la población, la alfabetización y los ingresos, la demanda de sus obras ha aumentado. El fenómeno se ha visto también estimulado por el culto a los «grandes libros» en los campus universitarios y entre el resto de lectores con aspiraciones culturales. Además, muchos libros de autores fallecidos se pueden publicar sin pago de derechos. Así, la publicación de clásicos, tanto de ficción como de no ficción, ha aumentado enormemente en años recientes, y la mejor literatura del pasado es ahora más fácil de conseguir, lo que es ciertamente bueno. Sin embargo, esta abundancia de obras del pasado hace que les sea mucho más difícil publicar a los escritores vivos desconocidos. «No tengo nada contra Dante ni Shakespeare», escribe Cecil Hemley, «pero es algo irónico que su competencia les haga las cosas más difíciles a los autores anónimos actuales». Cecil Hemley, «The Problem of the Paperbacks», en Rosenberg y White (eds.), Mass Culture, p. 144.
- Un excelente ejemplo de este tipo de estudios es el texto, frecuentemente reimpreso, de Leo Lowenthal, «Biographies in Popular Magazines», en Leo Lowenthal, Literature, Popular Culture, and Society, Englewood Cliffs (Nueva Jersey), 1961, pp. 109-140. [Nota del editor: donde aparece con el nuevo título de «The Triumph of Mass Idols».]
- Este proceso de «creación» lo describe brillantemente Albert Van Nostrand en The Denatured Novel, Nueva York, 1960; en particular, en el cap. 3, «The Clay Feet of Polk and Franklin».
- Una noticia literaria breve del New York Times (28 de noviembre de 1964) decía lo siguiente: «Patrick Dennis, conocido por ser el autor de La tía Mame [un arrollador best-seller de la década de 1950], ha escrito una novela sobre un matrimonio a punto de divorciarse titulada The Joyous Season [La estación de la alegría], que Harcourt, Brace & World publicarán el 13 de enero. La confianza de la editorial en el libro la demuestra el hecho de que la primera tirada es de 40.000 ejemplares. Twentieth Century-Fox ha comprado la historia para hacer una película. La revista The Ladies Home Journal publicará en enero un fragmento de la novela. Todo presagia que será un gran éxito de ventas».
- «No es probable que exista gran discrepancia entre las opiniones del autor y las de sus lecto-res cuando estos invierten su propio dinero en comprar sus libros. Aunque, en teoría, es posible que las personas compren libros con los que no están de acuerdo para saber cuáles son exactamente las herejías o los puntos débiles de sus oponentes, no hay ninguna investiga-ción sobre medios de comunicación que haya revelado una tendencia así. Parece que la gente se expone a aquella parte de la oferta de los medios de comunicación que coincide con sus preferencias». Louis Schneider y Stanford M. Dornbursch, Popular Religion: Inspirational Litera-ture in America, Chicago, 1958, p. 156.
- Nueva York, 1956. Para la señorita Hackett, un best-seller es cualquier libro que haya vendido al menos medio millón de copias en ese periodo.
- Véanse The Christian Century, 27 de marzo de 1957, y Statistical Abstract of the United States 1962, p. 749.
- Paul Hutchinson, editor de The Christian Century, citado en «Have We a “New” Religion?», Life, 11 de abril de 1955, p. 143.
- Schneider y Dornbusch, Popular Religion, pp. 19, 23 y 24.
- William Lee Miller, «Some Negative Thinking About Norman Vincent Peale», The Reporter, 13 de enero de 1955, pp. 23-24.
- John W. Dodds, American Memoir, Nueva York, 1961, p. 28.
- Véase Dwight MacDonald, «A Theory of Mass Culture», en Rosenberg y White (eds.), Mass Culture, p. 68.
- Christopher La Farge, «Mickey Spillane and His Bloody Hammer», en Rosenberg y White (eds.), Mass Culture, Glencoe (Illinois), 1957, p. 185.
- Las obras son, respectivamente: Harold Robins, The Carpetbaggers, Pocket Books, 1962 [publi-cada en español con el título de Los insaciables]; Irving Wallace, The Chapman Report [El infor-me Chapman], New American Library, 1962, y Evan Hunter, Strangers When We Meet, Pocket Books, 1959, 1960 [la versión cinematográfica de la novela se tituló en español Un extraño en mi vida].
- Van Nostrand, The Denatured Novel, p. 134. Este valioso trabajo contiene abundante informa-ción sobre el estado de la ficción americana contemporánea.
- New York Times, 10 de octubre de 1961.
- Estado de Nueva York, Report of the New York State Joint Legislative Committee Studying the Publi-cation and Dissemination of Offensive and Obscene Material, marzo de 1958, p. 69. James D. Hart sugirió una circulación incluso mayor en The Popular Book: A History of America’s Literary Taste, Nueva York, 1950, p. 286, donde el consumo de libros de cómic se sitúa en 25 millones de ejemplares a la semana, o sea, 1.300 millones al año. Véase Rosenberg y White (eds.), Mass Culture, p. 187. El mercado de este tipo de materiales incluye, por supuesto, a muchos adul-tos.
- Coulton Waugh, The Comics, Nueva York, 1947, p. 334.
- Waugh, The Comics, p. 333.
- Leo Bogart, «Comic Strips and Their Adult Readers», en Rosenberg y White (eds.), Mass Culture, p. 190. [Nota del editor: Como el título de arriba indica, Bogart estaba más interesado aquí por las tiras de cómic que por los libros, pero Baran y Sweezy claramente creían que la observación tenía una aplicación más amplia a los libros de cómic.]
- Citado en Report of the New York State Joint Legislative Committee, p. 68.