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Humanismo y educación

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Resumen: Los términos humanismo y humanidades tienen un sentido lato y extenso junto a otro preciso y limitado, por ejemplo, junto al sentido lato del humanismo como “culto, deificación del hombre”, indica el más preciso de “doctrina de los humanistas del Renacimiento, que han vuelto a poner en sitio de honor las lenguas y literaturas antiguas”. Mientras que para las humanidades ,que también se emplea a veces genéricamente como el conjunto de todos los estudios cuyo centro de gravedad es una preocupación “humana” señala el sentido amplio de “estudio de las letras en general”. Martín Alonso, que registra su aparición desde el siglo XVIII , consigna también junto a la acepción amplia de “letras humanas” la más estrecha de”literatura, y especialmente la griega y la latina”.

Fuente: Universidad 47 (1961). “Excepto si se señala otra cosa, la licencia del ítem se describe como Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0).

Humanismo y educación
Oscar Ernesto Tacca

 

Pocos temas como el de las Humanidades han vuelto a cobrar, en el orden de la cultura, y especialmente de la educación, la actualidad de éste. Tres síntomas de diferente magnitud, tomados al azar, bastarían para probarlo: la preocupación de la Unesco sobre el papel de aquéllas en el mundo contemporáneo (v. Humanism and Education in East and West, Unesco, 1953), el debatido tema de las Humanidades Modernas (especialmente en Francia), en fin, la discusión abierta y constante desde hace un tiempo entre nosotros sobre la necesidad o conveniencia de una formación humanística en nuestra enseñanza media y superior.

Pero lo sorprendente es que, a poco que se penetre en el problema, y se lean las requisitorias en su torno, se advierte una horrible confusión en el contenido y alcance de los términos clave, al punto de no saberse ya qué cosa entienden los litigantes sobre humanismo, humanidades, cultura general, clásica o literaria. No es extraño pues que en tan enmarañada selva, la discusión no pueda arrojar ninguna luz.

Por de pronto los términos humanismo y humanidades son objeto de interpretaciones tan distintas en cuanto a su extensión, que frecuentemente quienes los emplean se ven en la necesidad de fijar previamente sus contornos.

Ambos términos —de común raíz— tienen un sentido lato y extenso junto a otro preciso y limitado. Aun los diccionarios lo indican. El Larousse, por ejemplo, junto al sentido lato del humanismo como “culto, deificación del hombre”, indica el más preciso de “doctrina de los humanistas del Renacimiento, que han vuelto a poner en sitio de honor las lenguas y literaturas antiguas”. Mientras que para las humanidades (que también se emplea a veces genéricamente como el conjunto de todos los estudios cuyo centro de gravedad es una preocupación “humana” —tal el intento de la Unesco, por ejemplo) señala el sentido amplio de “estudio de las letras en general” junto a este otro, de mayor limitación: “parte de la enseñanza secundaria que comprende el tercer curso, el segundo y la retórica”. Martín Alonso, que registra su aparición desde el siglo XVIII (1), consigna también junto a la acepción amplia de “letras humanas” la más estrecha de “literatura, y especialmente la griega y la latina”.

Pero lo curioso es que ambos términos se han ido bifurcando en su interpretación más general. En efecto, la palabra “humanismo” ha ido a fijarse preferentemente en su sentido amplio; por “humanismo” se entiende hoy una filosofía que hace del hombre el amo de su destino, la medida de todas las cosas, su propio y único fin, y no ya tan sólo la doctrina do aquellos hombres del Renacimiento que volvieron sus ojos al mundo antiguo (2). Mientras que el vocablo “humanidades” se ha fijado más bien en su acepción restringida y limitada: por “humanidades” se entiende hoy el conjunto de disciplinas que tienden al conocimiento de las letras clásicas, mucho más que el estudio de todo problema o preocupación humana (3).

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(1) P. HENRI dice del término “humanisme”: “No es antiguo (1877) pero ‘humaniste’ data del siglo XVI “. Humanisme et culture au XXe. siècle, L’Education Nationale, No. 6 (6-2-58).

(2) Acepción, como se ve, más amplia aún que el humanismo filosófico de Schiller.

(3) No es tampoco clara la distinción práctica entre “letras”, “humanidades”, “filosofía” o “ciencias humanas”. De ahí que existan facultades de letras, filosofía y letras, humanidades, filosofía y humanidades, que abarcan sensiblemente los mismos estudios.

 

Veamos dos ejemplos. ¿Qué se entiende por Humanidades? titula un artículo suyo Jean Chateau, profesor en la facultad de Letras de Burdeos (4). “Por humanidades — dice — entenderemos, en un sentido amplio, todas las actividades educativas que tienen por objeto preparar el hombre futuro a entrar en contacto con el otro hombre. Son como el aprendizaje del diálogo humano. En este sentido, el aprendizaje del lenguaje por el niño de dos años es ya humanidades. Humanidades, también, los cuentos de la abuela, los juegos colectivos, las recitaciones en coro y el canto coral”. He aquí el sentido extenso de la palabra. Pero Chateau mismo destaca el más restringido, en que “las humanidades no conciernen sino un cierto número de disciplinas escolares que, en oposición a algunas actividades han sido instituídas con el fin preciso de preparar el diálogo humano, de facilitar entre los hombres el nacimiento de una comprensión y como de una comunión. Entre estas disciplinas, la música tiene su lugar, al igual que las explicaciones de texto o la lectura de novelas: Tolstoi vecina con Beethoven o con Homero”.

Como se ve, para el prof. Chateau, aun en su sentido menor, las “humanidades” son algo amplio y no delimitado: la música, la novela rusa del siglo pasado quedan comprendidas. … En fin, para Jean Chateau, “las humanidades son antes que nada tolerancia y cortesía”.

Es probablemente con miras al sentido amplio y genérico del término que la Unesco promovió el debate sobre las humanidades y la educación, tratando de incorporar aún dentro de ellas —a pesar de su neta raíz occidental— las formas más nobles, características y tradicionales de las culturas de Oriente. Tales sesiones tuvieron lugar en Ginebra, y participaron de ellas, entre otros, René Grousset, Karl Barth, Masson-Oursel, Jaspers. Posteriormente, salió al encuentro de aquel propósito la opinión clara y terminante de Francisco Ayala. El conocido sociólogo español, enemigo de los términos vagos e imprecisos, señaló en seguida lo peregrino de tal empresa, su inconveniencia y, en definitiva, su imposibilidad, retrotrayendo el término “humanidades” a su verdadero alcance (5).

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(4) JEAN CHATEAU: Qu’entend-on par Humanités? L’Education Nationiale, No. 32 (27-11-58).

 

“Bajo el nombre de Humanidades —dice Francisco Ayala— suelen entenderse cosas bastante distintas entre sí; y por si fuera poco, todavía viene a proponer la Unesco en su planteamiento del tema una ampliación del concepto en virtud de la cual todas las respectivas tradiciones de las grandes culturas, y no sólo de la nuestra, constituirían, reunidas, una especie de genéricas Humanidades. Con esto nos encontramos ya bien lejos de la manera como el Occidente reinterpretó en el Renacimiento el orden grecorromano e invocó su patrocinio para desarrollarse ahora en vías laicas, al margen de la teología y las ciencias ancilares suyas”.

Pero hay algo más grave para Ayala, y consiste en preguntarse qué vigencia efectiva tienen las clásicas humanidades entre nosotros —dado su contenido bien preciso— antes de endosárselas a nuestros vecinos de Oriente: “no conviene engañarse: el Renacimiento se apoderó del arsenal clásico de ideas para proseguir su propio camino racionalista hacia el dominio de la naturaleza física; y todo el resto, el núcleo original de la cultura grecorromana, la mitología, fue ya desde el comienzo, para los hombres de aquel período, poco más que un juego encantador que terminaría por hacerse pesado en el barroco. A la fecha, si algo nos queda de los antiguos dioses y mitos es almacenado —y transformado– dentro del santoral católico, y por lo tanto como residuo de la tradición medieval de la cultura clásica, y no como fruto de la renovación renacentista. El espléndido cuadro cultural producido por ésta se ha esfumado y desvanecido ya casi por completo. Las letras clásicas se han transformado, cuando más, en ocupación de especialistas (es decir en lo contrario de cuanto significa la palabra “humanista”), y apenas si operan más en la vida espiritual del Occidente”.

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(5) FRANCISCO AYALA : Humanidades y humanidad, La Nación, 1-7-.56.

 

Fácil nos sería abundar en ejemplos similares que muestran el distinto alcance con que filósofos y escritores emplean los términos “humanismo” y “humanidades”. Cuando se llega pues a los problemas concretos de la enseñanza (eminentemente prácticos) como por ejemplo el de su orientación, el de los planes y programas, o simplemente el de la inclusión del latín en la enseñanza secundaria, aquella dualidad de interpretaciones confunde y desorienta.

En el terreno filosófico el concepto se vuelve proteico e inasible. Malraux, Sartre, Merleau – Ponty, cada uno de ellos nos habla de un nuevo humanismo a su manera. José Luis Aranguren, en el prólogo de una recopilación de exposiciones y debates del mencionado Congreso de la Unesco, señala hasta cuatro clases de humanismo (además de aquellos de tipo cristiano): humanismo planetario, humanismo liberal, humanismo marxista, humanismo existencialista (6). En el campo de la educación el problema cobra caracteres de necesidad perentoria, y viene a plantearse simplistamente así: En un mundo evolucionado como el nuestro ¿no va perdiendo el hombre condiciones genuinamente “humanas”? La máquina, la técnica, el progreso, en suma: las condiciones de la vida actual ¿no constituyen fuertes poderes “deshumanizantes” que urge contrarrestar? Aun el hombre que en nuestro tiempo ha cursado largos estudios ¿no revela un nivel de humanidad sensiblemente inferior al hombre culto de otras épocas? ¿No presenta una formación deficiente, a pesar de la vastedad de sus conocimientos? ¿No resulta pobre a la luz de ciertas exigencias que hacen a la nobleza de la especie humana, como son la tolerancia, la comprensión, la solidaridad, el amor? Bu fin, las dos últimas guerras ¿no representan el fracaso de la educación que estos hombres recibieron?

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(6) Tal recopilación apareció en francés con el título: Pour un nouvel humanisme (Ed. de la Baconniére). La traducción española lleva por título: Hacia un nuevo humanismo (Ediciones Guadarrama, Madrid, 1957).

 

La educación contemporánea plantea sin descanso estos problemas. Entre las respuestas a su sentido y fines, viene con abundancia el término humanismo. (No menos que el de humanidades para su contenido, ora en su sentido amplio, ora restringido). La variedad de las respuestas se funda más en el término contradictorio que se asigna al humanismo, que en su propia delimitación: erudición, enciclopedismo, técnica, utilitarismo, etc. Y así, entre cuatro o cinco verdades de Perogrullo, viene trigo candeal: nuevas ideas sobre el papel de las humanidades, que —al par que  señalan su endeblez de hoy— coadyuvan al lineamiento de sus funciones verdaderas. Pero son más bien los riesgos que sus interpretaciones, o sus aplicaciones prácticas, plantean, los que  deben preocuparnos. Y es en esta perspectiva que los términos “humanismo”, “humanidades”, se nos tornan esencialmente controvertibles.

 

Pragmatismo y Humanidades

Para Mariano Picón-Salas, las humanidades se oponen a lo simplemente utilitario: “Cuando le damos a la Educación un fin que supere lo utilitario y pragmático, cuando queremos formar hombres y no sólo mercaderes, parecen ofrecernos las Humanidades una olvidada Pedagogía de la felicidad” (7). Y agrega: “Ser testigo no sólo de lo coetáneo, sino de lo que ocurrió y se vivió dramáticamente en Atenas, en Roma, en Florencia; en aquel castillo perigordiano, donde Montaigne reflexionaba sobre la fragilidad de nuestra condición de hombres, es el elogio más sencillo, más desprovisto de retórica, de esto que se han llamado las Humanidades”.

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(7) MARIANO PICÓN-SALAS: El debate de las Humanidades, La Nación, 19-2-56.

 

Pero tal interpretación ¿no implicaría el riesgo de que las humanidades se convirtieran en un simple recurso hedonístico, en un velo sobre la existencia incuestionablemente agónica del hombre? M. Picón-Salas lo advierte: “No estamos en el mejor de los mundos posibles, pero tampoco estamos en el irremediable, es, acaso, la respuesta cautelosa del humanista que aspira a equilibrar en el oficio de vivir el espanto y la belleza ejemplarizantes que comporta la Historia. No es sólo goce estético, sino norma y juicio moral. Una existencia que negara el sentimiento trágico sería infantil y azucarada, víctima de toda sorpresa, asépticamente confortable y, por lo tanto, idiota, como la que pintó el novelista americano en su retrato de Mr. Babbitt”.

Además, hay lo utilitario, y hay lo que no lo es. “Semejante debate se colora del unilateral prejuicio de que unos valores excluyen a los otros, como si el goce y seguridad con que se maneja una máquina debiera inhibirnos de leer a Cervantes”.

Finalmente, podríamos hablar hoy con todo fundamento del utilitarismo práctico de lo “no utilitario”. Todos sabemos que el fracaso de no pocos estudiantes de las secciones técnicas se debe a la carencia o endeblez de sus conocimientos generales (falta de imaginación, de reflexión, de amplitud de miras). En el Congreso Internacional para la enseñanza moderna de la biología (Bruselas, julio de 1958) el Prof. Marcel Oria destacaba estas palabras de P. Henry, rector de la Universidad de Rennes: “Al mismo tiempo que quienes se ocupan de la enseñanza técnica buscan  legítimamente multiplicar los establecimientos y reforzar esta enseñanza de la cual tenemos necesidad urgente, los mismos técnicos se lamentan de la falta de cultura general de los alumnos”  (8). Y a continuación cita el caso de los más avisados universitarios norteamericanos que advierten las fallas de su enseñanza “muy tempranamente especializada, no dada en función de una  cultura general valedera, sino en vista de una eficacia inmediata que permite ganar dólares” (9).

Enciclopedismo y Humanismo

Sabemos demasiado para saber mucho, dice Oppenheimer. Para Gregorio Marañón “el mejor humanismo se ha aprendido siempre, no en las bibliotecas sino errando por los caminos ásperos del mundo”, y “es mucho más gesto y conducta que, en su sentido estricto, saber” (10). Por eso añade: “Al fondo de la ciencia verdadera sólo se llega con el espíritu templado de humanismo”.

Pero siendo este espíritu el de la mirada amplia, expansiva, universal (opuesta en apariencia a la de la investigación científica) ¿no se caerá en el peligro que tanto fustigara Cajal: la generalización, la dispersión? Es decir, el gusto por los grandes conceptos universales ¿no irá en detrimento de la concentración y el método, indispensables al verdadero investigador?

Marañón responde que en el mismo Cajal estaba la clave del equívoco que consiste en confundir el humanismo con el enciclopedismo. Y explica: “El humanismo se parece, por fuera, al enciclopedismo; mas sólo a los cortos de vista los puede confundir ( . . . ) . El enciclopedista quiere dar una apariencia de sabiduría a la multitud de sus datos. Al humanista, su saber, cuanto más vasto, más radicalmente le lleva a una conclusión modesta, pero transida de comprensiva ternura de su sabiduría y de la de los demás. Mide el enciclopedista su saber por el número de cosas que conoce. Al humanista no le importa saber mucho, sino sólo saber las cosas esenciales, que son muy pocas, para comprender lo que no puede saberse, que es infinito. Aparte de su calidad, el saber del enciclopedista es expansivo, extravertido. Aspira el enciclopedista a producir la admiración en los hombres. El humanista sólo pretende situarse, él mismo, ante su justo valor, y que los demás no le admiren sino que aprendan. Huele el enciclopedista a catedrático. Y el humanista, a maestro”.

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(8) MARCEL ORIA: Sobre la necesidad creciente de una cultura humanista. L’ Education Nationale, No. 19 (21-5-59).

(9) M. PRENANT: Problèmes actuels du progrès scientifique en France, La Pensée, No. 77, 1958.

(10) GREGORIO MARAÑÓN : Enciclopedia y Humanismo, La Nación, 5-11-1944.

 

Tecnica y Humanismo

Es, con todo, la “técnica” lo que más frecuentemente se opone al “humanismo”. He aquí otro término gravemente atacado de polisemia. Ciencia y técnica, cultura y técnica, humanismo y técnica son términos contrapuestos o coincidentes, según el molino cuyas aguas alimenten.

Sin embargo, no es difícil convenir en una definición primaria. ¿Qué es la técnica? Es el conjunto de medios que utiliza el hombre para dominar a la naturaleza, o simplemente para apresurar o incrementar el logro de ciertos fines. El formidable desarrollo de tales medios o instrumentos ha originado el complicado mundo actual, en el que el hombre desconoce la casi totalidad de los resortes que maneja, en el que día a día se aleja de las cosas simples y naturales, para vivir con la angustia o la indiferencia de un extraño. Surge el peligro de la tecnocracia, o sea el predominio de los medios sobre los fines; hay el riesgo de que la técnica lleve al hombre a contentarse con sus conquistas, de que satisfaga y cree en él cada vez mayores necesidades de orden puramente material.

El peligro está, en rigor, no en la técnica, sino —potencialmente— en su producto: en el cambio sensible y acebrado que ella aporta a la vida humana. Resulta pues natural que surja simultáneamente la preocupación humanística, el deseo de galvanizar aquellas condiciones que hacían a la dignidad del hombre, de preservarlo de una posible caída en lo infrahumano. “Nuestra época técnica, con olvido de las compensaciones culturales, ha traído una subversión de valores: lo técnico sobre lo ético, lo externo sobre lo íntimo, lo físico sobre lo metafísico, la tiranía de los hechos y las cosas sobre la libertad y creación del hombre” dice Juan Mantovani en Educación y vida.

 Puede tener el desarrollo técnico otra derivación mucho más dramática: la de escapar al dominio del hombre. Pero hagamos abstracción de esta nueva versión trágica del aprendiz de brujo, para la que cabe en rigor la discrepancia. No todas las voces son por lo demás unánimes en la alarma o la condena de la técnica. Luis Reissig, por ejemplo, augura para la “era tecnológica” un tipo de sociedad humana emancipada, segura, feliz (11) .

Hay un producto primario y directo de la técnica, incontestable: el ocio. ¿Sabrá la humanidad usar de él? Es este tema el centro de gravedad de no pocas meditaciones de nuestro tiempo. Guillermo de Torre señalaba no hace mucho tal preocupación, y las concomitantes, en Denis de Rougemont, Colin Wilson, T. E. Lawrence, Ortega y Gasset, Jules Romains, Bertrand Russell… (12).

También aquí conviene, empero, anotar una alerta discrepancia. Tomás Maldonado, refiriéndose a la automatización, no comparte tan repentino optimismo. En su opinión “es falso pretender educar ahora, para una sociedad futura que gozará de tiempo libre. Prácticamente, los artesanos del tiempo libre precederán a sus beneficiarios. Los productores a los consumidores” (13). Y añade: ”Naturalmente, otra posibilidad sería que la educación se propusiera obtener los dos objetivos al mismo tiempo: formar al hombre de mañana y al de pasado mañana”. Esto es, a juicio suyo, “teóricamente justo pero difícilmente realizable”. La próxima generación debe ser educada para responder al gran esfuerzo que la segunda revolución industrial exigirá de ella.

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(11) Luis REISSIG: La era tecnológica y la educación, Losada, 1958, También la Unesco promovió un debate sobre el tema: v. Education et Technologie. Enquête internationale préliminaire sur la nature et la valeur pratique de l’enseignement technique, Paris, 1952.

(12) GUILLERMO DE TORRE: Un paríso prometido, Sur, No. 250, Enero-febrero 1958.

 

Pero sea el ocio para mañana o para pasado mañana, es evidente que el hombre debe revisar, o mejor dicho, asumir una actitud clara y serena frente a la técnica. Sea mañana, en una sociedad agobiada por el imperativo de transformarse, sea pasado mañana, en otra donde el ocio ocupará la mayor parte del tiempo, será la Técnica quien domine el ritmo material de estas sociedades  futuras.

El proceso técnico encuentra en muchos círculos, especialmente culturales y educativos, desafío e incomprensión. Lo mismo ocurrió en otro momento decisivo de la historia: al nacer las ciencias naturales. Se observan hoy las mismas resistencias, oscuras e inconscientes, hacia una realidad que avanza. Pero ni la prohibición: de abrir el cuerpo humano ni la condena de Galileo impidieron el advenimiento de la Ciencia. Sólo representaron un momento triste para la humanidad. Frente a la actual contingencia, el humanismo es invocado con sentido vario: como antítesis o mero paliativo de la técnica, o como su contrapeso dinámico y dialéctico.

Retrotraído el problema a su formulación actual, veásmoslo sin pesimismo, pero también sin ilusión. Alejemos de la técnica las sombras que le son extrañas. Gastón Berger, miembro del Instituto de Francia y director general de la Enseñanza Superior, asume su defensa y trata de limpiarla de escorias. “En realidad, el campo de la técnica —dice— es tan vasto como el de la acción humana. Lo propio del hombre es descubrir, por la observación, las causas de los fenómenos, luego ponerlas en obra conscientemente para obtener el resultado que desea. La agricultura es una técnica, como la medicina, la pedagogía o la construcción de las lámparas de radió. Para el hombre, no hay en absoluto creación sin técnica. Una sonata, un cuadro o un poema no hacen excepción a esta regla. Sólo los incompetentes ignoran o desprecian la parte que toman en la literatura o en las artes el conocimiento, la lucidez y el trabajo, es decir el “oficio” (14).

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(12) TOMÁS MALDONADO: publicación de la Facultad de Ingeniería Química de la Universidad Nacional del Litoral.

 

Tan vano resulta pues en su opinión oponer el universo de la técnica al de la cultura, como oponer la técnica a la naturaleza. “Toda acción transforma el mundo conforme a la naturaleza del agente. Luego, está en la naturaleza del hombre actuar razonablemente, es decir, prever tanto como pueda la consecuencia de sus actos. La herramienta prolonga el brazo de un modo tan natural como la garra prolonga la pata. En cincuenta siglos, una especie inventa un órgano; en algunos años, un hombre inventa una máquina. Aquí y allá, nada se hace contra la naturaleza, ni aún sin su ayuda. El remedio del médico o el radar del piloto no existen “contra” la naturaleza más que el arco del salvaje o la cosecha de las poblaciones más primitivas” (15).

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(14 ) GASTÓN BERGER : Humanisme et technique, publicado en la Revue de l’Enseignement Supérieur, No. 1, 1958, con motivo de la Feria Internacional de Bruselas, que tomara como lema “Humanismo y técnica”.

(15) Qué lejos esto, en verdad, de aquellas palabras iniciales del Emilio: “Todo está bien al salir de las manos del Autor de las cosas, todo degenera entre las manos del hombre. Este fuerza una tierra a nutrir las producciones de otra, un árbol a dar los frutos de otro; mezcla y confunde los climas, los elementos, las estaciones; mutila su perro, su caballo, su esclavo; trastorna todo, desfigura todo, gusta de las deformaciones, de los monstruos; no quiere nada tal cual lo ha hecho la naturaleza, ni siquiera el hombre…”

 

Para Gastón Berger, nuestro mundo no tiene como novedad la técnica, sino el poderío del hombre. Pues la técnica no es valiosa en sí, sino por lo que puede procurarnos. La técnica está hecha para el hombre, y el hombre para la felicidad, dice. Sólo que urge saber en qué consiste la felicidad: esta determinación del cuadro de “valores” y su jerarquizaron es la tarea esencial de la filosofía. “De una manera menos sistemática, pero más concreta, los humanistas se aplican a la misma tarea”. Gastón Berger protesta también contra la fórmula corriente de “humanismo técnico” por contradictoria, por suponer que puede esperarse de las ciencias aplicadas lo que de los grandes textos, y porque parece sugerir que se pide a los medios de justificarse a sí mismos. Como los viejos libros, nuestro poderío actual nos revela a nosotros mismos: “He aquí que ha llegado tal vez para los hombres la hora de la verdad. La sabiduría antigua era la de un hombre agobiado, a quien un solo poder restaba, el de rechazar. El universo podía aplastar al sabio, pero no podía obligarlo a declarar justo lo que sólo era fatal. El cristianismo ha liberado al hombre de la desesperación al liberarlo del orgullo que es sólo su máscara. Pero la sabiduría del hombre moderno exige que sean resueltos problemas apremiantes y concretos que ni la desesperación ni la esperanza pueden franquear. Para el creyente como para el ateo, es difícil hacer bien y hacer el Bien. Es que a una moral hecha para hombres sin gran poder debe sustituirla otra que convenga a seres cuyos actos están cargados de consecuencias. El pobre no tiene más que dos alternativas: la resignación o la rebeldía, y su libertad no es sino una opción. La tarea del que tiene grandes recursos es por el contrario muy difícil: debe inventar el uso mismo de sus medios de acción. Ya no se trata de decidir entre dos posibles, sino de hacer aparecer muchos otros. El problema no consiste más en adoptar una actitud, sino en instaurar una obra, una obra de hombre, limitada, imperfecta, pero tan llena de sentido como seamos capaces de darle”.

 

Las Ciencias Humanas

No es extraño pues que en un mundo donde el hombre maneja con sencillez la fisión nuclear, donde interviene ya en la creación de vida, o menos gravemente, donde el teléfono reemplaza la conversación directa, el telegrama la carta, el cine la lectura, el disco al músico o al maestro, se sienta la necesidad de una compensación a cargo de las “humanidades”. No es tampoco extraño —en esta nueva perspectiva— que se dude ya de su eficacia. A esta duda, a este temor, a este nuevo planteo responde el nacimiento, con mayor o menor agudeza en’ cada país, de otro gran debate: el de las “ciencias humanas” (16).

En todas partes se discute apasionadamente la necesidad o inconveniencia de incorporar a la enseñanza el estudio de las Ciencias Humanas (17), y su número, o sus dosis. “El humanismo no debe vivir únicamente del solo humanismo. So pena, se ha dicho, de dar vueltas en el vacío, debe incorporarse las conclusiones, preocupaciones y métodos de las ciencias económicas o sociales. Debe, por ejemplo, asimilar suficientemente la geografía humana, la geografía económica, para apoyarse sólidamente en el suelo” decía René Grousset en el Congreso de Ginebra.

Pero si con respecto a la Técnica, las Humanidades constatan un pedido de auxilio, un llamado de socorro, frente a las Ciencias Humanas advierten una amenaza, un peligro de desplazamiento.

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(16) Esta importancia puede verse exteriormente corroborada en el aditamento que la Universidad de París ha adoptado recientemente para su tradicional Facultad de Letras (Sorbona): Faculté des Lettres et Sciences Humaines.

(17) ¿Qué se entiende por “ciencias humanas”? Son las de las relaciones humanas. Aunque algunos proponen el nombre de “ciencias sociales”, epta designación pHiede resultar demasiado estrecha; del mismo modo, no conviene identificar ciencias sociales y sociología, por las limitaciones que ésta última se ha impuesto a sí misma. (V. PIERRE GEORGE: “L’enseignement des sciences humaines dans le second degré”, L’Education Nationale, No. 30, 13-11-58).

 

También aquí podemos resumir las posiciones antagónicas.

De un lado están quienes ven en las Ciencias Humanas (psicología, sociología, economía política, antropología…) el tipo de estudio más necesario a nuestra enseñanza media; indispensable por su carácter “científico” y por su estrecha vinculación con los problemas concretos del hombre de carne y hueso; llamado, en fin, a reemplazar con su objetividad y rigor las disquisiciones más o menos subjetivas e intemporales de las humanidades, especialmente de la Filosofía (18).

Según éstos, la Filosofía (aparte de cierta complacencia en lo inactual) implicaría una formación incompatible con el espíritu científico requerido por los problemas humanos, incitaría a las síntesis fáciles, a afirmaciones en las que el argumento verbal ocupa el sitio de la prueba, a prescindir de toda verificación; subjetivismo, en fin, que tendría su origen en una actitud fundamental favorecida por los estudios filosóficos: el culto del yo.

Frente a ellos están quienes ven en las humanidades el terreno más seguro para afrontar cualquier enfoque del individuo o la sociedad, así como el conocimiento previo indispensable, precisamente, para cualquiera de los estudios propios de las Ciencias Humanas. La Filosofía, sostienen, aparte de desarrollar hábitos de reflexión, de clasificación y juicio crítico, da al espíritu la unidad indispensable para orientarse por la selva de datos que las cuestiones humanas representan.

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(18) Entendemos, como se ve, que la Filosofía es integrante esencial de las Humanidades. ”Partout se fait sentir la nécessité d’un humanisme. Or « humanisme ne peut procéder que d’une réflexion sur la condition de l’homme et sur ses oeuvres” dice A. BRIDOUX (Actualité de la Philosophie, L’Education Nationale, No. 23, 19-6-58). Una breve encuesta entre los profesores de filosofía, lleva por otra parte a la convición: todos se muestran sorprendidos de la pregunta, y consideran a la Filosofía parte inseparable de las Humanidades.

 

Ambas posiciones se vieron claramente asumidas en Francia, a raíz de un artículo de Pierre Bize (Comisionado en el Comisariato general de la productividad) en el que acusaba, en síntesis, a la Filosofía, de permanecer ajena a los problemas contemporáneos del hombre, venerando las disertaciones sobre la mentalidad primitiva, los pensamientos del pasado, los análisis académicos sobre las facultades del alma, mientras los problemas sociales del trabajo no eran abordados y se ignoraba la caracterología y el estudio de la personalidad (19).

No faltaron las réplicas, algunas a título personal, otras en nombre de Asociación de Ex-alumnos de la clase de Filosofía, cuyo juicio M. Bize esperaba.

P. Malrieu, catedrático en la facultad de letras de Tolosa —sin ignorar el reparo frecuente sobre si la historia, la geografía, las letras y la filosofía no constituyen un acercamiento del hombre suficientemente rico y diversificado— se pregunta sobre la utilidad de las ciencias humanas (cuestión que dista mucho de un juicio unánime), y sobre su posibilidad concreta de inclusión en la enseñanza, dada la frondosidad actual de los estudios y especialmente el carácter hipotético que muchos dominios de esas ciencias todavía comportan (20).

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(19) PIERRE BIZE: Pour un nouvel enseignement de la philosophie, L’Education Nationale, 29-5-58.

(20) P. MALRIEU: L’enseignement des sciences humaines, L’Education Nationale, No. 17, 7-5-59.

 

Su opinión es sin embargo netamente favorable. La organización de las empresas, la orientación escolar o profesional, las relaciones familiares, o de grupo, o entre sociedades, el desacuerdo entre la vida individual y las instituciones, todo reclama perentoriamente la consideración del factor humano. “De la negligencia de este factor humano, del desconocimiento de las reacciones y tendencias del hombre tenemos como prueba las crisis, pequeñas y grandes, que trastornan nuestra vida: desde el sentimiento de desadaptación que se apodera del individuo mal orientado en el plano profesional, hasta las angustias colectivas que subyugan a sociedades enteras, y que no se eliminan, sino que se agravan, en las modernas diversiones. Que las ciencias humanas puedan aportar una ayuda eficaz en la lucha contra estas desadaptaciones, surge ya con claridad de algunas de sus aplicaciones”. El Prof. Malrieu propicia, por consiguiente, su inclusión en los últimos cursos de la enseñanza media, en los preparatorios para las facultades (científicas o literarias) y aun dentro de éstas: “¿No es sorprendente que un ingeniero, mi médico, un literato, no tengan, durante sus estudios, ocasión de instruirse sobre las condiciones de las reacciones y de las conductas humanas, que constituyen sin embargo uno de sus objetos esenciales?”. Y concluye: “Esta solución, al instalar el estudio de las ciencias humanas a lo largo de varios años, llevaría a ellas el interés de los jóvenes, y les enseñaría a introducir un espíritu científico en la reflexión sobre los problemas humanos”.

Todo consiste, tal vez, en impartirlas prudentemente, y sobre todo, en no separarlas de una reflexión más amplia, general, filosófica. Quizás se haya exagerado su importancia, o simplemente su dosis, en algunos casos.

Mucho mayores son las reservas y riesgos que Gilíes Ferry, profesor de Psicología, señalara respecto de las ciencias humanas. Aludiendo incidentalmente al mencionado artículo de M. Bize, el Prof. Ferry asume sin retaceos la defensa de la Filosofía tradicional: “Más numerosos son los que permanecen con desconfianza respecto de la introducción de las ciencias humanas en la enseñanza secundaria —dice—. Estos les niegan todo valor formativo. Hasta temen que de la práctica de la psicología o de la sociología resulte una suerte de contra-educación. Ante todo porque la observación y la experimentación no se ejercen sino sobre un objeto estrechamente circunscripto. El desmenuzamiento de los problemas tiene al pensamiento en jaque. Se acumulan los hechos sia ponerse en condiciones de descifrar su significado. Recoger observaciones sobre la percepción de las duraciones en el niño puede constituir un trabajo paciente y minucioso, pero ¿qué valor reconocerles si no se ha precisado el sentido do la noción de tiempo? Muchas nociones utilizadas así por el psicólogo o el sociólogo no han dado lugar al esfuerzo crítico que sólo la reflexión filosófica permite. Como sin embargo se las utiliza, no puede ser sino de una manera ingenua, sin suponer las ambigüedades que encierran. Más aún: la psicología y la sociología no se desarrollan sino adoptando implícitamente postulados filosóficos que ambas prefieren ignorar” (21).

Gilíes Ferry, sin desconocer el peligro opuesto, pone su acento en el riesgo de unas ciencias humanas prematuramente impartidas, y sin el necesario equilibrio de una adecuada reflexión filosófica. A su criterio, sólo el complemento de ambos aspectos del acercamiento a los problemas del hombre —del hombre de hoy y de siempre— puede satisfacer las exigencias de un método que, sin descuidar el rigor no caiga en la unilateralidad: “No hay que minimizar el antagonismo ( . . . ) entre el enfoque filosófico y el enfoque científico de la realidad humana. La marcha del filósofo es unificante, la del psicólogo y la del sociólogo diversificante. El filósofo trabaja en la asimilación de los conocimientos adquiridos. El sabio acomoda sin cesar sus procedimientos a las nuevas exigencias de la realidad. Se trata de dos momentos de la actividad intelectual ( . . . ) necesarios uno al otro. Nunca la filosofía es más fiel al espíritu de síntesis que la anima como cuando edifica tal síntesis a partir de los datos dispersos que le aportan las ciencias. Por su parte, la ciencia no llega a explorar las estructuras de lo real sino restableciendo a cada paso la coherencia de los conceptos que utiliza. No se puede, empero, negar qué estos dos caminos corresponden a preocupaciones diferentes, a rasgos de espíritu hasta cierto punto opuestos. La tarea del pedagogo es realizar el orden más favorable a su integración, lo que plantea problemas de orientación, de dosificación y de sucesión”.

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(21) GILLES FERRY: Philosophie et sciences humaines, L’Education Nationale, No. 32, 7-11-58.

 

Las Humanidades Modernas 

Todo esto, unido a las cuestiones que analizáramos antes, ha venido a plantear el azarandeado problema de las “humanidades modernas”.

Por “humanidades modernas” se entiende una variadísima procesión de conceptos, no siempre definidos. Hay por lo menos tres grupos de interpretaciones:

  1. Quienes creen que se trata de un engendro apocalíptico, de un imposible.
  1. Quienes ven en ellas una ampliación, un ensanchamiento de las humanidades clásicas.
  1. Quienes las consideran un nuevo tipo de humanidades, equivalente por su motivación y fines a las clásicas, pero distintas de aquéllas, y especialmente sin latín y griego.

No son pocos quienes alientan una posición de absoluta intransigencia, respecto de las “humanidades modernas”. Pierre Boyancé escribía a raíz del problema (22): “No se ha sabido decir todavía qué son estas “letras modernas” que (la licencia) debería habilitar a profesar. Muchos siguen creyendo que hay allí algo de bastardo y que es infinitamente lamentable dejar internarse en esta vía de garage a jóvenes distinguidos. Los amantes de las ventanas falsas pueden encontrar placer en esta simetría de las “letras clásicas” y las “letras modernas”, pero la estética de las ventanas falsas no es muy defendible” (23).

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(22) PIERRE BÓTANCÉ : Le problème des humanités modernes, Le Monde, 8-9-51.

(23) Como se sabe, en Francia se ha creado, a fin de completar los estudios secundarios de la rama sin latín y griego, una licenciatura de “letras modernas”.

 

Muchos son los que ven en las humanidades clásicas el único camino eficaz para una cultura real y una formación integral. Sin embargo, ante la anemia actual de aquellas letras clásicas (doblemente manifiesta en el terreno de la enseñanza y en el de su vigencia efectiva en la cultura contemporánea) hablan de renovación, de revitalización, de “rehacer el Renacimiento” (24). Ninguno niega el estado asaz precario de las humanidades antiguas.

Otros, en cambio, reclaman un ensanchamiento de las humanidades, sea porque las notan insuficientes, o porque no pueden sustraerse a los reclamos de tantas otras disciplinas modernas. Quienes ponen su acento en la bondad de las lenguas muertas, reconocen la necesidad de las lenguas vivas; quienes en el aspecto filosófico, la de las ciencias humanas; quienes sobre la faz cultural y literaria del mundo clásico, la de un amplío conocimiento de la cultura actual. Celosos defensores del humanismo tradicional lo reconocen sin ambages: “Nos hace falta a nosotros también —dice Roger Gal— buscar otra unidad y dejar de creer, ya que las humanidades antiguas constituyen todo el humanismo, ya que la simple yuxtaposición de los saberes diferentes constituyen en sí una cultura. Nos hace falta pues repensar todo el humanismo y llegar a incorporar los valores nuevos —sociológicos, psicológicos, científicos, técnicos— a los valores antiguos y de tal manera que resalte el papel iniciador de la antigüedad, y que se haga todo el sitio necesario a la cultura primera del mundo occidental, sin lo cual el humanismo y las humanidades serán cosas muertas y pesantes que la historia no dejará de eliminar”.

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(24) Ver ROGER GAL: Refaire la Renaissance, Cahiers Pédagogiques, No. 4, 15-12-54.

 

Para la Unesco, como vimos al principio, tal ensanchamiento debería llevarse más lejos y tratar de incluir en las humanidades grecolatinas, las posibles “humanidades” de Oriente (25). Para Francisco Ayala hay en el intento de la Unesco riesgo, equívoco e imposibilidad. Riesgo, en el sentido de que nuestro tiempo ha abandonado el interés y el gusto por aquella característisca claridad de lo antiguo, para volverse más bien a lo primitivo griego, al mundo del instinto, de lo irracional, de las “simas oscuras, misteriosas y tremendas”, y en consecuencia se pregunta si este retorno a los mitos antiguos no vendrá más bien “a servir, por el contrario, en una u otra forma, a lo inhumano que ahora campea y prevalece con tanta frecuencia” (26). Equívoco, porque los valores de la cultura no pueden imponerse: “Esto no es sino un resabio de la actitud que considera a los valores culturales como meros instrumentos de gobierno y por consiguiente no vacila en hacer propaganda oficial de ellos, siguiendo una política que —¿por qué no?— cada cual puede considerar como la más conveniente para sus intenciones, no necesariamente malas”. Imposibilidad, primero por cuanto no se revitalizan fácilmente viejas formas de cultura, sino que un movimiento de esta índole “tiene más, en su experiencia concreta, de deslumbrante revelación que de programa pedagógico”, y segundo por la carencia de los agentes o intermediarios de la educación para el vasto programa: “Quiénes serían y dónde se encuentran las autoridades  espirituales, intelectuales y morales capaces de imponer tales criterios en el seno de nuestra sociedad contemporánea. Si tendemos sobre ella una mirada panorámica, apenas acertamos a descubrir los remanentes de un pasado brillantísimo, que se conserva casi en calidad de adorno lujoso: unos cuantos eruditos, por lo común rigurosamente especializados en un pequeño sector del saber antiguo, y aplicados a su tarea en algún rincón perdido de una universidad gigantesca cuyas principales instalaciones y enormes asignaciones económicas están consagradas tal vez a estudios de física nuclear. Estos ignorados cabios no son evidentemente las autoridades espirituales de una sociedad para la que cuentan en tan escasa medida”.

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(25) Aunque de modo muy diverso, habla también de esta integración de las culturas VÍCTOR MASSUH (El diálogo de las culturas, Ed. del Instituto de Filosofía de la Universidad Nacional de Tucumán, 1956).

(26) Sobre este aspecto de lo “irracional” que nuestro tiempo ha vuelto a ver en sitio de privilegio, especialmente en la literatura, ver los acertados juicios de GUILLERMO DE TORRE (Problemática de la Literatura) y de Luis DI FILIPPO (La agonía de la Razón).

 

Por último, hay quienes creen en unas nuevas humanidades, que responderían a las mismas necesidades y tenderían a los mismos fines que las tradicionales, pero sin el latín y el griego. Un sólo punto de contacto habría entre las tres posiciones enumeradas, y es la suprema importancia concedida a la lengua materna. Este es sin discusión alguna el camino inicial (y final) de cualesquiera humanidades. Pierre Boyancé —escéptico empero para con las “modernas”— lo dice sin reticencias: ” . . . la enseñanza humanista por excelencia es la del francés ( . . . ) No creo que nadie se inscriba en falso contra la idea de que el primer signo de un espíritu cultivado, hoy como ayer, es poder analizar y expresar convenientemente sus pensamientos con la ayuda del lenguaje, de su país”.

Las humanidades modernas tenderían, en suma, a llenar el mismo cometido que en su tiempo de oro procuraron las “humanidades clásicas”: tratar de que los valores morales dominen a los otros; de que todos los conocimientos se sometan al hombre, y no al revés. En una palabra, se trataría de dar un nuevo contenido al mismo imperativo ético de siempre: “science sans conscience n’est que ruine de lâme” (Rabelais).

¿Cuál de estas tres posiciones condice más con las verdaderas exigencias de un auténtico humanismo?

Imposible tratar de concluir, sin abordar antes un problema neto, limitado, concreto: el aprendizaje de las lenguas clásicas.

 

La Enseñanza del Latin

Hay un delicioso pasaje en el Rojo y Negro de Stendhal, cuando ese Napoleón frustrado que es Julien Sorel se presenta por primera vez a la noble casa del Alcalde, Monsieur de Rênal, para asumir las funciones de preceptor de los niños. La hermosa Mme. de Rênal, sorprendida de encontrar tantapalidez, inocencia y turbación en ese preceptor de 19 años, que presentía como un cura sucio y cruel, después de preguntarle una vez en el umbral, vuelve a repetirle en el salón: “¿Pero es verdad, señor, le dijo ella deteniéndose otra vez, y temiendo mortalmente equivocarse —tanto su creencia la volvía feliz— sabe usted latín?”.

Francisco Ayala cuenta, la estupefacción que produjo cierto profesor al afirmar en una universidad americana: “Nadie que no sepa latín y griego puede considerarse persona culta”. Y Luis Di Filippo, la sensación de “joven bárbaro” que experimentara ante el asombro, casi estupor, de un senador italiano al haberle confesado que no sabía latín.

Estos tres casos límites nos eximen de expresar que, al abordar el problema del latín, no ignoramos de qué prestigios casi mágicos viene rodeado (Dejamos de lado el griego, deliberadamente, porque —aparte de las reducidísimas posibilidades concretas de incorporarlo a la enseñanza— son muy pocos quienes aún reclaman su inclusión; además, porque los mismos argumentos que revisaremos en pro y en contra del latín, pueden servir para el griego).

Si el problema del latín no representara muchísimo tiempo y gran esfuerzo en la enseñanza media (27) con resultados excesivamente precarios (nos remitimos al testimonio de una gran cantidad de profesores de la enseñanza secundaria europea y nuestra) no destinaríamos atención al tema.

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(27) Entiéndase bien que no nos referimos a la enseñanza del latín en las facultades de letras, o en los profesorados de lenguas vivas.

 

Tampoco puede quedar en discusión el brillo de la. antigüedad clásica, ni el sabroso jugo de que ella supo extraer la cultura de los siglos pasados, ni el beneficio que las lenguas muertas y su cultura constituyen en la formación de quienes las recibieron y las reciben. (¡Cuántas precauciones es necesario adoptar para poder hablar del tema! Jacques Quignard, al encararlo, se veía en la obligación de comenzar: “Et d’abord, qu’on me comprenne bien et qu’on ne me fasse pas dire ce que je ne dis pas!). Personalmente, no podríamos negar el goce pleno que autores como Vurgilio u Horacio nos proporcionaron, y aun la satisfacción y provecho, mucho más prosaicos, que la gramática histórica nos reportaba al estudiar comparativamente nuestra lengua y el latín.

Nada de ello puede estar en cuestión. Pero cuando se trata de ver el problema a la luz de las necesidades de la enseñanza —frente a horarios y planes— surge la obligación de medir, de seleccionar, de excluir. Entonces nacen las preguntas. ¿es indispensable el latín? O mejor, para no herir a nadie ¿puede sacrificarse el latín en la enseñanza media?

Esta lengua, que se aprendía en otro tiempo casi como lengua viva, y posteriormente como una de las disciplinas básicas del saber, ha quedado confinada a las pocas e insuficientes horas que los planes de estudio pueden acordarle (28). Ante los resultados consiguientes, surgen invariablemente las preguntas: ¿por qué se aprende latín? ¿para qué?

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(28 ) Al parecer, en el siglo XVII los alumnos estudiaban 4 horas diarias de latín. Y sin embargo, PORT ROYAL consigna: “Los niños y las personas más adultas, después de haber trabajado durante tantos años (8 6 9) para saber bien latín, no tienen sino un conocimiento muy débil e imperfecto”.

 

No se piense que al aludir al problema tenemos presente en nuestro espíritu únicamente el caso de países nuevos, o de cultura precaria, o simplemente no latinos. Por el contrario, pensamos en países como Francia, Italia o España, de sólida tradición humanística en la enseñanza (29).

En ellos, la discusión se refleja en constantes polémicas en torno a la necesidad de ensayar (nuevos métodos, de encarar nuevos enfoques, de revitalizar los estudios clásicos; o más concretamente —tomamos el caso particular de Frauda— en la creación de numerosas secciones del bachillerato que difieren entre sí por la importancia decreciente que en ellas cobra el latín (y el griego) hasta llegar a las secciones “modernas” —sin ambas lenguas. En nuestro país, el problema se traduce en el flujo y el reflujo periódicos del latín en la escuela secundaria (30).

¿Por qué se enseña latín? ¿Para qué? Don Miguel do Unamuno, eximio profesor en ambas lenguas clásicas ha tratado las preguntas en un ensayo especial (31). Pero partamos antes de dos problemas fundamentales. El factor tiempo (gravísimo ya en la enseñanza media) no permite realizar en forma adecuada el estudio de una lengua arcaica, complicada, tan distinta de la nuestra. El saber no ocupa lugar, pero ocupa tiempo, y el tiempo es oro, decía Unamuno. El segundo problema —presupuesto el primero— consiste en que el estudio del latín no permite al alumno de la escuela secundaria hablarlo ni escribirlo; llega, a lo sumo, a descifrarlo. Sentados estos problemas básicos, veamos por qué se enseña latín. Unamuno observa detenidamente su historia y resume: “Lengua universal primero (Edad Media), instrumento de regeneración después (Renacimiento), vaso de ideologiquerías más tarde (con la pretendida Gramática General) su enseñanza ha tenido fines algo diferentes en el decurso de los

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(29) En los tres es evidente, por ejemplo, la desproporción entre quienes optan por carreras literarias, frente a la aguda insuficiencia de técnicos o de ingenieros.

(30) Ver SALVADOR BUCA: Notas sobre la enseñanza del latín en la Argentina, Revista del Colegio Libre de Estudios Superiores, septiembre de 1957. También nuestro artículo: Horacio vuelve a la escuela, El Litoral, 20-5-56.

(31) UNAMUNO: La enseñanza del latín en España, Ensayos.

 

siglos”. Y agrega: “Una vez recibido el legado del latin, no había más remedio que hallarle finalidad: la generación que lo había aprendido no podía renunciar a enseñárselo a la siguiente. La verdad es que aquí, aparte de los sacerdotes, que lo aprenden para entender sus libros y su brevario, el que estudia latín o lo hace a la fuerza para hacerse bachiller y olvidarlo luego, o lo estudia espontáneamente para hacer oposiciones a cátedras, es decir, para enseñarlo. En realidad no se aprende más que para enseñarlo”. Admitamos que hubiese en esto el irreprimible ímpetu polémico de Unamuno. Pero añade: “Que mucho del mal este estribe en lo poco del tiempo disponible y en el abandono ulterior de su cultivo es indudable; pero no lo es menos que al enseñarlo hay que tener en cuenta esas dos circunstancias inevitables y sobre todo que al desarrolarse y acrecentarse todas las demás disciplinas humanas el estudio del latín ha menguado en importancia. Al disminuir el tiempo que puede y debe dedicársele en la segunda enseñanza tiene que variar no sólo la cantidad sino la calidad de su enseñanza, pues las cosas al reducirse de tamaño tienen que cambiar de forma. Y, sin embargo, hay el empeño de enseñar en dos cursos lo que en un tiempo en largos años, y siguen dándose farragosas reglas, útiles cuando era útil saber escribir latín, inútiles hoy que no se puede pretender tal cosa “.

Como la cultura del mundo clásico no tiene ya entre nosotros la vigencia efectiva que tuviera en otros tiempos (aúnen los siglos XVII y XVIII), y como los que han cursado estudios de latín no lo dominan con la familiaridad necesaria para (no digamos hablar) leer un texto, han venido a buscarse nuevas justificaciones para su enseñanza.

Pero descubrimos, aun en los partidarios del latín tales reservas, que ellas mismas nos parecen inquietantes.

La primera justificación, la más frecuente también, consiste en sostener la utilidad del latín para un mejor conocimiento del castellano, o de la gramática castellana. Aquí debemos señalar que este argumento da en el punto neurálgico de otro gran problema de la lingüística: el de la consideración de las lenguas como sistemas cerrados, suficientes, el de la independencia de los idiomas. El célebre Michel Bréal escribía: “Una lengua es tanto más perfecta cuanto más se ha alejado de sus orígenes”. Ferdinand Brunot reaccionaba, en nombre de la madurez del francés, contra los peligros de la “idolatría latina”. Y Bello anotaba en el prólogo de su Gramática: “El habla de un pueblo es un sistema artificial de signos, que bajo muchos respectos se diferencia de otros sistemas de la misma especie: de que se sigue que cada lengua tiene su teoría particular, su gramática. No debemos, pues, aplicar indistintamente a un idioma los principios, los términos, las analogías en que se resumen bien o mal las prácticas de otro. Esta misma palabra idioma (en griego peculiaridad, naturaleza propia, índole característica) está diciendo que cada lengua tiene su genio, su fisonomía, sus giros; y mal desempeñaría su oficio el gramático que explicando la suya se limitara a lo que ella tuviese de común con otra, o (todavía peor) que supusiera semejanzas donde no hubiese más que diferencias, y diferencias importantes, radicales”.

¡Cuántos creen todavía que la gramática latina es indispensable para explicar la del francés!, dice Charles Bally. Y critica acerbamente cómo se enseña esta lengua sin relacionarla con el pensamiento espontáneo, sino en función del pasado y de su historia: “El primer deber del gramático es el de explicar la lengua colocándose en un punto dado del tiempo, es decir, el de determinar la significación de los fenómenos de gramática en el seno de un sistema y por su contacto con el pensamiento. Mirando funcionar la lengua e3 como se le arrancarán sus secretos. Desgraciadamente, los lingüistas se ocupan muy poco del mecanismo del habla; están ocupados en describir la evolución de los idiomas” (32).

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(32) CHARLES BALLY: El lenguaje y la vida, p. 225 y sigts. (Losada).

 

No es necesario ir hasta el testimonio de profesores que, como Jean Granarolo, expresa respecto de los resultados: “el latín en nuestras clases no es frecuentetemente más que un. pretexto para des-aprender el francés. El alumno que traduce una versión latina cesa de hablar francés. Es un hecho que desrazona “en jerga” (33). No es necesario tampoco ir hasta las rigurosas deducciones lógicas: “Hay sin embargo cantidad de escritores correctos, vigorosos, matizados, que no han estudiado ni latín ni griego. Y en otro tiempo, ¿conocía Cicerón mismo la lengua de los oscos? Y Demóstenes, aunque leía a Homero, ¿tenía nociones de indoeuropeo? Pues ¿por qué detenerse en el camino?” (Suzanne Durand). Veamos simplemente cómo el argumento de la enseñanza del latín, necesaria al mejor conocimiento de la lengua viva (latina), se restringe: “Aprendizaje de lo que ya se sabe en parte, por medio de lo que no se sabe en absoluto (34). ¿Se piensa en la sintaxis? Evidentemente no. ¿En el léxico? Sí, pero entonces sería necesario estudiar además el bajo latín y el francés medio y antiguo” (Brun-Laloire).

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(33) Los “Cahiers Pédagogiques” (Revista mensual publicada por el Comité Universitario de Información Pedagógica, Francia) dedicaron su número 4 (diciembre de 1954) a la enseñanza del latín y del griego en la escuela secundaria. Esta publicación resultará de singular interés para quienes se interesen en los problemas relativos a la enseñanza de ambas lenguas. La mayoría de los juicios que allí se vierten son —aunque con mil reservas— favorables en definitiva al mantenimiento del latín. De allí provienen la cita última, así como las demás de este capítulo, cuyo origen no se indique.

(34) También M. PIERRE CABANIS señala la paradoja: “Se estudia latín para aprender mejor el francés. Pero es necesario antes poseer sólidas bases de gramática francesa para aprender efizcamente el latin…”

 

Aquel argumento trata de justificarse pues en el terrenodel vocabulario, y más estrictamente, en el de la etimología. Pero aun aquí encontrará su réplica. Véase lo que dice Bally sobre el instinto etimológico: “Recurrir a la etimología para comprender la lengua viva, es hacer como un fonetista que estudiara la ortografía de un idioma para describir su pronunciación” (35). Y añade “El menor mal que puede esperarse es que la etimología, en lugar de mostrar el carácter esencial de un hecho de lenguaje, no libre más que su lado accesorio; caso extremadamente frecuente”. Además, respecto del latín clásico, “la etimología no encuentra respuesta sino cuando se trata de palabras cultas formadas artificialmente mucho más tarde por gentes que ignoraban la verdadera lingüística y que han mostrado su ignorancia en el establecimiento de la ortografía francesa” (Roger Gal). No olvidemos por fin las páginas de Vossler (36) sobre la enseñanza de la lengua en función de la gramática histórica.

Otra justificación, no menos invocada que la anterior, es la del provecho del latín, ya no en sí mismo o como instrumento de acceso a una cultura o a determinados textos, sino como mera gimnasia intelectual.

¡Partir de una cultura para llegar a una gimnasia intelectual! exclama Pierre Chambón, defensor sin embargo del latín, pero que pone en duda la solidez de esta posición, que califica como “de repliegue”.

“Confieso que soy sobre este punto muy retrógrado —declara por su parte Roger Gal— y que el interés de fondo, la conquista de la idea, la admiración estética, el descubrimiento de la civilización y de los problemas esenciales del hombre me parecen a pesar de todo los fines esenciales de las humanidades. Cualquiera sea mi admiración por un Bézard, no me resigno a tomar el latín como una simple ocasión de ejercitar la reflexión de nuestros alumnos sobre la vida de las lenguas o sobre la filosofía del lenguaje”.

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(35) Ch. BALLY: Traité de Stylistique française, p. 33 y sigts. (Ginebra-París, 1951).

(36) KARL VOSSLER : Filosofía del Lenguaje.

 

De igual modo parece opinar Bernard Vacheret, quien reclama la perspectiva humanista para el estudio del latín “en lugar de ser un álgebra cuyos signos arbitrarios se interpretan con la ayuda del diccionario y de la suerte”. El argumento del latín-gimnasia del espíritu tampoco satisface a Mlle. Suzanne Durand, que se pregunta: “¿Sólo el estudio de las lenguas antiguas puede dar al espíritu el hábito de pensar con justeza y con orden? El rigor de las matemáticas, la precisión de las ciencias físicas o químicas ¿no pueden obligar igualmente al espíritu a trabajar con lógica y exactitud? Los ejercicios de las lenguas extranjeras, el alemán muy especialmente, ¿no asocian la ventaja de una provechosa gimnasia del espíritu a la de una incontestable utilidad?”.

Otra justificación, mucho más natural, ha sido la de ver en el latín una vía de acceso a otra cultura, un medio de acercamiento a otros hombres, o simplemente a los grandes espíritus de la latinidad. Pero el logro de estos ideales se halla totalmente supeditado al cabal conocimiento de la lengua latina, que la escuela secundaria no da. No pocos testimonios coinciden en su escepticismo: “Acceso a una civilización? Es un ideal, pero no tengo la impresión de alcanzarlo en las clases. ¿Cómo hablar de una civilización sin estar informado sobre la vida de los antiguos? Cuando estudiamos las Geórgicas ¿tenemos tiempo de hablar de las herramientas del labrador, de la condición social de los campesinos?” (Germaine Sillyé). “Aprender el latín, pero ignorar la historia romana (no se la ve más que en el primer curso), aprender el griego sin haber visto, por lo menos en reproducciones, joyas o juguetes cretenses, fortalezas micénicas o planos de estadios o de tumbas, es contentarse con un cofre sin alhajas” (S. Durand).

” ¡Y que no se diga que se enseña la civilización a propósito de los textos! —dice en otra parte Jean Cousin. Sabido es que no se lo hace y que se pasa el tiempo tartamudeando reglas de gramática o que si se hace literatura, es de una manera dogmática, seca, fría, muerta que se resuelve en una cronología de la vida del autor y en un resumen abstracto de su obra, copiada en un manual de literatura”.

Así, no es sorprendente encontrarnos frente a conclusiones como ésta: “Cosa apenas creíble: he constatado en ciertas  alumnas de “moderno” un conocimiento más exacto y más profundo del genio de Atenas y de Roma que en muchas de las buenas alumnas del “clásico”, que no tienen horas de literatura grecolatina y, con lo que cazan al vuelo eu ocasión de los cursos de latín y griego, se hacen una idea fragmentaria, errónea y cronológicamente defectuosa del pensamiento y del arte de la antigüedad” (S. Durand). O esta otra: “En cuanto al conocimiento de la Antigüedad, las traducciones bastan con largueza en el nivel de la enseñanza secundaria” (Brun-Laloire). O en fin: “¿Hay uno solo da nuestros alumnos —aparte los futuros especialistas— que haya vuelto a abrir un autor latino después del examen del bachillerato?” (P. Chambón).

Unamuno dice en el citado ensayo: “No puedo callar que creo no basta enseñar latín a los niños para darles cultura clásica. A los clásicos, no los entienden ni aun traducidos; habría que ponerles en disposición de traducir no una lengua, una civilización entera”. Y Bally, en El lenguaje y la vida: “Cualquier lengua moderna nos instruiría mejor sobre la armonía, por otro lado indiscutible, que puede existir entre un pueblo y su idioma”.

Por último, no han faltado quienes tratasen de justificar al endeble latín de la enseñanza secundaria, con el argumento de que es uno de los caminos hacia la formación cívica, hacia la cultura democrática de los alumnos. Pero veamos también las reservas que suscita: “¿Formación cívica? La república romana es aristocrática, no podría constituir un ejemplo de democracia. Costó muchísimo a la plebe hacerse un sitio, aunque pequeño. La pintura de las costumbres del imperio (por Séneca, Plinio el Joven, Tácito) no podría, salvo algunas excepciones, constituir un modelo moral” (Henri Challier). Por otra parte, el prejuicio de la sociedad, y de muchos padres, que ven en los idiomas clásicos un signo de distinción y superioridad, vuelve aún más distante aquel ideal: “Desde el Renacimiento, hemos visto divergir la cultura elegante de los niños de la aristocracia, y luego de la burguesía, y la formación de lo que se llama la masa. El foso cavado entre una concepción refinada de la cultura y la noción de una cultura para todos ha alejado del latín a muchos espíritus democráticos” (Roger Gal). Y queda aún el prejuicio de que un alumno inteligente “debe” cursar latín (no cursarlo sería reconocer mediocridad): “La noción de humanismo que todo esto implica es estrecha, anacrónica y orgullosa. El objeto de la enseñanza del latín y del griego no es constituir una clase privilegiada y superior, un mandarinato de letrados” (S. Durand). En fin, no falta quien sostenga: “El latín —se lo quiera o no— no puede ser sino una enseñanza de élite” (Jean Granarolo) (37).

¿Cómo no tener en cuenta todas estas reservas? Obsérvese que ellas provienen de lingüistas y de pedagogos, no de teóricos de la cultura. No se trata de discutir las bondades del latín. Se trata simplemente de decidir si las horas (considerables) que a él se destinarán compensan la inevitable mutilación que a’ su expensa sufrirán las otras ciencias. O en otro caso, si vale la pena, si tiene sentido dictar dos horas semanales de latín. En resumen: el argumento del latín beneficioso al mejor conocimiento del castellano, no parece resistir a la idea de que, añadiendo tales horas a las del estudio del castellano —tan menguadas— se obtendría de modo menos aleatorio igual o mejores resultados. El latín como disciplina mental no parece muy convincente frente al valor de las matemáticas o de la lógica. Como medio para una cultura literaria, le aventajan los autores españoles, o franceses, de quienes el alumno se siente espiritualmente más cerca.

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(37) En Italia el “liceo classico”, como en Francia la “section A” del bachillerato, resultan de hecho, si no de derecho, francamente aristocráticos.

 

Todo es importante en el orden de la cultura. Sólo que en el terreno de la educación hay prioridades. Y el problema consiste en saber lo siguiente: a igualdad de tiempo y esfuerzo, qué es lo que dará mejores resultados.

¿Por qué no diversificar un poco las ramas de nuestro bachillerato, para dar así satisfacción a gustos y aptitudes un tanto diferentes de cada alumno? Allí tendría perfectamente lugar una rama del bachillerato con latín —y griego (38)— para aquellos que poseen una fuerte inclinación y aptitud hacia los estudios clásicos.

 

Hacia un nuevo Humanismo

No desearíamos llegar a una conclusión única, excluyente, cerrada. Por eso hemos preferido ir mostrando, objetivamente, algunos de los problemas más acuciosos que en torno al humanismo plantea la educación contemporánea. De su consideración surgirán, no cabe duda, distintas posiciones. No nos preocupa. El Congreso sobre El futuro de las Humanidades realizado en octubre de 1946 en la Universidad de Princeton (EE.UU.), con la participación de destacados intelectuales, tampoco llegó a conclusión alguna. Edmundo O’Gorman daba cuenta de él (39), diciendo:  “Bien visto, las cosas humanas no son algo sobre lo cual pueda concluirse nada en definitiva, y sólo un racionalista de hueso colorado podrá, sin razón, exigir lo contrario. Téngase, pues, la ausencia de conclusiones precisas más bien como indicación de  buen juicio que no como señal de impotencia”. Impotencia que, por nuestra parte, tampoco nos asustaría, tratándose de concluir en materia tan ajetreada, inestable y controvertible. Sin embargo, es sólo por el camino del análisis de los distintos problemas descriptos más arriba, como puede buscarse un comienzo de solución para los mismos.

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(38) Incluir sólo el latín, significa contentarse con un “peor es nada”. BALLY nos previene: “el griego es el ideal, el latín un sucedáneo”. “Se quiere echar algo por la borda para salvar el resto, ‘entregar’ una de las lenguas clásicas, y se conviene tácitamente en sacrificar aquella que más nos consolaría de la pérdida de la otra”. (El lenguaje y la vida).

(39) Cuadernos Americanos, No. 1, Enero-febrero, 1947.

 

De este modo, conscientes empero de las incuestionables razones que sustentan algunas de las otras posiciones —no todas— en el campo educativo, anotaremos las siguientes reflexiones para fundar la nuestra.

El humanismo, confianza renovada en la libertad humana y en los valores espirituales, atraviesa los siglos indemne, se vivifica, penetra los ideales de todas las esferas del quehacer humano: política, cultura, educación. Arrumba así en un rincón de enciclopedia aquella otra concepción más estrecha que viéramos al principio. Las humanidades, en cambio, como contenido práctico de una educación “humanista”, o han venido a resultar en su extensión tradicional algo notoriamente estrecho, o han pasado a designar un programa de estudios tan vago e indefinido que el vocablo ya no dice nada. En muchísimos casos esta palabra no es más que una puerta de escape.

La educación de nuestro tiempo debe pues replantear el problema del humanismo, sin el complejo inhibitorio de las humanidades. Estas, como mero contenido de la educación, no pueden ser algo rígido, invariable, definitivo. No lo fueron al comienzo. La educación debe llegar a los hombres de hoy con un programa vivo, que interese, satisfaga y oriente en el complejo mundo que nos toca vivir. La cultura debe ser siempre algo vivo y actual, nunca un puro legado, una simple herencia.

Hacia aquellos postulados del humanismo puede tenderse por medio de la historia, la geografía, las lenguas vivas, la literatura de ayer y de hoy, el arte y —conviene subrayarlo—, las ciencias. Vano sería pensar que sólo se alcanzan por un camino estrecho y único, el del griego y el latín.

Hay que dotar a la enseñanza de planes adecuados sin caer en la pedagogía tabú. El fetichismo de las humanidades puede hacer más mal que bien. No debe exagerarse la importancia de la cultura antigua frente a la moderna, ni la del arte frente a la ciencia. Nada tan ilustrativo sobre este tipo de aberración educativa, como aquel pasaje en que Proust relata, el cuidado de su abuela por que lo conociera todo (todo lo posible, al menos) a través del arte o de la literatura: si se trataba de la descripción de algún lugar, a través del relato de algún gran escritor; si de alguna iglesia o monumento, no a través de una simple postal, sino de la reproducción de algún cuadro o grabado célebres. Y anota Proust: “La idea que me formé de Venecia, según un dibujo de Ticiano (…) era ciertamente mucho menos exacta de la que me hubiesen dado unas simples fotografías”.

Por otra parte, no sólo las letras, sino las ciencias, según el espíritu con que se las imparta, pueden ser igualmente formadoras. La idea de la justicia empieza por las matemáticas, y el conocimiento del mundo es también un conocimiento de la naturaleza. Al peligro tradicionalmente señalado, conviene oponer este otro del descuido o relajamiento de la preparación científica. J. Bronowski (40) dice con toda exactitud: “El hombre de ciencia puede extraer todavía muchas enseñanzas de las humanidades, tanto en lo que concierne a la expresión como al pensamiento mismo. Pero el hombre de ciencia también puede aportar su contribución a la cultura, y el humanismo está condenado si no aprende el lenguaje vivo y el surgente pensamiento de la ciencia”.

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(40) J. BRONOWSKI (ex miembro del Secretariado de la Unesco y actual director de los laboratorios de investigaciones mineras de Gran Bretaña): L’homme cultivé en 1984, Les Amis de Sèvres, No. 31, 1957.

 

En esta misma perspectiva, creemos, el estudio científico del hombre (a través de las ciencias humanas) encuentra  su más plena justificación. “La enseñanza de las ciencias humanas —puede decir P. Malrieu— aparece como uno de las aspectos fundamentales del humanismo moderno”.

“Qu’un homme intelligent soit parfois sans coeur, c’est la scandale majeur”. Estas palabras de J. Chateau sitúan el problema en su verdadero centro. De ellas debe partirse, y su sentido basta para un verdadero ordenamiento humanístico de cualquier programa educativo. A este sentido claro y terminante responderá la orientación de la enseñanza, el ya mencionado sometimiento de todos los conocimientos al hombre —nunca al revés—, la necesaria jerarquización do los valores. Abogamos pues por un nuevo humanismo en la enseñanza, que no será ruptura con el otro, sino su continuación más consciente y natural. “Humanismo moderno, esto no significa en absoluto una cultura donde predominaría da modo exclusivo la enseñanza de las ciencias o de las técnicas” dice Jean Jacob (41). Por el contrario “una de las nociones fundamentales que deben mantenerse hoy es que al lado del espíritu científico, que tiende a tratar al hombre como un objeto sometido a las mismas leyes que rigen a las cosa?, está el espíritu humanista que le conserva su condición de sujeto y le revela su libertad espiritual”.

Hay que saber conjugar lo permanente del hombre con lo que de forzoso cambio tienen la civilización y la cultura. “Si se quiere hablar del hombre eterno —dice Roger Gal— que sea a través de sus encarnaciones temporales y sin despreciar sus enriquecimientos sucesivos”.

Lo permanente sólo podrá salvarse a través de lo transitorio. La cultura es diálogo entre el hombre y el mundo. Si el hombre lo descuida, se encuentra de pronto con su lenguaje arcaico, y el del mundo indescifrable. A la educación corresponde mantener siempre vivo este lenguaje.

OSCAR ERNESTO TACCA

Resistencia, Chaco.

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(41) JEAN JACOB: Réflexions sur la culture, L’Education Nationale, 29-5-58.

 

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